UDK 860.09:929 Cervantes Saavedra M. d. LA CULTURA DE CERVANTES Lúdovik Osterc La cultura de Cervantes ha constituido un tema de apasionante controversia entre quienes se han ocupado de su vida y de su obra. Unos la niegan y otros se la reconocen. Los primeros se agrupan en torno a los enfoques conservadores, y los segundos reflejan puntos de vista progresistas. Dentro de estas dos corrientes existen distintos matices que van desde los moderados hasta los extremistas. La idea de un Cervantes con poca o casi ninguna cultura arranca de Tomás Tamayo de Vargas que, en un manuscrito de 1624, lo llama »ingenio lego«. Según este literato, el Manco de Lepanto sería ingenio, aunque lego, el más festivo de España. Desde entonces ha hecho carrera el concepto de que el gran novelista fue apenas hombre de escasa cultura y, cuando mucho, un genio inconsciente. Dicho en otros términos: Cervantes era un ignorante, Cervantes era un hombre de su tiempo y, Cervantes era un hombre inconscientemente genial. He aquí las tres variantes que han venido sosteniendo los críticos tradicionales ante la tan discutida cultura de Cervantes. La primera variante la compartieron Diego Clemencín, el comentarista español más prolífico del QUIJOTE, y modernamente el notable investigador alemán Helmut Hatzfeld, así como el glosador argentino de ascendencia francesa, Paul Groussac. Clemencín tilda a Cervantes de »ignorante en el arte de escribir« y lo trata con aire de maestro de atar escobas. Hatzfeld opina que el adjetivo »lego« supone una persona sin cultivo intelectual, en tanto que al crítico argentino nadie iguala en la posición negativa con respecto a Cervantes. En su Crítica literaria (B. Aires, 1922), después de señalar la supuesta ignorancia geográfica del gran alcalaíno, en el QUIJOTE, de la tierra aragonesa, añade: »Lo fenomenal es verle vagar... por esa Mancha, que no se sabe a qué santo eligió como teatro de tanta zurribanda, no conociendo de ella, visiblemente, sino algunos nombres de lugares ...« Y añade: »... parece imposible que Don Quijote no hubiera ido cien veces allí (a Rui-dera) antes del almuerzo, a cazar algún pato, seguido de su galgo corredor.« Así las cosas, veamos, primero, cuál fue el saber de los mencionados críticos, para refutar después, tan descabelladas conclusiones. Por lo que toca a Clemencín, he de sentar que la enorme cantidad de páginas de su comentario, que casi iguala al texto cervantino, está en proporción inversa a su escaso valor, ya que, por una parte, no le concede ni un párrafo que no esté lleno de descuidos, defectos o errores, los cuales, empero, conforme a la unánime apreciación de los filólogos modernos, no son tales, pues Cle- 13 mencín no entendía el texto y no desentrañaba su ironía, por lo cual lo interpretaba al revés,y, por otra, se ocupaba en explicar perogrulladas y cosas pueriles que rayaban en lo ridículo. Como ejemplo, mencionaré su afirmación según la cual Cervantes citaría los autores y las obras latinas a tuertas, y la verdad es que en tales casos se burlaba con donaire de la erudición barata de sus contemporáneos. Otro tipo de comentarios que lleva Clemencín al extremo, es el de ver a cada paso en el QUIJOTE remedos, imitaciones o parodias de ios libros de caballería. Para este crítico petulante, apenas hay, no se diga ya aventura, pero ni vulgar incidente, por insignificante que nos parezca, que no caiga adrede en el QUIJOTE a fin de remedar o recordar otro caso semejante de uno o más libros caballerescos. De tal modo, por ejemplo, don Quijote ata su caballo a un árbol. Cualquiera cree que una acción tan común no necesita de comentario. Clemencín, no obstante, lo pone, y nos descubre, que don Quijote imitó en esta ocasión a este o aquel caballero que ataron también sus caballos a sendos árboles, como si, cuando cualquiera se apea, no hiciese la misma cosa. Y, al contrario, don Quijote no ata su caballo a árbol alguno, sino que lo deja libre pastando. Clemencín en seguida amontona citas de los infinitos caballeros que hicieron lo propio, como si fuera privativo de los libros caballerescos y acción extraordinaria, digna de ser comentada, el dejar sueltos los caballos para que coman la hierba. Otra ciase de comentario que hace este anotador consiste en explicar que el numeral cuatrocientos o la palabra cuadrillero se derivan de cuatro de suerte que uno no puede sino hecer notar, que lo que se le olvidó a Clemencín, fue averiguar cuántas veces a lo largo de las aventuras de la pareja andantesca, relinchó el caballo de don Quijote y rebuznó el burro de Sancho Panza... Al leer el comentario de Clemencín, uno tiene la neta impresión de que este afilosofado crítico quiso servirse del gran libro, para, por un lado, exhibir su erudición, y, por otro, erigirse en dómine, pero lo que consiguió fue, que había ido por lana y volvió trasquilado, ya que queriendo demostrar la supuesta ignorancia de Cervantes, no logró sino manifestar la suya propia, pues, no es otra cosa querer explicar, por ejemplo, que frisar provenga del latín fricare, cuando este verbo, según las más elementales leyes fonéticas que rigen en español, pudo dar por resultado, como efectivamente lo dio, fue: fregar. El. »sabio« comentador hubiera podido documentarse fácilmente en El tesoro de la lengua castellana de Covarrubias, el cual había salido a luz más de dos siglos antes que su famoso comentario (1611). No le va a la zaga el referido glosador argentino, Paul Groussac, pues afirmar que el autor del QUIJOTE no conocía la geografía de la Mancha, quiere decir, que cuando leía el gran libro, pensaba con los pies, y observar que don Quijote debió de ir cien veces a caza de patos con su galgo corredor, en la laguna de Ruidera, equivale a inventar un estrafalario deporte nuevo: el de la caza de patos con veloces galgos corriendo sobre la superficie de las lagunas ... En cuanto a la segunda variante, extraña el que Juan Valera, novelista de amplia cultura, haya considerado a Cervantes como uno de tantos españoles de su tiempo, cuyas »máximas sobre política, moral y poesía ... nunca traspasan ios límites del vulgar, aunque recto juicio.« Son del mismo parecer dos conocidos críticos franceses, sus contemporáneos: Morel-Fatio y Ernest Mérimée. Este último, por ejemplo, escribe en su Historia de la literatura 14 española (México, 1948), que Cervantes expresa las ideas medievales y prejuicios corrientes en cuanto a la religión, la política y la moral, porque a este respecto no estaba de ningún modo a mayor altura que sus coetáneos. Secúndalos P. Savj-López, cuando señala que no se encuentra en Cervantes ninguna interpretación elevada del mundo, ningún pensamiento sólido político, religioso o moral. Para el hispanista norteamericano, Rodolfo Schevill, la mente del gran escritor no era especulativa, y su actitud hacia los dogmas religiosos y políticos de la época tan poco crítica como la de cualquier hombre del pueblo. En igual o parecido concepto lo tienen: Clemente Cortejón, Angel Ganivet y Ramiro de Maeztu. M. Menéndez y Pelayo incurre en el mismo error que censura en otros críticos. Así, al refutar, por una parte, a Tamayo por haber tachado a Cervantes de ingenio lego, escribe, por otra, que nuestro autor »era poeta y sólo poeta, ingenio lego, como en su tiempo se decía«. Sus nociones científicas eran las comunes y corrientes de la sociedad en que vivía y, aun dentro de ésta, no eran las más adelantadas, sino las ideas oficiales, dado que no había tenido — termina diciendo — tiempo ni afición para formarse otras.1 En suma, a juicio de estos investigadores el magno novelista fue un hombre de letras de poca cultura, tanto general como literaria, pero dotado de gran sensibilidad e imaginación. A decir verdad, uno queda asombrado que opiniones tan disparatadas hayan sido expresadas por eruditos de la talla de Menéndez y Pelayo. Por lo visto, el polígrafo español no pudo o no quiso — me inclino a pensar más en esto último — que los grandes ingenios suelen elevarse por encima de las ideas de su tiempo y adelantarse a los siglos, circunstancia que en este caso se dio, pues es conocida la genial predicción cervantina referente a las dimensiones de inmortalidad y universalidad de su obra maestra. Recordemos la conocida frase cervantina puesta en boca de Sansón Carrasco, a tenor de la cual no habrá nación ni lengua en que no se traduzca, predicción hoy ya prácticamente realizada (II, 3). Lo que ha ocurrido, en realidad, fue, hablando en buen romance, que dichos señores midieron la grandeza y genialidad de Cervantes con la vara de su propia mediocridad, ignorando que los autores geniales poseen el don de ver con claridad y en una intuición rápida, lo que los demás literatos, por muy notables que sean, no alcanzan a ver con el más perseverante esfuerzo intelectual, y, de aprender en unos cuantos años lo que los escritores del montón no aprenden durante toda su vida. La tercera variante intepretativa del adjetivo en cuestión es la más estrambótica e indefendible. Oigamos lo que al respecto dicen algunos eruditos. El sueco Hagberg cree que Cervantes fue de tal modo inspirado por el genio de su siglo que casi no presintió todo el alcance de su misión. El renombrado cervantista español, Francisco Rodríguez Marín, sostiene que Cervantes fue un hombre de su tiempo que, como Cristóbal Colón, murió sin darse clara cuenta de lo que inventó o descubrió. M. Menéndez y Pelayo, a su vez, escribe que por ser el QUIJOTE obra de genio, sugiere más de lo que dice. Y el famoso poeta alemán, Heinrich Heine, apunta que la pluma del genio es siempre más grande que el mismo genio, y, por ello, Cervantes sin darse cuenta escribió la más grande sátira contra el entusiasmo. 1 Historia de las ideas estéticas, México, 1985, t. I, p. 517. 15 De acuerdo con estas opiniones, Cervantes sería un novelista mediocre e inculto, pero inconscientemente genial, de cuya péndola brotarían las ideas por sí solas sin que interviniera su cerebro. Su libro surgiría como por arte de magia al dar el autor por casualidad en el clavo, no sabiendo casi de letra escribiendo la novela más estupenda, de la cual dijo A. Fernández Guerra y Orbe que es »la obra más discreta, más hermosa y más grande del genio humano«. ¡Los genios literarinos no se dan cuenta de lo que escriben! ¿Hay mayor absurdo? Y decir esto con respecto a Cervantes quien puntualizó con orgullo: »Para tí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno« (II, 74). Y para colmo, uno de los más prominentes autores de la Generación del 1898, Miguel de Unamuno, con su conocida altivez suelta esta gansada: »¿No hemos de tener nosotros por el milagro mayor de don Quijote el que hubiese hecho escribir la historia de su vida a un hombre que como Cervantes, mostró en sus trabajos la endeblez de su ingenio?«.2 ¿Unamuno más inteligente que Cervantes? Leer, para creer... Por si fuera poco, hay quienes como el mencionado Morel-Fatio aseguran que si Cervantes conociera más profundamente el latín y leyera en mayor número los libros y autores clásicos, habría razonado y escrito mejor. También el profascista italiano, Cesare de Lollis, en su librejo Cervantes reaziona-rio (1924), así como el citado Rodolfo Schevill, ponen en duda su dominio del latín. La verdad es, por lo contrario, muy distinta. Que Cervantes sabía latín no cabe la menor duda. Hay más aún, él no sólo lo conocía sino que lo dominaba casi a la perfección. En la autorizada opinión de su más grande biógrafo moderno, Luis Astrana Marín, Cervantes asistió primeramente al Estudio de la Compañía de Jesús en Córdoba, y luego, al trasladarse su familia a Sevilla, cursó en el de los mismos jesuítas en esta ciudad. Una vez de regreso en Madrid, continuó sus estudios en el Instituto de la Villa, dirigido por su maestro López de Hoyos que lo llamó »mi caro y amado discípulo«. Ahora bien, en todos los colegios de los jesuítas se aplicaba el mismo plan docente, dentro del cual figuraban obligatoriamente varios cursos de latín, con el indispensable Antonio o Arte de Nebrija. El propio Cervantes así lo cuenta en su novela El Coloquio de los perros. Luego, mayores ya, al pasar los jóvenes a las de Gramática, el latín constituía una de las enseñanzas principales. Cervantes permaneció en dicho Estudio de la Villa hasta edad muy adelantada (22 años), si bien con intermitencias. Dispuso, pues, de tiempo sobrado para aprenderlo bien. Las citas latinas de las Geórgicas virgilianas y otras harto largas de Ovidio en El Licenciado Vidriera, ambas en versos nada fáciles, como también las numerosísimas citas en latín tomadas de los Libros Sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento revelan un saber profundo e incuestionable de la lengua romana. Además, ¿quién dice que sólo la cátedra universitaria puede comunicar conocimientos por encima del abecedario y de la instrucción elemental? Lo evidente en este caso es que la verdadera formación intelectual de Cervantes no está en las aulas, sino fuera de ellas en el hervor de la vida. Su única universidad fue la vida misma de la que aprendió como nadie, con su genialidad, su formidable poder de asimilación y su prodigiosa memoria. Y estas cosas no se aprenden en ninguna universidad por muy célebre que sea, ya que poeta nascitur, non fit (el poeta nace, no se hace), como decían los anti- 2 Vida de don Quijote y Sancho, México-B. Aires, p. 226. — El subrayado es mío. 16 guos romanos, habida cuenta de que el ingenio, el estro y la minerva no se adquieren ni se otorgan en las altas escuelas, sino que nacen con el individuo. Y Cervantes los llevaba en sus entrañas en grado sumo. Fueron precisamente su genialidad y su enorme éxito lo que movió a sus contemporáneos a la envidia. De ahí el motete de »ingenio lego«. Así fue la envidia de los coetáneos la que dio el primer impulso a la crítica. Ellos vanidosos y presuntuosos en su mayor parte, ensimismados por los aplausos del vulgo, veían como atrevimiento inaudito el que un hombre pobre, sin altos títulos académicos ni aristocráticos intentase llamar la atención, y lo que es más, satirizarlos y mostrarles su pequeñez. Ser lego en la sociedad en que vivía pasaba por un insulto, por tal lo tomó sin duda Cervantes, y no dejó de responder. Los que habían pisado las aulas universitarias, altaneros y orgullosos, ofrecían más de un blanco a su crítica, y no tuvo reparos en mofarse de sus títulos y diplomas. De esta calaña son el cura del lugar de don Quijote »hombre docto graduado en Sigüenza«, pequeña ciudad con su universidad de pacotilla (I, 1), y el loco del hospital de Sevilla »graduado en cánones por Osuna«, pero, »aunque lo fuera por Salamanca — dice Cervantes — según la opinión de muchos no dejara de ser loco« (II, 1), y otros. Estos títulos producían su efecto y dibujaban en aquel tiempo una sonrisa burlona en todos los labios. Su sátira de los eruditos a la violeta llega a su apogeo, cuando en el diálogo entre los dos canes sabios sobre los latinos, en la novela El Coloquio de los perros, dice Cipión: »Hay algunos, que no les excusa el ser latinos de ser asnos«, palabras que remacha Berganza: »Y yo he visto letrados tontos, y gramáticos pesados...«, palabras, por fin, que bien pueden aplicarse a no pocos críticos cervantinos. Otros cervantistas tradicionales, entre ellos A. González de Amezúa, ponen en entredicho sus conocimientos del turco y árabe. Sin embargo, ya el Padre Haedo en su Topografía de Argel (1612), al hablar de los cristianos cautivos en Argelia, dice que muchos de ellos sabían hablar muy bien las lenguas turca y árabe. ¿Pudo Cervantes que tuvo trato y comunicación, no solo con sus compañeros de infortunio sino con los mismos turcos, moros y renegados durante cinco largos años, no aprender dichas lenguas? ¿Era Cervantes menos inteligente que sus paisanos? Evidéncianlo algunas frases turcas y árabes esparcidas en sus comedias de la primera época, en las que trata del tema de los cristianos cautivos. En lo concerniente al árabe, don Quijote hasta enseña a Sancho a identificar las palabras árabes puntualizando que comienzan por a 1 (II, 67), hecho confirmado por la moderna filología. Pues bien, considero que ha llegado el momento de poner los puntos sobre las íes en este asunto. Cervantes era, para aquellos tiempos un verdadero políglota. Una sola pero atenta y detenida lectura de sus obras nos lo descubre a las claras. Entre las lenguas »sabias«, como a la sazón se llamaban las lenguas clásicas, además del latín tenía conocimientos del griego. En El Coloquio de los perros, Cipión explica la etimología de la palabra filosofía: »Este nombre se compone de dos nombres griegos que son filos y sofía, filos quiere decir amor, y sofía, la ciencia...« Además, él mismo forja palabras compuestas de vocablos griegos, como Pentapolín y otras. Daba indicios de poseer nociones, cuando menos rudimentarias, del alemán. En el encuentro entre Sancho y su vecino, el morisco Ricote, regresado 2 Acta 17 clandestinamente del extranjero y disfrazado de mendigo alemán, éste le pide dinero exclamando: »¡Guelte! ¡guelte!«, o sea, »Dinero, dinero!« (II, 54). También tenía asomos de francés. En El Licenciado Vidriera menciona la locución interjectiva Permafoy, que en francés moderno reza par m a f o i y quiere decir: a fe mía. Cita, además, el apellido P a p i n , dándole su significado etimológico de papista de acuerdo con su propósito satírico. Asimismo sabía el portugués. En la misma novela juega con el sentido de dos palabras lusas: tenho (tengo) y tinho (teño), y en el Quijote se sirve del nombre genérico carrasco, que significa verdugo, como apellido del clérigo Sansón Carrasco quien funge como mochín de los ideales de don Quijote. Conocía muchas voces del catalán, como se observa en las aventuras del bandolero Roque Guinart y Claudia Jerónima (II, 60), donde figuran lladres (ladrones), frade (fraile) y otras. Tuvo vislumbres del caló o la lengua de los gitanos como se desprende de la novela La Gitanilla y la comedia Pedro de Urdemalas. Hubo de conocer varios vocablos del vasco como se infiere de la comedia La casa de los celos. Se entiende que usó y comprendió la lengua franca o bastarda de Berbería, de la cual dice el Capitán cautivo »que no es ni morisca, ni castellana ... sino una mezcla de todas las lenguas con la cual todos nos entendemos.« (La gran sultana.) Conoció a fondo la germanía o la jerga del hampa, de la que dio una verdadera cátedra, tanto en la novela Rinconete y Cortadillo como en el episodio de los galeotes del Quijote (I, 22). Mas, el idioma que habló con soltura, fue el italiano que aprendió en la propia Italia, donde vivió cerca de seis años. Pruébanlo los italianismos que emplean en sus obras, así como varias palabras toscanas que intercala en el texto de sus escritos. Escribíalo corrientemente y aun llegó a componer versos, de los cuales dejó muestra en la comedia El laberinto de amor y en el Viaje del Parnaso. Entendió también algo del dialecto genovés (Viaje, VIII), así como del bergamés (La gran sultana) y del napolitano. Ahora bien, la afirmación de que Cervantes era poco conocedor de libros y de humanidades es simplemente ridicula, ya que leía muchísimo y no sólo leía sino devoraba libros. Él mismo dice que leía hasta los papeles rotos de las calles (I, 9). Y cuando él no lo dijera, lo dirían sus obras. Sólo ignorándolas, podrá negarse la copiosísima lección de las más diversas materias. Según datos recopilados por el hispanista A. Cotarelo y Valledor, Cervantes debió de leer alrededor de 430 autores y, cuando menos lo doble de libros (Cervantes lector, 1943). Sólo en el Canto a Calíope, inserto en su novela pastoril La Galatea, menciona y ensalza a 133 autores cuyas obras leyó, y en el Viaje del Parnaso pasa revista de 123 poetas, cuyos versos recorrieron sus ojos. Por otro lado, manejó más de medio centenar de libros de caballería que fueron leídos de cabo a rabo. En cuanto a humanidades, ya Marcelino Menéndez y Pelayo, refiriéndose a la cultura literaria del gran novelista, escribía: »Que Cervantes fue hombre de mucha lectura no podrá negarlo quien haya tenido trato familiar con sus obras ... Pudo Cervantes no cursar 18 escuelas universitarias ... pero el espíritu de la antigüedad había penetrado en lo más hondo de su alma.«3 Cervantes fue, pues, asiduo y gran lector. Y esto es tanto más meritorio, por cuanto no fue el tipo de escritor de asiento en una Corte, o del fraile erudito que goza de la quietud conventual teniendo a su alcance nutridas bibliotecas, como Góngora por ejemplo. Su inmenso saber fue logrado a costa de mucho trabajo y tiempo, siendo verdadero milagro el que pudiese hallarlo en su vivir andariego, falto de medios y reposo, sujeto a cada momento a los golpes de la mudable fortuna, pues poco conseguiría leer en las marchas, cuarteles y galeras; pero en las antesalas del cardenal Acquaviva, primero, en el hospital de Mesina, conveleciendo de sus gloriosas heridas, más tarde, y en las pasadas de Nápoles, estudió innumerables libros. Sus lecciones abarcaban todos los campos del saber. Así, ensalzando don Quijote, sosia de Cervantes, la ciencia de la andante caballería, afirma que entraña todas las ciencias del mundo y expone cómo el andante caballero — sinónimo de luchador por un mundo mejor y más justo — ha de ser sociólogo, jurisperito, teólogo, médico, astrólogo, herbolario, matemático, ha de saber nadar, herrar un caballo, y estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales (II, 18). No gozó el coloso de Alcalá sólo estas prendas y saberes sino otros que don Quijote omite, pues, como dice Sancho: »No hay cosa donde no pique y deje de meter su cucharada« (II, 22). En vista de tales y tantas lecturas cervantinas, no es fácil catalogarlas ni cabe en el marco de un artículo. Por ello, me limitaré a los más importantes autores y obras. Comenzando por la antigüedad grecolatina, salta a la vista la intimidad que Cervantes muestra con sus nombres y sus obras. Para demostrarlo, basta ya no leer sino sólo hojear la magna novela para darnos cuenta de ello. En verdad, allí están los de Homero y Marcial, Aristóteles y Cicerón, Platón y Virgilio, Demóstenes y Julio César, Hipócrates y Ovidio, Heródoto y Tito Livio, Heliodoro y Juvenal, Jenofonte y Tíbulo, y muchísimos más. No sólo conoce a autores italianos, sino que está saturado de Italia. En efecto, las citas de literatos italianos son incontables. Entre ellos figuran brillantes como Dante y Petrarca, Sannazaro y Tasso, Ariosto, Pulci, Boyardo y Boccaccio. Incluso conoció la producción de poetas de segunda, como Tan-silo y Serafino Aquilano. Se manifiestan en la obra cervantina, además, reminiscencias de Bembo, Policiano, Castiglione y otros más. Por descontado que nuestro novelista leyó la Biblia y, en especial, el Nuevo Testamento. Sus obras están llenas de citaciones tomadas de estos libros. Cuando se ha buscado su erasmismo, se ha opuesto la presencia de los índices de la Inquisición, para decidir por exclusión qué es lo que Cervantes podía leer, pero se ignoraba la lectura de libros prohibidos. Además, después de las investigaciones de los cervantistas progresistas, Américo Castro y Marcel Bataillon, no cabe ya duda alguna que Cervantes conocía las obras de Erasmo. Por otro lado, el gran escritor había leído toda la literatura española de los siglos XII, XIII, XIV y XV, dominaba completamente la del XVI y la de los comienzos del XVII, y estaba familiarizado con la portuguesa. Baste saber, que conoció Cervantes y trató a la mayor parte de los ingenios de su 3 El Quijote y la cultura literaria de Cervantes. 2» 19 tiempo, siquiera hubiesen sido los Argensolas que no lo dejaron llegar a una pobre recámara del virrey de Nápoles, conde de Lemos, y que tuvo la nobleza de citar a muchos que poco valían, bien así como en el Viaje del Parnaso. Huelga mencionar el Romancero, porque había leído todos o los más de los romances que se oyeron en los siglos anteriores y en el tiempo en que vivió. Leyó, también, todas o la mayoría de las crónicas, tanto anteriores a su siglo como contemporáneas. Ilústralo la estrecha amistad que llevaba con Luis Cabrera de Córdoba, el cronista oficial de Felipe II y Felipe III, su hijo. (Lo alaba en el Viaje del Parnaso, /.) La sabiduría popular, desgranada a manos llenas en las páginas cervantinas y particularmente en el QUIJOTE, hacen del libro un monumento folklórico. Sancho es un refranero vivo y su inagotable provisión de adagios, emulada en menor grado por otros personajes, hace patente la gran afición de Cervantes a esta clase de sentencias enjundiosas y pintorescas, así como su lectura de las principales recopilaciones de proverbios, en primer lugar, la de los Proverbios del Marqués de Santillana. Su nada común saber de la astronomía revela las nutridas lecciones de libros dedicados a esta ciencia. Patentízalo multitutd de tecnicismos de la esfera armilar y facilidad con que los maneja, como son: paralelos, zodiaco, eclíptica, coluros, polos y semejantes. Sabe que el Sol es mucho más grande que la Tierra {Persiles, III, 11), menciona varios planetas y cometas (Nu-mancia, IV). Por ello, debió de conocer la Cosmographia de Pedro Apiano, cosmógrafo de Carlos V. La pericia geográfica de Cervantes salta indudable cuando alude a las tierras y mares por él corridas y surcados. Así ofrece pormenores exactos sobre Nicosia, Chipre, Corfú y Malta (El amante liberal) y otros de Constan-tinopla (La Gran sultana), así como la precisión con que acusa la derrota común de las naves de América, lo cual presupone que había leído, así Suma de geographia (1519) de Martín Fernández de Enciso, como Geographia y descripción de las Indias, de Juan López de Velasco, por lo menos. En lo que atañe a las ciencias naturales, no estaba peor informado que otros escritores de su tiempo y, aun pienso que mejor, ya que se muestra gran conocedor de plantas y animales corrientes en sus días, y que traen las raíces desde los autores clásicos, entre ellos Plinio, oráculo de Miguel. De ciento pasan los animales y a ciento se aproximan los vegetales mencionados sólo en el QUIJOTE. Cita desde luego a Dioscórides como gran botánico y a su famoso anotador Andrés Laguna (I, 18). Era Cervantes hijo de un cirujano, y su hermana Andrea fue al menos en una ocasión, hábil enfermera, y entre sus amigos contó al licenciado Juan de Vergara »de Esculapio y de Apolo gloria y lustre«, (Viaje, IV) ya antes elogiado por Calíope. Bastan estas circunstancias para no serle extraña la medicina que aprendió, primero, en los libros médicos de su padre, y en los tratados de medicina, después. Entre éstos cabe mencionar los célebres Aforismos de Hipócrates, a quien nombra el QUIJOTE, llamándolo »norte y luz de la medicina« (II, 47—49). 20 Las bellezas de la medicina práctica descubiertas en las obras del gran Manco se refieren principalmente a la asombrosa, y aun científica pintura de locos, lo cual implica que había leído las obras del médico-filósofo, Huarte de San Juan, cuyas tesis sobre los temperamentos Cervantes aplicó con maestría inigualable a sus monomaniacos. Ahora bien, a la luz de lo anterior surge la pregunta: ¿Cómo compaginar la abundantísima lectura de Cervantes y su norme saber con el epíteto de ingenio lego? ¿Se puede atribuir tal disparate, más bien insulto, solamente a la envidia? ¡De ninguna manera! La cosa tiena móviles mucho más profundos y trascendentales que hay que buscar en el terreno ideológico, social y político. Realmente, en la medida en que se extinguían las mezquinas cuestiones personales con la desaparición física de los literatos contemporáneos, aparecían otro tipo de animadversiones, mucho más acentuadas y enconadas, provocadas por la revelación de la orientación netamente renacentista y radicalmente humanista de la magna novela por parte de la crítica progresista. En efecto, la reacción de las clases dominantes españolas sumamente conservadoras y retrógradas, en primer lugar del clero, no se hizo esperar. Primero trataron de anular la obra con otra, la espuria — de facto el AntiQuijote —, escrita por un eclesiástico, pero una vez fracasada la treta, quisieron desconocerla y hasta hacerla desaparecer. Así, su contemporáneo ex eclesiástico D. Saavedra-Fajardo (1584—1648), de origen aristocrático, no la menciona para nada en su obra La República literaria y tampoco a Cervantes. Fray Benito J. Feijóo (1676—1764), en su vastísimo Teatro crítico y sus Cartas eruditas, en donde se nombran centenares de autores y libros, no encontró un modesto lugar para citar una sola vez a Cervantes y su obra maestra. Los jesuítas en sus escuelas tronaban contra Cervantes tachándolo de hereje. El Padre Miguel Mir, quien abandonó la Compañía de Jesús, en 1891, pero conservó su condición de sacerdote, relata que en cierto colegio se celebró un auto de fe o quema de libros heréticos. Uno de los arrojados a las llamas fue el QUIJOTE, y, al lanzarlo se pronunció el anatema: »¡Por hereje, por impío, por ... liberal!« Así y todo, ante el peso y la evidencia de los argumentos que ponían en ridículo la tan traída y llevada tesis de la crítica tradicional, según la cual el QUIJOTE no sería más que una pobre burla de los libros de caballería, los comentadores conservadores, sobre todo los más lúcidos, como M. Menén-dez y Pelayo y F. Rodríguez Marín, llegaron a encontrarse ante el dilema: o admitir el verdadero legado cervantino poniendo en peligro su posición económica y social, o pasar por alto el contenido de la obra limitando sus investigaciones a la mera estética literaria, convirtiendo de tal manera las ideas cervantinas en tabú. Optaron por la segunda alternativa protegiendo sus intereses personales y tratando así de salvar su conciencia... Otros estudiosos de menor calibre empezaron a buscar defectos en cada capítulo e incorrecciones en cada página del QUIJOTE. Presuntuosos y soberbios estos dómines de Cervantes, queriendo demostrar su privilegiada memoria y faltos de talento creador, pero sobrados de erudición barata, sólo lograron conseguir lo contrario de lo que se proponían: las obras del principal hablista español alcanzaron así mayor relieve, trascendencia y crédito; el movimiento literario iniciado se hizo más señalado y grandioso, mientras que los detractores de las obras cervantinas quedaron en el más profundo olvido y sus escrito presa del polvo y la polilla. 21 Los glosadores más reaccionarios, empero, no se dieron por vencidos. Recurrieron a todo género de artilugios con el fin de desvirtuar y tergiversar al auténtico significado y mensaje del gran texto cervantino. Para ello se valieron de forzamiento del texto (Padre J. Cej ador y Frauca), sus enmendaduras arbitrarias (J. E. Hartzenbusch), y mutilaciones del mismo en forma de citaciones truncadas (Padre Moneva y Puyol). En resumen, el »pecado« que cometió Cervantes consistía en haber censurado a los intereses creados de las poderosas clases dominantes con el clero a la cabeza, dispuestas a tolerar el ataque a la gran mayoría de sus dogmas e ideas, pero nunca el ataque a la mínima parte de sus bienes materiales. Precisamente a ello se debe el que el genial novelista haya tenido que soportar postergaciones, atropellos y vejaciones en su vida, y menosprecios, tergiversaciones y mutilaciones de sus obras, después de su muerte. ¡Qué miserable es la crítica reaccionaria! 22