Vallejo, Fernando (2012): El cuervo blanco. Bs.As.: Alfaguara. 379 pp. La narrativa del conocido y polémico autor colombiano ha venido suscitando un tipo de crítica acorde al contenido frecuentemente provocador en el que se inscriben títulos como La virgen de los sicarios o El desbarrancadero. Se puede pensar que en el caso que nos ocupa aparece un tema y un tratamiento tan provocador como los anteriores, pero esta vez en sentido contrario, la novela de reciente aparición tiene como protagonista a un hombre que no es producto de la imaginación: se trata de Rufino José Cuervo, uno de los próceres de la intelectualidad bogotana por su loable tarea como gramático de la lengua. ¿Estamos acaso ante un caso de novela histórica? Dada la distancia entre la existencia vital del protagonista y la escritura de su vida, cabría pensarlo. Lo difícil es concretar un pacto de lectura en esos términos. Veamos. No se puede medir la potencialidad novelable de vidas como las de Andrés Bello, Menéndez Pidal o Navarro Tomás si pensamos que son hombres de letras muy preocupados -casi exclusivamente- por cuestiones de carácter lingüístico, tampoco la de Cuervo parece presentar un costado novelable, a menos que medie una cuestión relativa a los fastos del bicentenario de las naciones latinoamericanas. El personaje de quien hablamos fue el fundador de la Academia Colombiana de la Lengua, la primera en América, y este es un dato no menor cuando de tiempos fundacionales se trata. En realidad esa parece haber sido la causa de la tematización última de Vallejo: exaltar la figura de una especie de apóstol de los estudios lingüísticos encarnada en la persona de José Rufino Cuervo (1844-1911). Tengamos en cuenta que en Bogotá existe el Instituto de Investigaciones Caro y Cuervo, en honor a Juan Antonio Caro y a José Rufino Cuervo. Se presume que el propósito llevado a cabo por el escritor antioqueño tuvo el antecedente de la propuesta de una investigación sobre la vida y obra del gramático con el fin de honrar su memoria mediante la estatura ya célebre de un novelista contemporáneo. Y en efecto El cuervo blanco contiene información provista por el archivo epistolar del estudioso, amén de biografías existentes en el patrimonio familiar y, sobre todo en el propio Instituto Caro y Cuervo -antiguamente solar donde funcionó la fábrica de cerveza, metier al que se dedicaron los hermanos Cuervo en una etapa previa a la larga vivencia europea. No olvidemos que la editorial anexa a dicho instituto se llama nada menos que Imprenta Patriótica, con sede en Yerbabuena, en las cercanías de Bogotá. Si se tratase de otro novelista, no hubiese sido necesario este rodeo: ocurre que Cuervo es una personalidad atrayente para un narrador acostumbrado a la transgresión constante, puesto que le resulta algo así como un monje medieval que dedicara su vida a la escritura del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, obra encomiable y muy reconocida por lingüistas europeos contemporáneos a su autor. De uno de ellos provino la analogía de "cuervo blanco", que utilizará el novelista para poner de relieve la excepcionalidad de la vida de un colombiano ilustre, por mérito y decisión absolutamente contrarios a otros migrantes de casta que, para sobrevivir en el extranjero, acudieron casi siempre a subsidios del Estado. El intento de escandir un argumento novelesco en esta estricta cronología de vida de un especialista de la lengua española se frustra a cada página porque en ella desfilan nombres célebres de la literatura y de la política criolla; de la ciencia lingüística, del comparatismo; se detallan sus cruces epistolares y librescos, pero no aparece una trama digna de la ficción que exige el género. Después en el panorama desértico de estos estudios donde sólo había aparecido él apareció don Ramón Menéndez Pidal, gran filólogo si quieren pero en última instancia un simple hijo de vecino. Yo a don Ramón no le rezo, a don Rufino todas las noches. (p.138) Este trabajo alegórico al centenario de la muerte de su protagonista se excede en datos matizados por decenas de ironías (como las referencias a Rubén Darío "que era más borracho y pobre que Nicaragua"), o imprecaciones contra los valores decimonónicos -sean republicanos o canónicos- pero adolece de narratividad genuina como a las que nos tiene acostumbrados Fernando Vallejo. Es rico en información sobre el campo cultural de Sud-américa, habla de la enorme significación de la práctica epistolar, habla de la obligada europeización de la clase dirigente (el padre de los hermanos Cuervo pudo haber sido presidente de Colombia), habla tangencialmente del suicidio de José Asunción Silva, pero por sobre todo exalta la disciplina monacal del protagonista. Leer esta novela es más útil para los estudiosos del español en América y para los seguidores de los estudios culturales en términos de decolonización que para los especialistas en literatura. Ayuda a entender mejor la inserción de Vallejo en su propia cultura, estimula la comprensión de su rebeldía, los matices de su desarraigo, el sarcasmo de su visión de mundo. Amelia Royo Universidad Nacional de Salta