PAISAJES DE LA LITERATURA INFANTIL eslovena actual 1 INDICE SOBRE LOS TRADUCTORES: 5 ANDREJ ROZMAN - ROZA 7 PETER SVETINA 21 MAJDA KOREN 47 DESA MUCK 57 SUZANA TRATNIK 75 3 Sobre los traductores: Barbara Pregelj es profesora titular de la Universidad de Nova Gorica, investigadora, traductora, intérprete jurada y editora. En su función de traductora al esloveno y al español y del euskera, del catalán y del gallego desempeña un papel de mediadora entre los espacios culturales esloveno, ibérico e hispanoamericano. Como traductora e intérprete le interesa apasionadamente la cuestión de la lectura y la interpretación de los textos, y como editora cómo contagiar con el virus de la buena literatura a cuantos más lectores sea posible. Barbara Vuga nació en Liubliana, Eslovenia donde vivió hasta el año 2000 cuando se mudó a México. En Eslovenia empezó a interesarse por la literatura y diferentes lenguas extranjeras, la pasión que sigue cultivando en México donde trabaja como profesora. Su tiempo libre lo dedica a su familia, a su jardín y al arte. Santiago Martín Sánchez nace en Granada, España en 1969. Estudia Filología Española en la Universidad Católica de Nijmegen, Holanda (Katholieke Universiteit Nijmegen). Se especializa en el postmodernismo de la literatura española entre 1975 y 1991. Trabaja casi tres años en la „Casa del Traductor“ en Tarazona, España. Desde 1999 vive y trabaja en Ljubljana, Eslovenia. Es Lector de »Español con fines específicos« en el Departamento de Lenguas Modernas de la Facultad de Ciencias Sociales de Ljubljana. Colabora con el Instituto Cervantes de Ljubljana. Traduce literatura eslovena al español (Srečko Kosovel, Žarko Petan, Maruša Krese, entre otros). Santiago Martín también se dedica a dibujar cómics, en colaboración con autores eslovenos, para editoriales eslovenas. En su muro de Facebook de »Ljudožerci« se pueden ver dibujos y fragmentos de proyectos que está haciendo en la actualidad. 5 Andrej ROZMAN - ROZA (1955) 7 Es uno de los autores más destacados y de renombre de la literatura infantil y juvenil eslovena. La mayoría de su obra está en verso; hasta la fecha ha publicado 15 libros de poesía, y es también autor de una extensa obra dramática, ya que ha firmado más de cincuenta obras tanto para el público juvenil como para adultos. Ha sido incluido en distintas antologías y ha sido galardonado con diferentes premios literarios, entre ellos el premio de la LIJ Levstikova nagrada (1999), el premio a la obra satírica Ježkova nagrada (2005) y el premio de la capital eslovena Župančičeva nagrada (2009). Es el único escritor esloveno que ha sido galardonado con el máximo premio literario por su obra para el público joven, el premio de la Fundación Prešeren (nagrada Prešernovega sklada), en 2010. 8 Como Oskar llegó a ser detective (2008) es un cuento sobre un niño con dislexia que, a causa de sus problemas con la lectura, teme no ser lo suficientemente inteligente como para llegar a ser detective. Cuando una vez ve una serie sobre la piedra filosofal, le parece que ha dado en el blanco. Un día, cuando vuelve del colegio, entra en una joyería. Allí, el joyero, al principio, se ríe de él, pero luego tiene que reconocer que sin su ayuda no hubiera podido salvarse el pellejo. Un cuento extraordinario en el que el foco narrativo principal está en la presentación empática de los problemas que experimentan la mayoría de los niños con dislexia y también en una visión moderna de la niñez en la cual los papeles tradicionales de poder con frecuencia se invierten. Y también un cuento que nos habla de los problemas que pueden surgir en la vida cotidiana y que muchas veces no son tan difíciles de superar como puede parecer a primera vista. Acerca de los derechos de autor dirigirse a: roza@roza.si (Andrej Rozman Roza) Acerca de la traducción: barbara.pregelj@guest.arnes.si (Barbara Pregelj) 9 11 Como Oskar llegó a ser detective A Oskar la escuela no le gustaba demasiado. Ya el hecho de tener que estar sentado y callado mientras que la maestra podía andar por la clase y hablar, le parecía injusto. Le costaba entender por qué tenía que aprender a escribir con un lápiz cuando todo el mundo escribía tan sólo con ordenadores. Igualemente estúpidas le parecían las matemáticas. ¿Por qué habría de saber cuánto eran cinco más seis cuando esto podría calcularse mediante el calculador en su móvil? Cuando entró en la escuela pensaba que estudiarían cosas que le habían interesado. Por ejemplo, cómo se coloca un dispositivo de espiar y cómo se descubrían las huellas digitales. Porque cuando creciera Oskar quería ser un detective. Esta profesión era muy seria de ahí que no le gustara nada que la maestra le tratara como si fuera un niño pequeño preguntándole qué cosas eran redondas y cuántas patas tenía un gato. También cuando leían, leían solamente cosas de niños. Como si hubieran entrado en la escuela tan sólo para seguir siendo niños, se enfadaba. ¿Y por qué uno había de saber leer? Porque cuando a alguien le interesaba algo, podía escucharlo en la radio o verlo en la tele. “Para poder jugar los juegos en el ordenador, hace falta saber leer,” le dijo su compañero de clase Egon. Como Oskar no tenía ordenador, esto no lo sabía. Mamá le dijo que se lo compraría si estudiara diligentemente. Si hubiera tenido un padre, también habría tenido un ordenador, estaba convencido Oskar. Pero al padre de Oskar le importaban un bledo tanto Oskar como su madre, así que ellos, a su vez, también pasaban de él. Oskar ya estaba acostumbrado, por eso ya no le echaba de menos a su padre. En realidad, tampoco echaba de menos el ordenador. Su mamá y él tenían la tele. Si hubiera tenido un ordenador, pensaba, no le quedaría tiempo para ver la tele. Respecto a la lectura estaba de acuerdo que no era inútil del todo. Y no sólo para los juegos de ordenador. También el detective a veces se topa con algun mensaje que debe saber leer. Fue por eso por lo que a Oscar le fastidiaba todavía más que no avanzaba con la lectura. En matemáticas que le parecían mucho más inútiles, no tenía problema. Pero en la lectura se mareaba, las letras se confundían entre sí, apenas podía concentrarse y seguir con los ojos la estrecha línea de las palabras impresas. 12 Mientras que los demás compañeros ya leían con fluidez, él seguía deletreando y equivocándose, por eso la escuela se le hizo tan pesada que se alegró mucho cuando por fin logró constiparse y un día el termómetro marcó 38 grados. El resfriado duró solamente una semana en la que Oskar se lo pasaba de maravilla. Por la mañana dormía hasta la hora que quería, luego miraba los dibujos animados y apenas por la tarde, cuando volvió a casa su madre, se puso a leer. Leía los cuentos que le parecían estúpidos cosas de niños, pero los aguntaba a fin de aprender a leer fluidamente. Pero esto no sucedía. Así que un día cuando su resfriado casi se había terminado llegó a una conclusión muy triste. “¿Pero qué te pasa?” le preguntó la madre al ver sus lágrimas. “Nada.” “¿Estás triste porque ya estás sano y tendrás que volver a la escuela?” Oskar asintió. Pero tan sólo para no tener que decir la verdad. Le parecía bien que volviera a la escuela ya que tenía muchas ganas de contarle a Egon todo lo interesante que había visto en la tele. Lloraba por otra cosa. Había llegado a la conclusión de que tenía problemas con la lectura porque no era lo suficientemente inteligente. Y si no era intelegente, jamás podría llegar a ser un detective. Dos semanas después de su triste constatación que no mencionó a Egon siquiera, en un programa de televisión Oskar escuchó varias veces mencionar la piedra filosofal. No pudo entender todo lo que decían. Pero sí suficiente como para darse cuenta de que la piedra filosofal existía. Y esta piedra era lo que Oskar necesitaba, ya que su propio nombre indicaba que albergaba la sabiduría, de ahí que la persona que lo poseyera, sería muy sabia. Por eso le interesaba mucho dónde podría encontrarla. Primero le preguntó a su madre. “Que yo sepa,” le respondió la madre, “la piedra filosofal es algo inventado.” “¿Pero cómo va a ser ser inventada si el otro día hablaban de ella en la tele?” “El hecho de que hablen sobre algo en la tele no significa necesariamente que sea cierto,” sonrió la madre. Oskar sabía que había unas cosas sobre las que no podía hablar con su madre. Dado que tampoco se fiaba de la 13 maestra, la única persona con la que hubiera podido comentarlo, era Egon. Egon no vio aquel programa, pero sí, le prometió a Oskar buscar la información sobre la piedra filosofal en la red. Y los dos estaban conformes con que la piedra filosofal sería muy cara y probablemente la venderían donde venden las piedras preciosas. Puesto que Egon después de las clases se fue el entrenamiento, Oskar volvía sólo a casa. Como todos los días, también este día pasaba al lado de la Orfebrería del Gallo. “¿La piedra filosofal?” el orfebre Gallo miró a Oskar directamante en los ojos. “¿Te estás burlando de mi?” “No, sólo pensaba que acaso lo tenía,” logró a tartamudear Oskar, dando un paso atrás, hacia la puerta. Cuando el orfebre se dio cuenta de que le había asustado, se arrepentió de haberse enfadado tanto. “Espera,” dijo con una voz más amable “y dime por qué la necesitas.” “Quería saber cómo es y cuánto cuesta,” se avergonzaba Oskar de admitir que le hubiera gustado ser más inteligente. El órfebre se quitó las gafas y sonrió con picardía: “Pues la piedra filosofal es como un veteasaberque.” Oskar estaba avergonzado por tener que admitir que le quedaban muchas cosas por saber, pero aún así preguntó: “¿Y cómo es el veteasaberque?” “Anda, ¿de verdad no sabes cómo es el veteasaberque?” se asombró el orfebre. Oskar estaba todavía más avergonzado. Estaba tan apurado que miró al suelo. Entonces escuchó un risita del orfebre. Se reía con voz cada vez más alta y cada vez más sonante. Luego empezó a toser y a sofocarse y cuando por fin logró a tranquilizarse, apenas pudo decir: “Es que veteasaberque no tiene ninguna forma.” Oskar deseaba no haber entrado en la orfebrería. A él le interesaba la piedra filosofal y ahora tenía que soportarle al orfebre que en vez de la piedra filosofal evidentemente le faltaba una piedra mental. Quería despedirse pero el orfebre no le dejaba salir. “Bueno,” le decía, “¿ahora ya sabes cómo es la piedra filosofal?” repetía cada vez más pesado, de manera que Oskar empezó a pensar que con él era todavía más difícil hablar que con su madre y con la maestra. “Piensa un poco,” no dejaba de repetir el orfebre, “la piedra filosofal es como el veteasaberque y el veteasaberque no tiene ninguna forma. 14 Entonces, ¿cómo es la piedra filosofal?” Oskar tenía ganas de salir y de olvidarlo todo. Pero no tenía más remedio que responder algo. “Debe de ser invisible,” le dijo. Y en seguida se arrepintió. “¡Invisible!” exclamó contento el orfebre. “Conque la piedra filosofal es invisible!” Se echó a reír con tanta intensidad que los ojos se le llenaron de lágrimas. A Oskar le parecía que un sonido parecido debían de emitir monos de colores especialmente llamativos que aparecían en el Animal Planet. Mientras que el orfebre se estaba muriendo de carcajadas, se acercó a la puerta y la abrió. “Espera, ¿adónde vas? ¿Pero no querías ver la piedra filosofal?” logró decir a pesar de las carcajadas. Oskar se paró. Claro que quería ver la piedra filosofal. A eso había venido. “La tengo guardada en la caja fuerte.” A Oskar le pareció que el orfebre le seguía costando reprimir la risa. Pero decidió aguantar otra risa desagradable con tal de poder ver por fin la piedra filosofal y contarle sobre ella el día siguiente a Egon. La caja fuerte estaba escondida debajo de la barra. “Cuidado, no le des a este botón,” el orfebre señaló un gran botón rojo que brillaba en la parte del vendedor de la barra. “Este botón está aquí para el caso de que entraran los ladrones. Si lo pulsas, se activa un alarma. Y menos mal que los ladrones no saben que tengo la piedra filosofal, por eso todavía no se han dejado ver por aquí.” Por un momento breve al orfebre volvió a ganarle la risa. Luego le pidió a Oskar que se diera la vuelta porque iba a teclear los números secretos con los que se abría la cerradura. “Aquí guardo las piezas que muestro sólo a los clientes más serios,” explicaba al abrir la puerta pesada. Oskar vio unas piezas de oro y unas maravillosas piedras pequeñas. “Estos que brillan con más intensidad son los diamantes,” apuntaba el orfebre con la linterna a distintos puntos de la caja fuerte. “Los dos verdes son esmeraldas. Los rojos son rubís. El violeta es amatista. Los azules son zafiros. A su izquierda está la piedra filosofal.” “Pero si allí no hay nada,” se sorprendió Oskar. 15 “Sólo te parece. En realidad está allí una de las piedras filosofales más grandes y más bellas del mundo.” “¿Pero cómo puede ser la más bella del mundo si es imposible verla?” “Lo esencial es invisible a los ojos. Y la piedra filosofal no es más que la esencia. Pero tú no lo puedes entender porque eres demasiado joven. Hay muchos adultos que tampoco lo entienden. Por eso la diferencia entre distintas piedras filosofales pueden percibirla sólo los expertos,” el orfebre seguía apuntalando hacia el sitio donde Oskar seguía sin ver nada. “¿Pero esto de verdad quiere decir que la piedra filosofal es invisible?” Ahora Oskar no entendía por qué el orfebre se echó a reír cuando él dijo que la piedra filosofal era invisible. “Y no sólo es invisible, también es impalpable,” continuaba el orfebre. “Por eso es todavía más valiosa. Si quieres, puedes constatarlo tú mismo al tocarlo.” Oskar extendió el brazo y empezó a palpar por izquierda de los zafiros. No sintió nada. El orfebre rompió a reírse descaradamente y Oskar se dio cuenta de que no tenía ninguna piedra filosofal sino que sólo se aprovechaba de su desconocimiento para burlarse de él. Se sentía realmente muy mal mientras que el orfebre a su vez se moría de risa. De repente el orfebre miró hacia la puerta, palideció y se quedó callado. Oskar no pudo ver qué fue lo que le había impactado tanto. Por ser pequeño la barra le impedía ver lo que estaba viendo el orfebre. No obstante, no tardó mucho en darse cuenta de lo que pasaba. “¡Manos arriba! Esto es un robo!” gritó una voz desconocida. El orfebre levantó las manos. Con la mano derecha seguía sosteniendo la linterna. Oskar miró el botón rojo debajo de la barra. El orfebre no pudo pulsarlo porque tenía las manos en el aire. El ladró no pudo imaginarse que había alguien detrás de la barra porque de la misma manera que Oskar no pudo verlo, tampoco el ladrón le veía al Oskar. Pero esto no podría permanecer durante mucho tiempo así. Porque sería demasiado tarde en cuento el ladrón alcanzara la barra. Oskar dejó de pensar. Extendió el brazo y apretó el botón. En la calle empezó a sonar un chillido infernal. “¡Mierda!” exclamó la voz. Se oyó el ruido de la puerta y seguidamente durante algunos ratos no ocurrió nada. De no ser por el alarma, dentro de la orfebrería reinaría un silencio total. El orfebre bajó lentamente las manos y se apoyó con ellas 16 sobre la barra. Y luego le miró a Oskar quien seguía acurrucado al lado del botón rojo. “Yo me burlaba de ti, pero resulta que eres mucho más listo que yo,” logró a susurrar. “No sé cómo agradecerte.” Oskar sabía que el orfebre esta vez hablaba en serio. Hace poco pensaba que era el niño más tonto del mundo mundial, sin embargo ahora estaba convencido que no debía de ser tan estúpido si era capaz de decidir por sí mismo e impedir con apretar a tiempo el botón que robaran la orfebrería. Estaba tan contento consigo mismo que le pareció que en aquel instante empezó su vida de detective. Seguía teniendo problemas con la lectura, le faltaban muchas cosas por saber, pero a pesar de ello había sido capaz de impedir el robo de la orfebrería. De allí que miró al orfebre seria y decididamente: “Dígame la verdad: ¿existe la piedra filosofal?” “No,” dijo el orfebre. “En la Edad Media creían que existía y que con su ayuda sería posible convertir los metales en oro. Y si hubiera existido de verdad,” sonrió el orfebre, “habría en el mundo mucho más oro y por ello este perdería su valor.” . Si la piedra filosofal no existe para que uno llegue a ser más listo, no pasa nada si no existe de verdad, pensó Oskar. “¿Qué ha pasado?” volvió a escucharse una voz de alguien detrás de la barra que Oskar no pudo ver. “Un ladrón con la pistola,” respondió secamente el orfebre. De repente dejó de escucharse el sonido del alarma y la voz del otro lado de la barra dijo: “Menos mal que ha sido capaz de apretar el botón. Mucha gente se asusta tanto cuando entran los ladrones que no puede ni moverse.” “Bueno, yo también me he asustado tanto que terminé hecho una piedra,” dijo el orfebre. “Solo pude levantar las manos al aire y no me moví hasta que el ladrón se haya marchado.” “Entonces, ¿cómo logró pulsar el botón?” estaba curioso el del otro lado de la barra. “Pues no lo he hecho.” A Oskar le ha parecido que el orfebre estaba a punto de romper a carcajada. “¿Cómo que no logró a hacerlo, si el alarma se haya disparado?” la voz desconocida se estaba inquietando. También Oskar tenía ganas de reírse. Estaba observando al orfebre, 17 esperando a ver su reacción. De echo éste rompió a reírse. “¡Esto ya es el colmo!” tronó del otro lado. “¡Venimos a ayudarle y mientras tanto, usted se burla de nosotros!” “Perdone, pero todo lo que le he dicho es verdad,” se puso serio el orfebre. “¿Quiere decir que el alarma fue activado por una fuerza desconocida e invisible?” “Efectivamente, así fue,” se rió el orfebre. Antes de que la voz en el otro lado volviera a enfadarse, el orfebre por fin dijo que esta fuerza desconocida e invisible en realidad era Oskar. Oskar salió de detrás de la barra y ahora fueron los tres policías que vinieron a desconectar el alarma los que se echaron a reír. El jefe le alabó a Oskar por actuar de manera tan lista y decidida, y luego se despidieron y se marcharon. También Oskar se disponía a marchar, pero el orfebre le dijo que esperara un momento. “Puesto que no tengo la piedra filosofal quiero que elijas una de las que sí tengo. Si bien no tienen poderes mágicos, al menos tienen el maravilloso poder de belleza.” Oskar escogió al rubí. Como era rojo le recordaba al botón con el que encendió el alarma. “Porque lo has ganado con tu inteligencia,” le dijo al despedirse el orfebre, “este rubí en realidad es una especie de la piedra filosofal. Tu piedra filosofal.” Oskar les enseñó a su piedra filosofal tan sólo a Egon y a su madre. Luego lo guardó en un cajón y estaba muy orgulloso de ella. Y cada vez que lo veía se dijo que en realidad no estaba tan tonto como algunas veces le parecía ser. Traducción de Barbara Pregelj 18 19 Peter SVETINA (1970) 21 Cuando era pequeño, Peter Svetina estaba convencido que de mayor sería detective, pero por casualidad empezó a estudiar Medicina, para terminar en Filología Eslovena. Es profesor de literatura eslovena en la Universidad de Klagenfurt en Austria y uno de los mejores autores contemporáneos de la literatura eslovena. Ha firmado más de treinta títulos de cuentos y libros de poesía para pequeños y grandes lectores. Su obra destaca por mantener un fuerte vínculo con la realidad cotidiana, los juegos de palabras y un sentido del humor singular que han convencido tanto a los pequeños lectores y sus padres como a los expertos en literatura. Ha sido galardonado con los premios más destacados de la literatura infantil y juvenil eslovena, varias veces incluido en la lista de los White Raven y ha sido seleccionado como candidato esloveno al ALMA. Ha sido traducido al alemán, inglés, coreano, lituano, polaco y español. 22 En una ciudad común y corriente del Norte vive una familia de morsas: el papá morsa, la mamá morsa y el pequeño morsa. Son una familia normal y su vida transcurre tranquilamente hasta que el pequeño morsa decide que ya no quiere cortarse las uñas. Al principio las uñas son cortas y no molestan demasiado, pero, según crecen, aumentan también los problemas. El pequeño morsa ya se está desesperando cuando al Norte llega una orquesta en la que por fin podrán emplear también al pequeño morsa. Un cuento sobre las diferencias con el que nos damos cuenta de que cada uno, siendo como es, tarde o temprano encuentra su lugar en el mundo. Del pequeño morsa que no quería cortarse las uñas (1999) es uno de los primeros cuentos publicados por Svetina, si bien fue recibido con mucha simpatía tanto por el público como por los expertos de la LIJ. El cuento se dramatizó y tradujo al alemán. Al autor, el éxito le animó a escribir una segunda parte: El pequeño morsa tiene gafas (2010). Acerca de los derechos de autor dirigirse a: Peter.Svetina@aau.at (Peter Svetina) Acerca de la traducción: barbara.pregelj@guest.arnes.si (Barbara Pregelj 23 25 Del pequeño morsa que no quería cortarse las uñas Muy lejos, en el Norte, en una ciudad construída sobre el hielo flotante, vivían papá morsa, mamá morsa y su hijito morsa. La madre morsa estaba bañando a su hijito morsa en un baño marino. “Bueno, y ahora vamos a cortarte las uñas,” le dijo. “¡No, no!” exclamó el pequeño morsa. “¡No, las uñas no!” “Pero morsita,” le decía su madre, “las uñas hay que cortarlas.” “Pero si las morsas tampoco nos cortamos los bigotes,” le respondía su hijito. “Los bigotes son otra cosa,” pacientemente le explicaba su mamá, “los bigotes son el adorno de la cara.” “Pero también las uñas son adornos de las aletas,” insistía el pequeño morsa. “Bueno,” suspiró su madre, “ya cambiarás algún día de opinión.” Pero el pequeño morsa no cambió de opinión. Jamás se cortaba las uñas. Es verdad que las uñas de las morsas crecen muy despacio, un milímetro cada dos años, pero sí que crecen. Cuando el pequeño morsa tuvo que ir a la escuela las uñas eran ya tan largas que empezaron los problemas. Si sus compañeros jugaban al balón y era el pequeño morsa quien lo había cogido, de pronto sonaba ¡bum! y el balón explotaba al dar con la puntiaguda uña del pequeño morsa. Y cuando los alumnos decoraban su escuela con los globos antes de las Navidades, el pequeño morsa apenas podía tocarlos. Cuando terminó la escuela, quiso entrar a trabajar. Pero no tuvo suerte. Ni en la fábrica de conservas ni tampoco en el Banco Polar lo querían emplear. Le dijeron que sus uñas podrían agujear las conservas y también los billetes. Triste, el pequeño morsa un día decidió que se ganaría su pan en el mundo. En una maleta metió su cepillo para los colmillos, un peine para los bigotes y unas zapatillas, besó a sus padres y desapareció en el mar. Viajó hasta lejanos países. Allí buscó trabajo en los parques zoológicos y en los circos. Pero en todas partes le decían lo mismo: “Nos gustaría que trabajases aquí, pero tendrías que cortarte las uñas.” Un día llegó a una gran ciudad. Desesperado se sentó a la orilla del mar. 26 No sabía qué hacer. De repente oyó una agradable música que venía de una casa grande y ostentosa. El pobre morsa siguió los sonidos para alegrar al menos un poco su triste alma de morsa. Se asomó a una ventana abierta. Y vió una sala de conciertos llena de gente. En el escenario había una orquesta, y en ésta tres zorras polares que tocaban el violín, dos osos polares el chelo, una foca el clarinete y dos alces el cuerno. El ciervo polar era quien dirigía la orquesta. Pero, ¡qué música era esta! Cuando los músicos al final del concierto estaban recogiendo sus instrumentos, vieron al triste morsita asomado por la ventana. “¡Oye, amigo!” le gritó el ciervo polar, “¿no te alegró nuestra música?” “Sí, sí que me alegró,” le respondió el pequeño morsa, “pero cuando dejasteis de tocar de nuevo me puse triste porque me acordé de que no he encontrado ningún trabajo.” “¿Y qué es lo que sabes hacer, amigo?” le preguntó el ciervo polar. “Aún no lo sé, aunque podría aprender,” le respondó el pequeño morsa, “pero ni siquiera me dejan. Me dicen que debería cortarme las uñas.” Y todo triste mostró sus primeras aletas al director de la orquesta. “¡Pero bueno, si esto es increible!” exclamó el ciervo polar. “¿Cómo es que has tardado tanto? ¿Sabes que nosotros desde hace ya más de seis meses buscamos a alguien con las uñas lo suficientemente largas como para poder tocar el contrabajo? Es que hemos perdido el arco. Si quieres puedes empezar a trabajar enseguida.” El triste morsa apenas pudo creer lo que había oído. Y así el pequeño morsa empezó su aprendizaje musical. Después de un mes ya tocaba con su orquesta en un concierto. Y en el concierto siguiente y después ya en todos. Así, por fin, al pequeño morsa le sonrió la suerte. Y hay más. En poco tiempo la orquesta empezó su gira por los mares del Norte. El pequeño morsa mandó a sus padres un telegrama, avisándoles de su llegada. ¡Qué felices estaban en el Auditorio al verle tocar! Traducción de Barbara Pregelj 27 29 30 En medio de la felicidad y el jueves por la mañana (2016) Esta es una curiosa historia con unos personajes bastante particulares: un profesor que quiere demostrar con el cálculo que también en verano puede nevar y dos chicas, una muy alta y la otra muy baja, que tienen una misión especial y a las que les sobra imaginación y falta dinero para poder pernoctar en un hotel. Una obra de Peter Svetina llena de diferentes juegos y pequeños milagros, ilustrada por Kristina Krhlin. Acerca de los derechos de autor dirigirse a: sodobnost@guest.arnes.si (Katja Kac) Acerca de la traducción: bvuga@itesm.mx (Barbara K. Vuga) 31 En medio de la felicidad y el jueves por la mañana El profesor Pedro Montañés estaba parado junto a la ventana abierta viendo las espesas gotas debajo del techo que iban tomando la forma de delgadas líneas lluviosas. Hoy presentaba su investigación, pero no había podido convencer a sus compañeros. Sus cálculos no salían. Las delgadas líneas eran cada vez más espesas, pero a pesar de la lluvia el ambiente seguía caluroso. Era un cálido día de verano. Tocaron. Como no contestó, volvieron a tocar. Luego se abrió la puerta y entraron dos señoras. Una era alta. Se arregló la cinta del pelo y con la mano derecha se acomodó tres anillos de la mano izquierda. La otra, que era más baja y venía llamiéndose los labios, metió de un jalón una bolsota de plástico que cargaba en una mano. En la otra mano llevaba un estuche con una guitarra. »Disculpe,« preguntó la alta, »¿podría prestarnos dinero para el hotel?« El profesor Montanés las estaba viendo sin ver. »Disculpe,« volvió a decir la alta, »¿podría?« »¿Cómo?« respondió el profesor que apenas se percató de su presencia. »Que si nos podría prestar dinero«, repitió la alta. La baja se lamió los labios y asintió. »Ajá,« contestó el profesor Montañés. Y después nada. »Entonces, ¿podría?« volvió a preguntar la alta. »Pero si allí está bajo cero, entonces podría nevar, por supuesto.« »¿Perdón?« »Ah, nada, nada, disculpen ... ¿de qué estábamos hablando?« »Que si nos prestaba para el hotel.« Sin palabras, el profesor sacó unos billetes de su cartera. »Al concierto, por favor,« dijo en la noche la alta cuando estaban sentadas en un taxi. »Tenemos que regresar la guitarra.« La baja estaba abrazando la bolsota de plástico que había cubierto con el estuche de la guitarra. Apenas se le podía ver detrás de todo eso. Se lamió fuertemente los labios. »Bueno,« dijo el taxista. »¿Y dónde es ese concierto?« »Pues, en la sala,« contestó la alta. »Bueno,« volvió a decir el taxista y arrancó. »Disculpen,« insistía la alta mientras se arreglaba los anillos en la mano 32 izquierda. Y después también la cinta del pelo. »Sería tan amable en dejarnos entrar ya?« Estaba hablando con el guardia que de ninguna manera quiso permitirles pasar por la puerta lateral por la que entraban los participantes. La baja se lamió fuertemente los labios, agarró la bolsota de plástico y la guitarra, pasó de alta al guardia y se fue hacia al escenario. »Vámonos ya.« El hombre se volteó estupefacto tras ella y fue cuando pasó la alta también. Se dirigían hacia el escenario. Allí hubo una confusión momentánea. El baterista estuvo haciendo señas con los ojos al tecladista y al cantante de que había dos mujeres subiéndose al escenario. El bajista estaba indicándole con la mano al guardia que hiciera algo. Seguian tocando. El cantante fue el único callado porque no sabía qué hacer. La baja se le acercó y le gritó, con la canción a todo volumen: »Le trajimos la guitarra. Usted la dejó en nuestra ciudad después del concierto.« El cantante la miró atónito. Hacía dos días que la había olvidado junto al escenario en un parque de Graz donde tocaron. No la habían econtrado. Y esa sí que era su guitarra. Mientras el grupo seguía tocando, el público cantaba y algunos silbaban. Esa noche se la pasaron bailando. Bailaron por las calles vacías, por los estacionamientos vacíos, se levantaron al aire. Y bailaban. El abuelo me contaba que cuando los locos bailan por los aires, los adultos nunca miran hacia el cielo. Y es verdad: nadie las vio bailar por los aires. Nadie, excepto el taxista. Pero este no se lo dijo a nadie porque seguramente le habrían dicho que estaba borracho y le habrían quitado el carnet de conducir. Esto pasó el miércoles por la noche. El jueves por la mañana estuvo nevando. »Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete,« dijo la alta y se acomodó la cinta del pelo. Con su mano derecha estaba sosteniendo la tapa de un contenedor de basura. Contaba los copos de nieve que caían sobre ella. »Treinta y ocho,« dijo la baja y se lamió los labios. »Ganaste.« »Sabes qué, nos falta regresar el dinero,« dijo la alta y sacó del bolsillo unos billetes con los que la noche anterior las había cubierto el cantante por haberle 33 devuelto su guitarra. »No está,« dijo la baja y se lamió los labios. El profesor Montañés no estaba en su gabinete. »Ya quedó,« dijo la alta y metió los billetes en una ranura del marco de la puerta. Mientras tanto, el profesor Pedro seguía parado junto a la ventana de su casa. Estaba nevando. Estaba nevando de verdad. En medio del verano. Después de todo sus cálculos no estaban mal. »Qué raro,« estaba pensando, »aunque me equivoqué, mis cálculos no estaban mal ... qué raro.« La alta se acomodó la cinta del pelo y con la derecha los anillos de la mano izquierda. La baja se lamió fuertemente los labios y levantó la bolsota de plástico del banco. »¿Quieres un cuernito?« le preguntó la alta. »¿Dos?« preguntó la baja. »Sí, dos,« dijo la alta. »Dos cada una.« Hacia la tarde dejó de nevar. Traducción de Barbara Vuga 34 35 37 38 El vecino debajo del techo (2016) Esta es una colección de cuentos cortos centrada en personajes particulares a los que les pasan cosas muy curiosas. Entre otros conocemos, por ejemplo, al gracioso señor Antonet, que tiene la suerte única de pasar por la calle más estrecha del mundo. Y de atascarse con el codo en una de las casas. Es muy difícil ayudarlo y menos mal que los hay que se enamoran y gracias a efectos curiosos del enamoramiento pueden salvarse. En otro cuento del libro, nos quedamos atrapados con un autobús de músicos en un agujero de la calle. Al principio parece que vamos a permanecer allí junto a ellos para siempre, pero por suerte su música nos ayudará a salir del apuro. Una entretenida colección de cuentos nonsense, ilustrada por Peter Škerl. Acerca de los derechos de autor dirigirse a: sodobnost@guest.arnes.si (Katja Kac) Acerca de la traducción: bvuga@itesm.mx (Barbara K. Vuga) 39 ¡Picolísimo! Los niños habían cavado un hoyito en la calle y se fueron a casa por unas canicas. En este tiempo pasó un autobús. En el autobús viajaba una alegre banda de viento. El chofer no se dio cuenta del hoyito, no frenó, TRAAAS: ¡que el autobús se cae al hoyo! Los músicos bajaron del autobús y se quedaron observando las lisas paredes que se levantaban altas sobre ellos. »Hm, y ahora, ¿cómo vamos a salir?« »Si hacemos una torre, tal vez la logramos.« No la lograron. El segundo pudo treparse a los hombros del primero, el tercero a los del segundo, pero después ya se inclinaron tan peligrosamente que prefirieron no seguirle. »Llamemos a los bomberos.« »O al helicóptero.« »¡Pero si tenemos las escalas!« Esta fue la voz de la flautista Aída Flauterio. Tomó su flauta y tocó: do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re ... Y hasta allí llegó. La escala no llegó ni a la mitad de la empinada pared. »Ajá,« dijo Tadei Túbez. Él tocaba la tuba. Como todos los tubistas, él también era un hombre de pocas palabras. Prefirió hacer sonar su instrumento. Tocó muy bajo: do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti ... En ese punto, Aída Flauterio retomó la escala: do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re ... ¡Pero no fue suficiente! ¡Todavía no fue suficiente! »Picolísimo«, exclamó Iania Pequeño y tomó su flautín. Tadei Túbez volvió a empezar de abajo: do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti... ... do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti, do, re ... siguió Aída Flauterio... ... y al final entró Iania Pequeño: mi, fa, so, la, ti, do, re, mi, fa, so, la, ti, 40 doooooooooo! La escala se asomó del hoyo. ¡Pero qué buena suerte! Los músicos de la banda de viento fueron saliendo uno tras otro del hoyo. El último iba el percusionista Alejo D'Obesse. »¿Y el autobús?« »Ja.« Esto lo dijo Tadei Túbez. Miró a su alrededor y vio a un enorme perro de largo pelaje. »Bob Tail.« Así se presentó el perro. »¿Puedo ayudar?« Alrededor del cuello le ataron un cordoncillo con el que jaló el autobús a la luz del día. El autobús quedó todo estresado así que se marchó a la primera gasolinera por dos decilitros de gasolina. Los músicos de la alegre banda de viento siguieron por la calle. Tocaron sin parar. Y Bob Tail ladróaba en las pausas. ¿Y los niños que habían cavado el hoyito? Jugaron con las canicas toda la tarde. Depués taparon el hoyo. Por eso ya no está. 41 De la calle más estrecha Esto no era la calle más pequeña. Tampoco era la calle más corta. Era simplemente la calle más estrecha. Sin duda también la calle más estrecha de todo el mundo. Se ubicaba en la ciudad, entre dos casas de tres pisos. Cuando mirabas hacia arriba entre las dos tejados, divisabas una ranura del cielo por la que tal vez podría caber una carta caída desde un avión de correos. Se sobreentiende que por esta calle podían caminar solamente los más esbeltos. Estos que tienen piernas delgadas, manos delgadas, traseros delgados, cabezas estrechas y sombreros estrechos. También en las dos casas, en la de la derecha y la de la izquierda, tenían que vivir puros flacos. Si a alguien se le ocurrió comer demasiado, tenían que bajarlo por la ventana a la calle principal. Este fue un evento que atraía a la ciudad masas de turistas. En la casa del lado derecho de esta angostísima calle vivía el señor Antonello Krzich. Era tan delgado que podías divisar el trago del té cuando viajaba desde su garganta hacia su panza. Y sucedió que un día el señor Antonello iba de regreso a casa. En el mercado había comprado unas ciruelas para preparar una tarta. Estaba a punto de comerse la ciruela que llevaba en la mano cuando se tropezó, en medio de la angostísima calle, con una hermosísima y delgadísima dama. Todo hubiera estado muy bien si se hubiera quedado en un saludo: ¡Buenos días! ¡Buenos días! Y así. Pero el señor Antonello llevaba un sombrero. Y cuando traes puesto un sombrero, es de buena educación quitártelo en señal de saludo. Y fue lo que hizo el señor Antonello: se quitó el sombrero. Pero qué mala suerte. Quedó atorado entre las dos paredes de la angostísima calle, con el sombrero de un lado y el codo en el otro, y ya no se pudo mover. »Ojojo,« dijo, »¡ojojo!« »Me parece que se quedó Usted atorado,« dijo la dama. El señor Antonello tragó saliva, como en señal de consentimiento. Se veía, se veía claramente cómo bajaba la saliva desde la garganta hacia la panza. »Qué le digo,« le contestó, »es cierto, me quedé atorado.« La dama intentaba moverle el brazo. »No se deja,« dijo. 42 El señor Antonello volvió a tragar saliva. »No se deja,« dijo él también. »Y ahora, ¿qué hacemos?« preguntó la dama. Así fue cómo siguieron las palabras. ¿Y dónde vive Usted? ¡Ah, aquí? Yo también. Yo en esta parte. Ajá, ¿y Usted en esa? ¡Qué gracioso! Y nunca nos hemos conocido. Mi nombre es Antonello Krzich. Francesca, Francesca Pokershnik. Vaya, así de cerca vive uno y ni cuenta se da, ¿verdad? Ah, ah. Discúlpeme Usted, solamente puedo ofrecerle mi mano izquierda. No pasa nada, no pasa nada, esta va todavía más del corazón. Ah, ah. Antes que nada convendría liberar su mano, sin duda. Sí, sí, por supuesto. ¿Pero cómo piensa Usted hacerlo? Pues, si somos casi vecinos y ya que Usted vive enfrente ... Espéreme ... Y se fue la señora Francesca a su departamento y empezó a abrir un hueco en la pared de la cocina que daba a la angostísima calle. ¡Pum, y que aparece el sombrero! »¡El sombrero ya se ve!« exclamó ella. El señor Antonello logró meter su muñeca por el hueco de la cocina. La giró para relajarla. La señora Francesca le colocó un vaso con agua en la palma de la mano. »Por si tiene Usted sed,« le dijo. »Muchas gracias,« se oyó desde la calle, »pero no lo puedo llevar a la boca.« »En otra ocasión entonces,« le contestó la señora Francesca. El señor Antonello pudo retraer su brazo, pero cuando quiso rascarse detrás de la oreja, se le volvió a atorar entre las dos paredes. »Pues, así estamos,« le dijo a la señora Franchesca cuando ella salió a revisar la situación. »Así estamos,« dijo ella. El señor Antonello seguía atorado. Y que se le ocurre a la señora Francesca que quizás valdría la pena intentarle por el otro lado también. Se fue al departamento del señor Antonello y empezó a abrir un hueco en la pared de su cocina. »¡Ajá, ajá!« exclamó con alegría al ver el codo que se asomaba por el hoyo. »¡Resuelto!« gritó victorioso desde la calle el señor Antonello. Por fin pudo liberar su brazo atorado. 43 Así fue como terminó aquel día la salvación del brazo del señor Antonello. Así se conocieron la señora Francesca y el señor Antonello. Qué pasó después ya no lo sé muy bien. Lo que sí sé es que aquella ciruela que el señor Antonello traía en la mano para comérsela por el camino cayó al suelo. Con el tiempo del hueso brotó un arbolito. Un ciruelo muy pequeño que poco a poco llegó a ser el ciruelo más estrecho del mundo. Creció más allá del tejado y extendió su frondosa copa sobre las dos casas. La señora Francesca y el señor Antonello suelen recoger sus frutos cada fin de verano. Luego hacen la tarta de ciruela que también se ha vuelto célebre. La sirven a las masas de los turistas que desde la calle principal siguen con alegría la bajada de algún habitante de la angostísima calle que había comido demasiado. Traducción de Barbara Vuga 44 45 Majda KOREN (1960) 47 Es una escritora de literatura infantil y juvenil que vive y trabaja en Liubliana. Licenciada por la Facultad de Educación con una tesina sobre la literatura infantil y juvenil. Ejerce como maestra en una escuela primaria de Liubliana, es miembro de la Asociación de Escritores Eslovenos, colaboradora de la revista eslovena de LIJ Ciciban y autora de más de treinta guiones para el programa de televisión titulado Radovedni Tač ek ( El patito curioso) y unos quince guiones para un programa de viajes para jóvenes (De mi bolso de viajes). Publica textos literarios con fines didácticos que son utilizados por maestros y maestras en los primeros años de la escuela primaria ( Cuentos para matemáticas, Los líos de palabras, etc.) y también artículos que tratan el tema de la educación y la formación; como columnista participa en la revista Didakta. En calidad de escritora de vez en cuando visita las escuelas eslovenas en el extranjero y da cursos sobre sus experiencias con los métodos didácticos de María Montessori y sobre la alfabetización informática entre los más jóvenes. Acerca de los derechos de autor dirigirse a: sodobnost@guest.arnes.si (Katja Kac) Acerca de la traducción: santiago.martin.sanchez@gmail.com (Santiago Martin Sanchez) 48 Hazme un cuento (2017) Este álbum fue publicado simultáneamente en Eslovenia (Kud Sodobnost) y, en su traducción polaca, en Polonia (Ezop) y es fruto de la colaboración de Majda Koren, una reconocida autora de textos eslovena, y Agata Dudek, una renombrada ilustradora polaca. La historia se centra en el protagonista Tesoro, un conejo muy quisquilloso en cuanto a la comida, y en su preocupada madre, que ya no sabe qué prepararle para comer. Un día el hijo le pide que le haga un cuento y, como es tan difícil complacerle, va preparándolo cada día en una cazuela distinta. ¿Queréis saber qué truco utiliza para complacer sus papilas lectoras? Habrá que leer el cuento. 49 51 Hazme un cuento Tesoro era muy quisquilloso en cuanto a la comida. La sopa siempre le parecía demasiado aguada, las patatas, demasiado saladas y la ensalada, demasiado verde. –Tesoro, ¿qué quieres que te haga para almorzar? –preguntó su madre, ya que no sabía más qué preprararle. El pequeño se colocó en medio de la cocina, se llevó las manos a las caderas y dijo con determinación: –¡Hazme un cuento! Y la madre se puso manos a la obra. Sacó una olla rosa con lunares verdes, le echó agua y la puso en la hornilla. Cuando el agua empezó a hervir, echó una pizca de sal, dos patatas y una cucharadita de polvo de diente de serpiente y tres cucharadas de risa. Después, lo removió y volvió a removerlo con su cuchara de palo más grade. En la olla se formó un borboteo extraño, de allí salían nubes de vapores. Una vez cocido el cuento, la madre apagó la hornilla. Metió el cazo tres veces en la olla y llenó el plato de su Tesoro. –¡El cuento está listo! –gritó y puso el plato en la mesa. Tesoro vino corriendo del salón donde había estado jugando a las canicas y se sentó a la mesa. Con la cuchara cogió un poco del cuento y se lo llevó a la boca. –¡Oooh! –exclamó. Sorprendido, dio un salto en la silla al observar, en su cuchara, un pequeño dragón rosa, salpicado de lunares verdes y con coletitas azules en la cabeza. –¿Pero qué “oooh”? ¿Sólo “oooh”? ¿Acaso no me tienes miedo? ¿No vas a gritar de espanto? Soy un temible dragón. ¡Tan temible que puedo arrancarte la nariz o tirarte de las orejas! –alardeó el diminuto dragón en la cuchara. –¡Mamááá! –gritó Tesoro y dejó la cuchara en el cuento. –¿Qué pasa, Tesoro? –¡No me gusta este cuento! –dijo. Apenas lo había dicho cuando el dragón –de piel rosa, lunares verdes y coletitas azules en la cabeza– dio un bufido de enojo, puso en marcha sus diminutas alas y salió volando por la ventana. 52 –¡Déjalo entonces –dijo la madre. Y Tesoro se quedó sin almuerzo. El día siguiente, la madre volvió a prengutarle: –Tesoro, ¿qué quieres que te haga para almorzar? –¡Hazme un cuento! Pero otro, ¡no como el de ayer! –dijo Tesoro con decisión. La madre se puso manos a la obra. Cogió una olla verde con lunares azules, le echó agua y la puso en la hornilla. Cuando el agua empezó a hervir, le echó tres zanahorias, dos colirábanos, una pizca de ortigas secas y una cucharada grande de terror verde. Después, con su cuchara de palo más grande, removió y volvió a remover. En la olla se formó un borboteo terrible, de allí salían nubes de vapor. Una vez cocido el cuento, la madre apagó la hornilla. Metió tres veces el cazo en la olla y llenó el plato de Tesoro. –¡El cuento está listo! –gritó y puso el plato en la mesa. Tesoro vino corriendo del salón donde había estado jugando con los ladrillitos y se sentó a la mesa. Con la cuchara cogió un poco del cuento y se lo llevó a la boca. –¡Ooooh! –gritó y casi se cayó de la silla del susto al ver en la cuchara un monstruo verde y baboso con ojos grandes y azules y garras negras en las patas. –¿Oooh? ¡Yo sí que te voy a dar “oooh”! Por favor, ¡ten un poco más de respeto! ¿Acaso no me tienes miedo? Podría desenroscarte la cabeza o arrancarte una pierna de un bocado, ¿y tú sólo sabes decir “oooh”? –¡Mamááá! –gritó Tesoro y dejó la cuchara en el cuento. –¿Qué pasa, Tesoro? –¿No me gusta el cuento! –dijo él. Apenas lo había dicho cuando el monsturo verde –de ojos grandes y azules y garras negras en las patas– salió ofendido y a pata firme por la puerta. –¡Déjalo entonces! –dijo la madre. Y Tesoro se quedó sin comida. Al tercer día la madre volvió a preguntar: –Tesoro, ¿qué quieres que te haga para almorzar? –Hazme un cuento. Pero otro, ¡no como los de ayer o anteayer! –dijo Tesoro con decisión. La madre se puso manos a la obra. Cogió una olla roja sin lunares, le echó agua y la puso en la hornilla. 53 Cuando el agua empezó a hervir, le echó espuma de tres yemas, una rodaja de remolacha, una pizca de picardía y la misma cantidad de sal. Después cogió su cuchara de palo más grande y lo removió y volvió a remover. En la olla se formó un borboteo alegre, de allí salían nubes de vapor. Una vez cocido el cuento, la madre apagó la hornilla. Metió tres veces el cazo en la olla y llenó el plato de Tesoro. –¡El cuento está listo! –gritó y puso el plato en la mesa. Tesoro salió corriendo del salón donde había estado dando volteretas en la alfombra y se sentó a la mesa. Con la cuchara cogió un poco del cuento y se lo llevó a la boca. –¡Jolines! –gritó con sorpresa al ver en la cuchara a una niña con una caperucita roja en la cabeza y una cesta de mimbre en las manos. –¿Y tú quién eres? –Francisca –contestó la chica. –Tú no eres Francisca, ¡tú eres Caperucita roja! –Si ya lo sabes, ¿por qué me preguntas entonces? –Pues..., por preguntar. ¿Qué llevas en la cesta? –preguntó Tesoro con interés. –¡Lo sabes muy bien! Un pastel. Para la abuelita. –Sí, es verdad –dijo Tesoro, se quedó pensativo durante un rato y preguntó: –¿Y dónde están el lobo, la abuelita y el cazador? –¿Dónde van a estar? En el cuento, por supuesto. En tu plato. –A ver... –dijo Tesoro y desplazó a Caperucita de la cuchara a la mesa. Después busco por el cuento y sacó con la cuchara también a la abuela, al cazador y al lobo y los puso, uno tras otro, al lado de Caperucita. Mientras rebuscaba por el cuento que había sobrado en el plato, el cazador, Caperucita roja, la abuelita y el lobo habían empezado a charlar. Primero se oyó a la abuelita: –Oye, mi querida Caperucita, dile a tu madre que me he hartado de comer pastel. Por favor, para la próxima vez, que me haga torrijas. Y el vino estaba agrio. ¡Que la próxima vez sea zumo de fresa! –Vale, abuelita, se lo diré. –A mí no me gustaría tener que comeros una y otra vez. ¡Os tengo atragantados! –apuntó el lobo. Y al cazador se le ocurrió: 54 –Para la próxima vez quedamos y hacemos un picnic en el bosque, ¿qué os parece? –¡Genial! –exclamó la abuelita. Caperucita roja, tú vas a traer las torrijas y el zumo. Lobo, tú te encargas de las patatas. Cazador, tú vas a encender el fuego para asar las patatas a la brasa. ¿De acuerdo? –¡De acuerdo! –dijeron todos al unísono y se estrecharon las manos justo en el mismo momento en el que Tesoro tomaba del plato las últimas gotas del cuento y se las llevaba a la boca. En ese preciso momento, todos –Caperucita roja, la abuelita, el cazador y el lobo– desaparecieron. Tesoro se quedó sentado a la mesa con la cuchara en la mano. Su madre asomó la cabeza desde el salón: –Tesoro, ¿te ha gustado el cuento? –¡Ay, sí, mamá! ¿Me lo vas a hacer otra vez? –Claro que sí, mi Tesoro. A partir de entonces, la madre sólo le hacía cuentos en la olla roja sin lunares. Cuando Tesoro removía mucho el cuento, encontraba a la abuelita con una caperucita roja en la cabeza o el lobo con su pata en una cesta de mimbre. Cada día el cuento salía un poco diferente, pero tan sabroso que Tesoro se lo comía en un santiamén. Y su madre sentía una gran alegría. Traducción de Santiago Martín 55 Desa MUCK (1955) 57 Es una escritora eslovena con un gran éxito entre los lectores. Además de narrativa, también es autora de textos dramáticos, guionista y periodista que escribe tanto para adultos como para jóvenes. Es, asimismo, actriz teatral y de cine y ha sido moderadora de varios programas de televisión. Además, trabajó como ayudante de educadora en la guardería, como cuidadora de niños mentalmente discapacitados y como delineante en una empresa de construcción. Actuó en numerosas películas y representaciones dramáticas y fue moderadora en diferentes programas de televisión. Actualmente se dedica profesionalmente, ante todo, a escribir. En 2018, fue elegida por la revista Ona Plus como la mujer más destacada de 2017. Es autora de más de 50 obras literarias, muchas de las cuales fueron reeditadas. Destaca por su humor y empatía para con sus personajes literarios, sobre todo femeninos. También escribió y representó dos obras de teatro monólogo: Empiezo mañana y Por fin, feliz. Asimismo, firmó cinco obras teatrales para jóvenes y dos piezas radiofónicas, de las cuales la obra ¿Quién mató al dragón? fue premiada y emitida por las radios nacionales de Alemania e Italia. En el ámbito de la LIJ, además de la serie sobre Anita, es conocida su serie Hablemos en serio sobre ... sexo, escuela, los drogados, la perfección, los famosos (Blazno resno o ... seksu, šoli, zadeti, popolni, slavni). Es reconocida también como columnista, ya que publica sus consejos para jóvenes bajo el título El rincón de la tía Justi (Kotiček tete Justi) en la revista eslovena para jóvenes PilPlus. Su obra está traducida al alemán, inglés, croata, serbio, rumano, checo, eslovaco, húngaro y romaní. Varias de sus obras fueron adaptadas al cine (la novela para adultos Pánico), a la televisión (la serie Anita, de diez episodios según la serie de sus libros con el mismo título) o al teatro ( Anita y el tremebundo). En 2017 la televisión nacional eslovena grabó sobre ella un documental. 58 Anita y grandes preocupaciones (2003) Este es el primer libro de la serie sobre Anita, una niña de ocho años que a la que ocurren cosas que también otros niños de ocho años pueden experimentar. En la serie Anita reflexiona sobre ella misma y sus amigos, la importancia de la familia y distintas cosas que le van sucediendo. En este libro, ilustrado por Ana Košir, Anita quiere comprarse unas sandalias. No se contenta con cualquier cosa, quiere unas sandalias especiales, pero no tiene suficiente dinero. Con la ayuda de sus amigos logra reunir casi suficiente dinero vendiendo productos hechos a mano por ellos. Pero entonces un chico más grande empieza a chantajear a su mejor amigo. Esto es una injusticia y Anita no puede dejar que a su amigo le pase algo tan malo. Por eso le defiende, pero esto significa que el chico empieza a acosarla también a ella… Otros títulos en la serie: Anita y grandes preocupaciones, Anita y el día de las madres, Anita y hombre terrible, Anita y conejo, Anita y Jaime, Anita y día de deporte, Anita de vacaciones, Anita y gran secreto, Anita y el primer amor y Anita y la máscara misteriosa. Acerca de los derechos de autor dirigirse a: blazina.igor@gmail.com (Igor Blažina) Acerca de la traducción: barbara.pregelj@guest.arnes.si (Barbara Pregelj) 59 61 Anita y grandes preocupaciones Esta es Anita Listón. Tiene ocho años y se le acaba de ocurrir algo genial. Después de las clases, su hermana Mar se disponía a salir con su amiga para ir de compras. Mar había logrado ahorrar algo de su paga y decidió comprarse las sandalias más chulas de todo el colegio. Claro que Anita quería acompañarla. –Ni pensarlo. Esto no es para los críos, respondió Mar. –También yo quiero comprarme algo, intentaba convencerla Anita. –Pero si tú no tienes dinero, exclamó Mar. Esto era cierto. A Anita no le quedaba de su paga ni para comprarse un helado. Mamá tuvo que explicárselo varias veces: –Niños pequeños – paga pequeña, niños mayores– paga mayor, como tiene que ser. De modo que Anita ya sabía que no obtendría ni un euro más de su madre. Por ello se le escapó: –¡Pues, lo voy a conseguir yo misma y luego me voy a comprar unas sandalias todavía mejores que las tuyas! Mar y su amiga le echaron una mirada burlona y al instante, ya se habían largado. Anita, a su vez, se dirigió a la casa de su amigo Jaime, que vivía solo con su padre en la calle vecina. La madre de Jaime murió en un accidente de tráfico cuando él tenía apenas cinco años. Como muchas veces tuvo que arreglárselas solo, sabía de muchas cosas. –¿Cómo puedo conseguir dinero?, le preguntó Anita. –La gente suele trabajar. Generalmente lo consigue de ese modo. Pero a algunos también les toca la lotería. Ganan mucho dinero y luego jamás en la vida tienen que volver a trabajar», respondió Jaime. Anita estaba convencida de que con facilidad le tocaría la lotería, pero primero tenía que conseguir dinero para comprar el billete. Pero, ¿cómo? –Hmm... tal vez podríamos vender alguna cosa, se le ocurrió a Jaime. Anita se puso a pensar. Tenía muchos juguetes. Mamá siempre decía que un día los tirará a la basura, ya que Anita siempre jugaba con los mismos y que los otros solo servían para acumular polvo. Tal vez sería mejor venderlos y conseguir de ese modo dinero para los billetes. Cuantos más billetes, mejor, porque de esta manera seguro que 62 le tocará el gordo. En su cabeza apareció la imagen de aquellos juguetes que no cogía desde hace mucho. Todas las mascotas de peluche que sus familiares le fueron regalando para sus cumpleaños y que solía coleccionar. No, esto no podía ser. Seguro que no se sentirían bien en las estanterías de otros niños. Tampoco podía separar las mascotas que vivían juntas en la misma caja de cartón y se conocían tan bien. De repente, Anita empezó a sentir pena por sus juguetes y se dio cuenta de que no sería capaz de deshacerse de ninguno. –¡Podríamos hacer cosas! –se le ocurrió a Jaime.– A ti se te da muy bien hacer servilletas de papel y broches de masilla. –Sí, ¡y estatuillas también! Sé hacer collares y... ¡ay, Jaime, vamos a tener nuestra propia tienda! Anita hasta sintió un mareo de solo pensar en todo lo que podría comprarse. Aunque no le tocara la lotería, ganaría mucho dinero. Llamó a sus amigas Elenita y Margarita y se pusieron manos a la obra en el jardín de Anita, haciendo collares y broches, y cortando servilletas con toda diligencia. Sus mamás estaban tan contentas de que sus hijas estuviesen tan ocupadas que de buena gana las dejaron tomar sus flores para hacer unos bonitos ramos. Jaime pintó cuatro cuadros grandes. En todos ellos había una moto y una puesta de sol, pero a las chicas les parecían muy bonitos. A la noche, había tantos productos que hasta sobraban. Y se les hizo largo esperar hasta el día siguiente, que era cuando podrían abrir por fin su propia tienda. Aunque era sábado, a las ocho el grupo ya estaba reunido en una esquina de la calle más frecuentada de su vecindad. El papá de Anita les trajo una mesa en un pequeño remolque. La colocaron en el césped, junto a la acera, y dispusieron en ella todos los productos que habían hecho el día anterior. Junto a cada uno de ellos colocaron un papelito en el que estaba escrito el precio. En el árbol que extendía sus ramas por sobre la mesa colgaron unos globos de color rojo y amarillo, de modo que ya desde lejos podía verse que algo especial estaba ocurriendo. Al tronco pegaron un papel más grande en el que decía TIENDA CORAZONCITO. Luego se sentaron a esperar. Debajo de la mesa se echó a reposar Félix, el perro de Anita, que saludaba con un movimiento de la cola a cada transeúnte. De camino a hacer las compras, muchos de los vecinos se detenían 63 a ver qué era lo que vendían los niños. Admiraban los productos en voz alta y cada uno de ellos compró algo también. ¡Los pequeños vendedores estaban contentísimos! La mesa estaba cada vez más vacía y la caja con el dinero cada vez más llena. Anita separó los billetes de las monedas, que puso al otro lado de la caja. Calculó que la parte que le correspondía bastaría para comprarse un par de billetes de lotería y un gran helado. ¡Todo un éxito! Y entonces percibió que Jaime se ponía pálido de repente y empezaba a retorcerse los dedos de puro nervioso. Levantó la vista y divisó a Tábano parado delante de su tienda. En realidad, el chico se apellidaba Tárrega. Pero todo el mundo lo llamaba Tábano, de tan pesado que era. Estaba en cuarto. Y todo el mundo le tenía miedo. Incluso los chicos que eran mayores que él. –¿A qué jugáis? preguntó Tábano. Jaime escondió la cabeza entre los hombros, guardando silencio. De su nariz empezaron a brotar unas gotitas de sudor. Margarita y Elenita tampoco levantaban la vista del suelo. –A la tienda, dijo Anita con orgullo. –¡Yo también quiero jugar! dijo Tábano. –Pues ahora no puedes –repuso Anita. – Todo esto lo hemos hecho nosotros. Y tú no nos has ayudado. –¿Y qué?, respondió Tábano. –Si quieres puedes jugar con nosotros cuando volvamos a jugar la tienda. Te llamaremos para que nos ayudes, le explicó Anita. A ella él no le parecía ni muy grande ni demasiado fuerte. Para Anita, el caso estaba terminado. Pero parecía que Tábano, por su parte, no estaba de acuerdo. –Quizá para ese entonces no tendré ya tiempo –dijo, y cogió uno de los ramos que quedaban en la mesa. – ¿Lo habéis hecho vosotros solos? Anita asintió. Tábano lo rompió, mirándola directamente a los ojos. A Anita por poco se le para el corazón. –¡Oye! ¿Pero qué estás haciendo?, preguntó en voz más alta. –Todo lo que estáis vendiendo es una mierda. ¡Una tontería! ¡Y sois unos críos estúpidos!, repuso Tábano, mientras destrozaba esta vez uno de los collares. Luego cogió la mesa por uno de sus lados y la dio vuelta; todas los 64 demás objetos cayeron al suelo. Anita no se lo podía creer. ¿Estaba soñando, o qué? Se agachó a recoger las cosas esparcidas por el piso. Elenita y Margarita empezaron a ayudarla. –¡Qué idiota! dijo Anita en voz baja. Las lágrimas que resbalaban por sus mejillas caían sobre la acera mientras recogía del suelo un pez bellamente pintado que hizo ella misma y que ahora sostenía en sus manos, todo roto. –¿Has dicho algo, nena?, preguntó Tábano. Anita guardó silencio. –¿Este es tu perro?, preguntó, señalando a Félix. Félix se levantó en seguida, moviendo amablemente la cola. Se acercó a Tábano y le lamió la mano. –¡Qué feo es! Seguro que no lo sentirías si desapareciera un día, ¿verdad? Además, podría ocurrir bien pronto, si no te comportas. Puede suceder que se ahogue, o que casualmente se envenene con algo... Anita sintió un temblor en todo el cuerpo. Jaime estaba quieto en su taburete, con la mirada fija en el suelo como si todo esto no le concerniese en absoluto. Ahora toda su cara estaba cubierta de sudor y parecía más blanco que una pared. –¡Mira por dónde! También Jaimecito está jugando con las niñas. Oye, cobarde, ¿acaso no me debes algo? –Te lo voy a traer... La semana que viene, cuando me den la paga, balbuceó Jaime. –¡A ver si voy a tener que esperar! –respondió Tábano, y cogió la caja con el dinero. – Mientras tanto, me llevo esto. –¡Por favor, no lo hagas! ¡Llévate solo mi parte! Y deja a las chicas lo que se han ganado. ¡Ellas no te deben nada!, gimió Jaime. –¡A partir de ahora sí que me lo deben! Tábano se puso la caja debajo del brazo y se alejó lentamente. Se quedaron en medio del desorden que dejó a su paso. Luego volvieron a poner la mesa en su lugar. «¡Qué idiota!», se decía Anita, enojada. «Lo habría puesto en su lugar si no hubiese tenido miedo por Félix.» El perro se puso a ladrar, contento. –¡Es capaz de hacerle daño de verdad! –dijo Elenita. – Cuando Tomás del sexto –¡fíjate, del sexto!– no quiso dejarle su bici nueva, su gata desapareció 65 al día siguiente. –¡Nunca sabes lo que es capaz de hacer! –empezó a explicar Margarita.– Cuando estaba en primero y llevaba a mi osito a la escuela, ¡me lo quitó y le cortó la cabeza! Y solo porque no quise darle mi merienda. Ahora le doy todo lo que quiere. Cada día al despertar deseo que le pase algo y que no venga a la escuela. ¡Al menos un día! Acordaron no decir nada de lo ocurrido en casa, porque algo podría ocurrirle a sus familias. Dirían que se gastaron todo en helado y otras tonterías, porque de otro modo Tábano podría hacerles daño. –¿Qué problema tienes con Tábano?, le preguntó Anita a Jaime más tarde, sentados en el jardín de su casa. –¿Con él? Ah, no es nada, respondió cabizbajo. –¿De qué dinero hablaba? ¿Cuánto tienes que devolverle? –Me lo dio prestado. Nada especial. Pero si yo con él no tengo ningún problema. Somos amigos. Anita hizo la vista gorda. –¿Y cómo es que nunca me lo has dicho? Jaime se encogió de hombros. –Yo creo que no eres amigo de Tábano. ¡No puede ser, porque él es un sinvergüenza! ¡Dime qué clase de trato tenéis!, insistió Anita. –No puedo. Es demasiado horrible... – Jaime volvió a palidecer y Anita se dio cuenta de que últimamente su amigo andaba más callado. Muchas veces se disculpaba cuando le proponía que jugasen juntos, diciendo que se encontraba mal. –¡Pero si yo también te lo cuento todo! –Dejarás de quererme si te lo digo... Anita se puso las manos en la cintura y dijo: –¿Eso es lo que piensas de mí? ¡Dímelo en seguida o nunca jamás vuelvo a dirigirte la palabra! Jaime se agazapó aún más, pero a poco pudo articular, casi en un susurro: –Me vio... Me vio cuando... robé algo. Respiró profundamente y tembló con todo su cuerpo. –Tú, ¿robando? ¡No me lo creo! ¿Cuándo? ¿Qué? –Fue durante el almuerzo, en la escuela. Alguien dejó un coche de 66 juguete en la mesa a la que me senté con mi bandeja. Uno de esos coches bonitos: rojo, de carrera y la puerta se podía abrir. No sé qué me pasó. Miré a mi alrededor. Había pocos niños en el comedor y nadie me miraba a mí. Y lo cogí y me lo guardé rápidamente en la mochila. Y luego... Jaime volvió a tomar aire y se quedó callado. –¿Y luego, qué? –De repente Tábano estaba a mi lado y me decía: ‘¡Esto no es tuyo, empollón! Es de mi amigo Toni, ¡devuélvemelo ahora mismo!’ Claro que se lo di. Sé que no se lo devolvió porque luego de unos días lo vi jugar con él. Anita jamás había visto a Jaime tan abatido. Le dio un fuerte abrazo. –Pero si se lo has devuelto en seguida. ¡No puede hacerte ningún daño! En ese momento, a Jaime empezó a temblarle también la barbilla y, por fin, las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas. –¡Pero me ha visto! ¡Me dijo que iba a delatarme! ¡Que mi padre tendría que venir a la escuela! Imagínate a mi padre. ¡Podría darle algo! ¿No es suficiente con que se haya muerto mi madre? Y si él lograse sobrevivir... ¿Qué me diría la maestra, que me quiere tanto y que está tan orgullosa de mí? Tú no sabes de lo que es capaz Tábano. Dicen de él cosas horribles. Podría pinchar las ruedas del coche de mi padre... Ni me atrevo a pensar todo lo que podría llegar a hacer... Así que ahora tengo que entregarle cada semana toda mi paga y aun así tengo miedo de que se lo diga. Por la noche no puedo conciliar el sueño porque no me puedo quitar de la cabeza la imagen de Tábano. Y siento un peso aquí... –Jaime se señaló el centro del pecho. – ¡Lo que más quiero es morirme, para que todo esto termine de una vez! Anita se quedó pensativa. Luego se levantó de repente y dijo: –¡Ya está! ¡Esto es el colmo! ¡Debe haber una manera de vencer a Tábano! ¡Se va a enterar de quién es Anita Listón! ¡Te digo que a partir de ahora gritará, horrorizado, mi nombre! ¡Nadie me amenaza a mí, ni a mis amigos! ¡Tenemos que llamar a Elenita y Margarita! ¡Esta es una reunión de emergencia! De modo que por la tarde se encontraron en el parque. Anita, Jaime, Helenita, Margarita y Félix. Desde que Tábano le dirigió aquella mirada a su perro, Anita no apartaba los ojos de él. Se sentaron en el banco bajo el viejo roble y, aunque no había nadie a su alrededor, susurraban. –¡Tábano jamás volverá a amenazarnos! –dijo Anita con solemnidad. 67 – Me parece que lo hace solo porque todo el mundo le tiene miedo. ¡Por eso vamos a unirnos y vamos a atacarle juntos! El lunes quedamos después del cole, lo esperamos y le pegamos entre todos. ¡Seguro que juntos somos más fuertes que ese idiota! ¡De este modo se le grabará en la memoria, de una vez para siempre, que tiene que dejar a los otros niños en paz! A todos les pareció un plan genial y se preguntaban por qué no se le había ocurrido a nadie hasta entonces. De uno solo sí podría vengarse de manera más cruel, ¡pero si están unidos, los dejara tranquilos! De pronto parecían muy fuertes y valientes. ¡Tábano ya no podría hacerles daño! Acordaron que nadie iba a decir nada de lo planeado. Pero cuando Anita llegó el lunes a la escuela, resultó que Margarita y Helenita ya lo habían dicho todo. Tan genial les pareció su plan. Muchos alumnos de clases más bajas paraban a Anita en el pasillo para preguntarle: –¿Es cierto que le vais a pegar a Tábano? Anita se sonrojaba y se encogía de hombros. –Sois muy valientes!, le decían algunos. Y Anita se enteró así de nuevos y tremendos casos de venganza de Tábano cuando no podía salirse con la suya. Le contaban sobre ruedas pinchadas, perros y gatos envenenados y narices rotas. Su idea de pegarle entre todos a Tábano ya no le parecía tan buena. Después de la clase había muchos niños esperando delante de la escuela. Cuando Anita y sus amigos atravesaron la puerta de salida, todos les abrieron el paso con respeto. A Anita le parecía una escena de alguna película. Una de esas, claro, que su mamá no le dejaba ver. De una de esas en la que solían aparecer hombres de rostros serios que a lo largo de la película no sonreían ni una sola vez y solo se pegaban y tiroteaban. Pero ella no era como ellos, sino todavía más pequeña que de costumbre. La muchedumbre volvió a abrirse. Del otro lado venía Tábano. Y él era mucho más grande que de costumbre. Y no estaba solo. A su lado venían sus hermanos gemelos, que eran realmente muy grandes. Habían terminado la primaria el año pasado. Anita, del miedo, empezó a escuchar un sonido ensordecedor en los oídos. Se dio vuelta y constató que a su lado solo se encontraba Jaime. Margarita y Helenita se habían evaporado. Jaime la miró con unos ojos gigantes. –Perdona, Anita, dijo. Y desapareció entre la multitud. 68 –Me han dicho que tienes ganas de pelear, exclamó animadamente Tábano. Movió los puños y empezó a saltar. –¿Yo? –preguntó Anita con voz temblorosa. – No sé nada de ello. –¡Sí que lo has dicho! se escuchó de la multitud. –¡Eso era una broma tan solo!, respondió Anita. Le pareció que sonreía, aunque más bien sonaba como un llanto. –Ya me parecía a mí que solo era una broma, –se rio Tábano.– ¡Menudo chiste! ¡Vámonos, chicos! ¡Hoy no le pegaremos a ninguna niña pequeña!, les dijo a sus hermanos. Y se fueron. Al día siguiente a Anita se le hizo desagradable ir a la escuela. Le pareció que todos se burlaban de ella. Aunque nadie dijo nada. Como si toda esa vergüenza no hubiera ocurrido jamás. De modo que se tranquilizó, pensando que todo había terminado bien. Y que Jaime tendría que resolver él solo los problemas que se había provocado. Al fin y al cabo, ¡lo estaban castigando por haber robado! Pero al cabo de una semana, durante el recreo, Tábano apareció junto a ella en el pasillo. Como si surgiese del piso allí mismo. –Seguro que ya sabes que es mejor no bromear conmigo, –dijo con amabilidad.– ¡De modo que lo mejor es que me devuelvas cuanto antes lo que me debes! Anita hizo la vista gorda y abrió la boca. –¿Yo? ¡No me acuerdo de haber contraído ninguna deuda contigo! –Anda, ya, –dijo Tábano, ya un poco menos amable. – Me debes porque voy a dejar a tu perro en paz. Y si hasta mañana no me traes diez euros, puede suceder que se vuelva todavía más feo de lo que es. Le podría faltar la cola o alguna oreja, por ejemplo. Tampoco voy a ser tan tolerante con tu amiguito Jaime. Y a las niñas torpes también les puede pasar cualquier cosa por la calle, tienen tan poco cuidado. Anita dejó de respirar. «¡Esto no puede ser! ¡No en la vida real!» –¡Ten cuidado! ¡Mañana vengo a por el dinero! Como en una pesadilla, Anita se dirigió a la clase. Primero quería decírselo a Jaime. Pero cuando vio lo desanimado que iba a su lado, se limitó a decir: –Ahora Tábano se está metiendo también conmigo. Jaime asintió con tristeza y dijo: –Ya lo sabía. Es mi culpa. Si no lo hubieses atacado para defenderme, 69 todo estaría en orden. Y ahora tendremos que pagarle hasta nuestra muerte. A Anita no le costaba imaginárselo. Pues sí, esto va a ser así. Porque de otro modo Tábano se iba a meter con ella y con todos los que ella quería. Por primera vez en su vida experimentó auténtico horror. Y este parecía no tener fin. En casa, Anita le dijo a su madre que necesitaba diez euros porque pronto iban a ir de excursión. –Esta escuela está cada día más cara, suspiró su madre. ¡Cómo se enfadaría si supiera en qué lío se había metido Anita! Jamás se lo perdonaría. Por la noche la familia de Anita se reunió frente a la tele. Papá estaba viendo el telediario y mamá y Mar esperaban a que empezase la película. Anita ya estaba en pijama. También se lavó los dientes, esta noche con mucha más atención. Se arrimó a su madre. –¡Cuánta violencia! ¡No sé donde vamos a ir a parar!, –comentó su madre las noticias.– ¡Cómo puede ser que nadie pueda parar a toda esta gente que mata e intimida a los demás! –¡La gente es tonta!, –dijo papá. – ¡Yo no les hubiese dejado! –¡Ni yo tampoco!, anunció Mar. «Si lo supierais», pensó Anita. Cuando su madre vino a su habitación para desearle buenas noches, Anita se aferró a su cuello más fuerte que nunca. –¡Ay, mi niña! Sabes que tú eres mi niña, ¿verdad?, –le dijo mamá, mirándola con atención. – ¿Estás bien? Me pareces más quieta y callada que de costumbre. ¿Pasó algo en la escuela? ¡Si ya sabes que me lo puedes contar todo! «¡Ahora! Ahora es el momento adecuado», se dijo Anita. Quiso hablar, pero no pudo. Era demasiado difícil. Así que se limitó a abrazarla con más fuerza. –Sí, ya sé que me quieres, dijo mamá antes de salir de su habitación. Sin embargo, Anita sabía que su corazón de niña pronto sería demasiado pequeño para todo este miedo y mentiras. Pasaron semanas. A Tábano jamás se le había olvidado venir a por el dinero. Anita se lo daba y luego pedía prestado a Elenita y Margarita, que se mostraban muy comprensivas en el momento de dárselo. No obstante, a Anita le preocupaba de dónde iba a sacar el dinero para 70 devolverles. Mamá no dejaba de preguntar cuando saldrían de excursión. A Anita le preocupaba que mamá fuera a la escuela y se enterara de que no habría ninguna excursión. ¡Qué triste se pondría al darse cuenta de que le había mentido! Un día le pidió dinero a su hermana Mar. –¿Para qué lo quieres? –Para dulces, mintió Anita. –¿Y no tienes suficientes?, le preguntó su hermana. Así y todo le dio el dinero. Esto animó a Anita a preguntarle: –¿Si alguien quisiera hacerme algo malo, me defenderías? –¡Claro que sí! –respondió, resuelta, Mar. – ¡Pero si eres mi hermana pequeña! ¿En qué lío te has metido? Anita se animó. –Ah, en realidad no es nada... El otro día Tábano se puso pesado... –¿Tábano? Pasa de ese idiota y de sus amigos. También mis compañeros de clase le tienen miedo! Así que tampoco podía contar con la ayuda de Mar. Menos mal que ella no sabía nada. Un domingo vino a visitarlos la abuela. Tomó a Anita en su regazo y la miró con atención. –Me pareces un poco más delgada y pálida. ¿Comes suficiente fruta? –¿Abuela, qué harías tú si alguien te intimidara?, preguntó Anita. –¡Le daría con un paraguas en la cabeza! –¿Y si fuera mucho más fuerte que tú? ¿Y si te amenazase con que te haría daño a ti y a tu gata, por ejemplo? –¡Llamaría a la policía! Anita se imaginó en colores a la policía viniendo a la escuela a por Tábano y llevándoselo a la cárcel. Pero todavía más fuerte fue la imagen de todo lo que podría hacerle a ella y a Félix después de que saliese en libertad. Luego se sentaron todos a comer. –Anita me parece un poco enferma. ¿Le das suficientes vitaminas?, le preguntó la abuela a su madre. Mamá estaba poco contenta de escuchar esta pregunta. –¡Creo que le estoy dando incluso demasiado!, –respondió. – ¡Pero la escuela se ha vuelto tan exigente! Pasa todos los días en su habitación, estudiando. ¡Y apenas 71 está en tercero! –¡Qué barbaridad!, suspiró la abuela. –Tengo que ir a la escuela cuanto antes para hablar con la maestra. ¡Esto no me parece lo más apropiado!, dijo mamá. –¡Si quieres, te acompaño!, se ofreció el padre. «Solo me falta esto», pensó Anita. Entonces alguien llamó a la puerta. Era la abuela de Jaime. Tenía su chándal azul claro puesto al revés y su pelo siempre tan arregladito se salía por todas partes. –¿Está Jaime aquí?, preguntó con voz preocupada. –No, –dijo la madre. – ¿Acaso sabes tú, Anita, dónde podría estar? Anita se tambaleó en su silla. «¡Ay, no! Justo el viernes Jaime le dijo que no sabía qué hacer porque su padre había salido de viaje y se le había olvidado darle su paga. ¡Tábano! ¡Habrá sido Tábano!» Los dientes de Anita empezaron a castañear y no pudo decir ni pío. Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. «¡Tábano lo eliminó y ahora es su turno y el de Félix!» Mamá la levantó y la sentó en su regazo, abrazándola. –¡Por Dios, Anita! ¿Qué ha pasado? Pero Anita escondía su cabeza en el cuello de su madre y no podía dejar de llorar. Esperaron a que se tranquilizase un poco. Y tras lanzar un par más de quejidos y suspiros, por fin empezó a hablar. Y lo dijo todo. Empezando por la tienda. Sobre cómo Tábano y sus hermanos y amigos la intimidaban a ella, a Jaime y a media escuela. La escucharon boquiabiertos. –¡Pero qué cosas dices!, –dijo mamá, acariciándole el pelo.– Ahora que lo has dicho, todo va a salir bien. Pero, ¿cómo has podido guardártelo para ti y cargar con todo este miedo? –Temía que le hiciese daño a Félix y a vosotros... Me dijo que nos rompería todas las ventanas y nos quemaría la casa... Anita rompió a llorar de nuevo, dejando salir todas las pesadillas que la perseguían últimamente, tanto de día como de noche. Su padre apretaba los puños, rojo como un tomate. –¡Le voy a decir a ese mocoso las cuatro verdades!, tronaba. 72 Todos los presentes no dejaban de preguntar: –¿Pero por qué no nos lo has dicho en seguida, Anita? Tampoco Anita lo sabía muy bien. Lo único que sí sabía era que ahora todo terminaría bien. Pero primero había que encontrar a Jaime. Estaban convencidos de que se había fugado de casa por miedo a Tábano. Pero no era así. Lo encontraron en su propia casa. En el sótano, donde se había hecho un refugio. Había pasado toda la tarde escondido detrás de unas cajas, temblando, convencido de que Tábano lo estaba buscando por no haberle entregado su paga. También Jaime se sintió tan aliviado como Anita al saber que todo se había sabido. Pasaron el resto del día jugando y preguntándose por qué no habían hablado antes de sus preocupaciones. El día siguiente fue un día muy movido en la escuela. Tábano tuvo que ir a la oficina del director. La gente estaba diciendo cosas horribles. Que lo echarían de la escuela, que iría a prisión, que él y sus padres tendrían que mudarse a otro lugar. También se dijo que se vengaría de quienes lo delataron. Por eso Anita estaba preocupada de nuevo, aunque sus padres y la maestra le aseguraban que todo estaría bien. Por la noche, ya en la cama, preguntó a su madre: –¿Crees que Tábano se vengará de mí? –¡Qué va! No se atreverá a hacerlo. Ahora todos estarán pendientes de él. El director le dijo lo que se merecía. –¿Y qué le va a pasar?, preguntó Anita. Tampoco quería que le ocurriese algo terrible. Bueno, un poco terrible sí. –Ah, ahora va a trabajar con él la gente que está formada para atender con chicos así. Es muy joven todavía y seguro que mejorará. Pero si no hubiéramos sabido a tiempo lo que estaba pasando, tal vez habría sido demasiado tarde para él. –¿Pero, por qué es tan malo? –Él no es malo, –sonrió su madre. – Tan solo tiene miedo. –¿Miedo? ¿Cómo? ¡Pero si yo y Jaime y los demás éramos los que teníamos miedo!, respondió Anita, asombrada. Traducción de Barbara Pregelj en colaboración con Francisco Tomsich 73 Suzana TRATNIK (1963) 75 Suzana Tratnik nace en Murska Sobota, estudia sociología y antropología en Liubliana. Además de traductora, Tratnik escribe cuento, teatro y novela. Es activista a favor de los derechos del colectivo LGBT. Su obra no sólo habla de temas lesbianos, sino también aborda aspectos polémicos cuyo eje central es el individuo frente a la sociedad. En 2007, en el campo de la literatura, Suzana Tratnik recibió el prestigioso premio de Prešeren. La autora trabaja y vive en Liubliana. Al español están traducidos dos libros de sus relatos: Posiciones geográficas (Dos bigotes, 2014) y Ninguna voz (Harlequín, 2018). 76 La novela Ime mi je Damjan (2013) – Me llamo Damjan– se ha traducido al checo, alemán y serbio. Trata de una adolescente de dieciocho años llamada Vesna que opta por cambiarse el nombre y elige un nombre masculino, Damjan, pero el lector puede darse cuenta de ello apenas al final de la novela. Es una chica que quiere vivir y comportarse como un chico. Siente que es distinta. La obra sugiere -aunque no siempre de forma explícita- varios problemas de la sociedad eslovena actual, como pueden ser la transexualidad, el abuso sexual en casa, normas y tabúes, conflictos generacionales y de identidad y fracaso escolar. El telón de fondo de la obra es el periférico barrio de Moste de la capital del país. Escrita en un lenguaje vivo, directo, coloquial y juvenil, Damjan/Vesna nos habla en primera persona con el corazón en la mano de sus sueños, miedos e inquietudes, su difícil relación con sus padres y comparte con nosotros impresiones de la sociedad a su alrededor. Acerca de los derechos de autor dirigirse a: senja.pozar@mkz.si (Senja Požar) Acerca de la traducción: santiago.martin.sanchez@gmail.com (Santiago Martín) 77 79 Me llamo Damjan ** De la presentación de Damjan; la autoayuda, los huevos de Damjan, el nombre perruno y unos jodidos cretinos. – De cómo una piedra da vueltas en el estómago y los psicólogos intentan abrirle la cabeza a Damjan. - De un vínculo que junta y separa y luego te tira al suelo. - De lo que la madre de Damjan no parió. - Damjan se niega a escuchar una y otra vez lo mismo de siempre; y menos aún hablar en vano. Es más: Ni va a abrir la boca porque la gente hace como escucha y entiende pero luego cada cual va a lo suyo. En la calle, hablar de problemas es lo último que se hace. Hola. (Después mantengo diez minutos de silencio) No sé si tiene sentido. Me refiero a estar aquí sentado a lo tonto en un césped delante de la fachada de una institución. Malgastamos el tiempo, ni más ni menos; es lo que llevo haciendo toda mi vida. Me prometieron que no iba a haber locos. Me pregunto si alguien -salvo yo- está en su sano juicio; y que conste que yo tampoco soy de los más normales. Desde hace unas semanas estoy casi como estaba antes: es decir, nervioso, irritado y agresivo. Por eso mis viejos me dicen que ya no soy exactamente tierno y que tengo que acudir a este lugar y participar en este grupo para no meterme en más problemas. Por eso, dos veces a la semana, me siento con el grupo; al aire libre todo es más relajado. Si hace mal tiempo, eso sí, en una habitación al borde del agobio. Cada uno de nosotros debe decir algo. Pero yo aún no voy a decir nada, he dicho. Me coloco en cuclillas y mantengo la boca cerrada. Si hace falta, cada día, desde el amanecer hasta el anochecer, en cuclillas en el grupo de autoayuda, ¡pero más callado que una ostra! Si alguien quiere ayudarse, ¡pues allá él! ¿Cómo es posible encontrar ayuda en un grupo? Es algo que no logro explicarle a mis viejos. Ellos saben de sobra que suelo evadir los problemas. Bueno, les dije, no se hable más, voy. Conque para eso sí había dinero, enseguida corrieron al banco, con tal de aparcarme un tiempo en algún sitio. Hasta me compraron nuevos trapos, 80 para que no pareciera un haraposo; somos una familia bastante sólida. Si pido cualquier otra cosa, enseguida ponen el grito en el cielo, que si este año ya han comprado una cocina nueva o un dormitorio nuevo, ¡lo que sea! ¡Como si eso fuera de gran interés! Como si fuera un placer sentarme con ellos a comer en la cocina; ¡es que ni siquiera entro en su dormitorio! Me llamo Damjan. Hay que decirlo, desde hace unos meses, muchas veces me pasa por la mollera que no estoy seguro de muchas cosas; y menos de mi propio nombre. Ya saben, como si alguien te diera un porrazo en la cabeza y luego todo se volviera oscuro y ya no supieras ni dónde vives ni cómo te llamas. Es la pura verdad. También se lo dije a ella pero no me tomó en serio. Le dije que no me repitiera siempre lo mismo, me va a romper la película y todo va a ir peor. Cuando se rompe el hilo, está roto y luego no hay vuelta atrás. Y todo el mundo lo siente. Es la verdad. A mí no me hace efecto si alguien me está continuamente machacando con algún tema. Prefiero hacer algo completamente loco y disparatado, sólo para no tener que escuchar siempre el mismo sainete. Por lo menos hay que saber por qué hay que escuchar a la gente. Y llegados a ese punto, no sé nada más. No soy capaz de pensar. Pero vamos a dejar este tema por ahora. En el grupo me han preguntado si quería decir algo, y les conté que ya les cantaría las cuarenta si seguían tocándome los huevos. Igual que mis viejos, siempre tan pesados; ¡entonces sí que me la pagan! ¡Entonces sí que me temen! ¡Ay! Tal vez por eso he olvidado el nombre que llevo ya que no es el que tengo de verdad. Sin embargo, ahora, completamente destrozado y bajo presión, ni siquiera recuerdo mi nombre de verdad; ¡no me acuerdo de nada! Tengo la cabeza completamente vacía. Al nacer, mis padres me dieron otro nombre pero en cuanto pude, me lo cambié enseguida. Es la pura verdad; un buen día, en pleno invierno, el suelo crujía debajo de las camperas, ese día fui al Registro Civil y les dije que quería cambiarme el nombre por Damjan. Tal vez a los funcionarios no les apetece hacer este tipo de trámites pero a mí no me pusieron ninguna pega; vieron con cuánta determinación había entrado por la puerta de cristal y me había colocado delante de la ventanilla; sólo con lo que dije ya eclipsó a la tía detrás del ordenador. Ella solita me rellenó los formularios 81 -trámites que a mí me da mucha pereza hacer- y me trató todo el rato de usted. Conozco a un fulano que también trabaja en el Registro Civil, aunque ahora se ocupa de los impuestos, solíamos ir juntos a jugar a los bolos y nunca le negué una cerveza; eran tiempos en los que tenía mucho parné. Bueno, abreviando, ese fulano me haría enseguida todo lo que le pidiera. Los favores siempre se devuelven, es lo que yo siempre digo. ¿Y cuándo fue el trámite del Registro Civil? Hace mucho tiempo y me parece que aún era un mocoso, en vaqueros estrechos y corbata parecía un tío con mucho poderío que sabe lo que vale un peine. No sé si tenía diecisiete años; aquella funcionaria sin duda me echaba unos cinco años más, pero bien, desde entonces me llamo Damjan. ¡Todo a partir de una broma! Una vez una tía me había dicho en la discoteca que quería darme un beso, que era tan guapo como un tal Damjan que ella conocía. No sé muy bien quién era ese guaperas de Damjan y qué intentaba decirme pero pensé que mi vida sería más fácil si me llamase Damjan. No lo sé, así me pareció, y por eso elegí el nombre. De repente me entró la corazonada de que todo sería más bonito llevando ese nombre; por lo menos más fácil. Así como esos tipos espirituales que se cambian de identidad siguiendo alguna que otra regla de numerología. No creo en esa palabrería, pero, bien, por otro lado..., nunca se sabe. No lo sabes hasta que no lo intentas. Y por eso lo intenté y me puse un nombre con el que me siento como pez en el agua, como se dice. En casa se volvieron locos con la amenaza de que los vecinos se podían enterar del escándalo. (Naturalmente lo supo todo el vecindario); mis viejos empezaron a gritarme ya desde el jardín antes de entrar en casa.) ¿Es que no sé hacer algo de provecho? Todos van a saber qué loco tenemos en casa, un cretino que se cambia el nombre sin ton ni son; pero si esto solamente lo hacen en Estados Unidos, y sólo los criminales y los malhechores que no saben ir por el mundo con su propio nombre. Una fulana que trabaja en el ayuntamiento, casada con un tal Slavko, un sujeto delgaducho, vecino de un bloque de al lado, a la izquierda de la calle, le contará a todo el mundo que tengo otro nombre. El vecindario se va a escandalizar, sobre todo aquellos que son religiosos, ¡y son casi todos! A mis viejos de repente les preocupa la religión, aunque siempre les ha importado un bledo el tema de 82 Dios, la Iglesia y el Estado. Sólo a los criminales más terribles y a los locos se les ocurre cambiarse el nombre de pila, no solamente es un pecado y una vergüenza, sino altamente inaudito e inhumano; hasta un perro tiene un nombre con el que acude corriendo y normalmente lleva el mismo nombre durante toda su vida, incluso si cambia de dueño. Decido hacer algo por mi cuenta y ponen el grito en el cielo y empiezan a darse de enterados; explicándome cómo es el mundo en realidad, si yo no hiciera locuras, todo seguiría igual de bien. Como es natural, pronto me harté de todos; pierdo la paciencia cuando veo que no hay solución. Mi madre empezó a llorar cuando le solté que los vecinos me importaban una mierda, que el barrio no era más que un puñado de borregos que después de misa se dedica a espiar a otros detrás de las cortinas y a contemplar la calle como si fuera suya. Pero mi vieja no lloraba por los vecinos sino porque yo era un desastre en un hogar tan fino. Pues sí, primero lloró y luego dijo, entre lágrimas y mocos, que ella no había dado a luz a un tal Damjan. Sí, así dijo literalmente: “Este no es mi hijo; yo no he parido esto”. Como si fuera un objeto o un chucho callejero o cualquier otra cosa, o sea, como si no estuviera presente. No debería haberlo dicho. En casa siempre ha sido así: Todo a gritos y nunca nadie ha sabido decir las cosas de una forma decente. Gritando como cuervos, uno más que otro, al mismo tiempo, ignorándome, hasta creo que le gritan a la gente que ni siquiera está presente. En cuanto a mi padre, sólo me supo decir que está bien que fuera Damjan; es un nombre cristiano que me he puesto; no me merezco más y punto. Todo esto lo rechinó entre dientes y cerró de golpe la puerta de la cochera. Acto seguido abrió de nuevo la puerta y me dijo lloriqueando que fuera a operarme y cambiarme todo de una vez por todas, así sería un gilipollas de verdad. Después entró en la cochera y se encerró como una niña con pena. Me pareció que habíamos terminado para siempre. Se lo había dicho hace mucho tiempo; ahora le había tocado a él decírmelo. De una vez por todas habíamos zanjado el asunto; estábamos en paz. Por mi nombre, por cierto, nunca me había llamado; nunca me había dicho ni Damjan ni otro nombre. Sólo “oye, tú”, y de higos a brevas; solamente me chillaba cuando había sido bueno, de pequeño; ahora en cambio soy un cabrón y un inútil, la chusma de la familia, una vergüenza. (Que nadie piense que nuestra familia vale mucho, ¡qué va! 83 Tres primas tienen hijos fuera del matrimonio; una está tan perdida que ni Dios la quiere; en cuanto a mis primos ..., ¡no vale la pena hablar de ellos! En comparación con ellos, Damjan y su miserable quehacer es todo un señor. Y podría contar más cosas, pero no lo voy a hacer, no vale la pena.) Pero a mis viejos no les entraba en la cabeza que Damjan nunca fue insignificante. Damjan siempre tuvo huevos. Pero todo esto queda lejos. Sí, es verdad, hasta mi hermana derramó alguna lagrimita, todo hay que decirlo, que también estábamos en pie de guerra y no nos hablábamos. Si me irritaba o si no quería hacer algo en casa que debería hacer, tiraba algo al suelo, algún plato o lo que tuviera a mi alcance. Ella nunca ha respetado ni orden ni disciplina; todo lo he tenido que hacer yo. Olvidaba hacer algo en casa, enseguida tenía a los viejos encima de mí cuando volvían del curro. Ella, la señorita, así se considera a sí misma, nada. Hacía lo que le daba la gana. Todo tipo de excusas, que no tenía tiempo; pasaba por lo menos dos horas en el baño peinándose y luego le faltaba tiempo para hacer las tareas domésticas. Yo no podía permitirme tal cosa; tenía que hacer todo y ella se aprovechaba de la situación. Mis palabras nunca han tenido efecto; sólo cuando me enfadaba, me empezaban a respetar de repente; nunca he querido ser como ellos; chillando todo el tiempo, siempre lo mismo; no vale la pena; podrían haberlo averiguado antes. Al final, los viejos me dijeron que me largara de casa y me cambiara el nombre a mi gusto tres veces a la semana si me daba la gana. Lo mejor es que saliera del país y fuera a ver a mi hermano. El tonto y tacaño de mi hermano que está en Alemania y nos cae mal a todos; una de las pocas cosas en las que mis viejos y yo estamos de acuerdo. Por eso me dijo lo que me dijo, sabía que nunca iría a ver a mi hermano. Antes muerto que sencillo. Bueno, si la cosa realmente se pone fea, pero aun no es el caso. Un caso más hilarante fue cuando a un amigo se le ocurrió cambiarse el nombre por Roki, sólo por el hecho de que una vez, siendo un mocoso de la primaria, le dije que pronto sería como yo. En aquella época yo andaba con un cigarrillo en la boca durante el recreo y al parecer mis palabras 84 dejaban huella. Quién me ha visto y quién me ve, todo el profesorado pendiente de mi, muchas veces recuerdo aquella época. Una vez vi a Roki -escondido detrás de los arbustos delante de la escuela- liando un pitillo y me acerqué a él, lo miré de pies a cabeza y le dije: “Oye, enano, ¿tú vas a seguir mis pasos o qué? Ahora mismo apaga el cigarrillo o te rompo la cabeza. Si fumas mucho, vas a quedarte como un fideo, así estás ahora, y nadie te va a querer”. Desde aquel momento empezó a tenerme miedo y dejó de hablar conmigo; más tarde me confesó que quería parecerse a mí, le parecía que era uno de los cabecillas en el colegio. “No pasa nada”, le dije una vez bebiendo cerveza en Mravlja. “Tengo un amigo que trabaja en el Registro Civil y él te lo arregla, sólo dime cuándo quieres ir. O yo lo invito a la bolera pero entonces tú pagas la ronda.” Roki siempre callaba porque no se levantaba lo suficientemente temprano como para ir cuando estaban abiertos al público; o tenía miedo de que el barrio Moste le fuera a dar la espalda por el cambio de identidad, ¡como pasó en mi caso! Por eso le advertí que no vacilara con estas cosas; son temas de adultos y criminales refinados y que se buscara otro nombre mejor, digamos Roman o Gorazd o Stanko; ningún Roki -que yo sepa- va en Mercedes por el barrio. Uno que se llama así parece que va en patines o en bicicleta robada. Y si piensa ser Roman, le dije, también se debe comportar como un hombre, y no beber cerveza y morderse las uñas como un niño de mamá. Roki nunca ha sido gran cosa y todo se lo he tenido que meter en la cabeza a puñetazo limpio. Eran los buenos tiempos. Ahora los recuerdo con cariño; había mucho canchondeo y dinero y tías, bueno, amigas con derecho a roce, nunca faltaba de nada; bueno, la verdad es que poco más se necesita. Éramos una pandilla y nos ayudábamos y nunca nos jodíamos entre nosotros. Lo más importante era que aún era joven y tenía una cabeza de chorlito y no entendía muchas cosas; la vida pasaba como un tren. No había grandes catástrofes. Bueno, no digo que a veces a más de uno le sobrara el tiempo y se desahogara con nosotros; naturalmente también hemos tenido nuestros problemas con la Benemérita; y nos metían en la lechera, daban dos o tres vueltas por el barrio y luego nos echaban a la calle. Estaban de puro cachondeo y su obligación era asustarnos, representan el Estado, ¿no? Para 85 mis viejos todo esto significaba una vergüenza; de todos los chicos del barrio, solamente se veía a mí dentro de la lechera; pero luego tuvieron que acostumbrarse; cuando no llegaba a casa borracho como una cuba, entraba destrozando muebles por la casa. Molaba romper cosas; lo que pillaba le daba, fuera un morro de alguien o unas botellas, armarios; ¡lo que fuera! Actuaba así cuando se me cruzaban los cables o alguien me lavaba el cerebro sin más. Era joven y me picaban las hormonas. No entendía de muchas cosas. Por naturaleza no soy agresivo. No me entendáis mal; no me gusta la violencia, pero cuando me cabreo, me encanta liarme a hostias y a romper cosas. Aunque no sé muy bien por qué la gente me tiene miedo cuando bebo. Nunca suelo pegar porque sí; no tengo un carácter agresivo, como se suele decir. Tal vez me temen porque los miro de una forma algo fea (por lo menos, eso me dicen; yo a mí mismo no me puedo ver). He dicho mil veces que sólo es porque estoy cansado y me cuesta abrir los ojos, es la verdad, me pesan los párpados, se me achican los ojos como a los chino. Enseguida debo añadir que no me gusta que me toquen los huevos cuando estoy borracho, prefiero avisarles por adelantado cómo me suelo poner cuando estoy bebido; me vuelvo loco -¡pero si todo el mundo pierde los cables, tarde o temprano, si nos joden!-, no sé por qué, tal vez haya una razón; hay algo me fastidia. Pero esto no lo pueden averiguar ni los psicólogos. Hace tiempo iba al psicólogo; mi madre se pasaba todo el santo día llorando porque no encajaba un desastre como yo en casa, y cada día, al volver del trabajo, temía que uno de los dos -o mi viejo o yo- terminase o bien en el hospital o bien en el cementerio. Era una situación insoportable; un auténtico drama familiar, en casa nadie me entendía. Es la verdad, mi viejo y yo hemos tenido una relación tremendamente tensa; no lo aguanto desde el Instituto y me pongo a temblar cuando oigo que se abre la puerta de la cochera, es la señal de que ha llegado a casa. La vieja y me hermana me intentaban hacer ver que es mi padre, y al propio padre no hay que odiar o pelearse con él. Yo le tenía alergia y punto. El viejo estaba hasta en la sopa y no lo tragaba. Y sabía muy bien que él a mí tampoco; pero parece que yo tengo la culpa de nuestra mala relación. Muchas veces he sido un quemasangres, ¿qué otra cosa podía hacer? Quisiera saber cómo lo aguantaría otro en mi lugar. Yo les chupaba la sangre, ellos aún más me tocaban los huevos, mira, cómo eres, pero si tienes la culpa de todo, eres un sinvergüenza y un desastre y bebes y eres un vándalo y nos vas a enterrar 86 a todos y nunca serás un hombre de provecho y etcétera y etcétera hasta el infinito y más allá. (Con la mano en el corazón digo que en casa nadie ha hecho nada de provecho. ¿Por qué debería ser yo mejor que los demás? Es algo que llevamos en la familia, ¿no?) Sólo reproches, sin parar he tenido que aguantar reproches. En nuestra familia hay reproches, en otras, diálogo. Si estaba sobrio, tampoco estaba bien. ¡Pero qué digo! Sobrio aún peor, ya que podía oírlos perfectamente y no olvidarme de ningún detalle. Me sentaba en el sofá del salón y escuchaba la retahila y los sermones. Es increíble, aguantaba durante horas antes de explotarme la olla. El viejo solía sacarme de quicio; a veces hasta parecía que mis viejos estaban al acecho para ver cuándo empezaba a rabiar y poder así decirme una y otra vez que yo era el único retrasado de la casa. Claro, ¡no me jodas!, el viejo era un tipo de oro porque siempre sabía qué era lo mejor para nosotros y nos enviaba a la escuela por nuestro bien. Una noche en casa, recuerdo un caso espectacular donde mi viejo y yo casi nos matamos. Era invierno y yo volvía a casa directamente después del trabajo; tenía más frío que once viejas; solamente deseaba comer un poco y acurrucarme en la cama y ver la televisión. ¡Misión imposible! Cuando intentaba vivir de una forma normal y hacer cosas de cada día sin aspavientos, algo ocurría y de nuevo se demostraba que yo era un caso incorregible. ¡Si por lo menos me dejaran una vez en paz! En este mundo -o en otro mundo-, ¡por favor! No sé lo que pasó y cómo realmente empezó; llegué a casa subiendo por las escaleras cubiertas de hielo hasta la puerta de la entrada. Buscando la llave en el bolsillo vi el coche del viejo delante de la casa y enseguida sentí un nudillo en la garganta. Los planes de ver la tele a la pata la llana no iban a plasmarse ... No era la primera vez que aparcaba delante de la casa; casi siempre llegaba a casa antes que yo, pero otras veces..., bueno otras veces no era así. Que sepan que a veces me he sentado en el umbral de la puerta como un pobre desgraciado esperando no sé qué. Por ejemplo que el viejo se fuera a dormir o que se largara, no, bueno, lo mejor sería que estirara la pata. Y justamente esa noche fue la gota que colmó el vaso; ¡estaba harto! Tragando y tragando y esa piedra cayó en mi estómago y allí se quedó. No podía meter la llave en la cerradura porque me parecía que la piedra en el estómago se hacía más grande e iba a reventarme el cuerpo al introducir la llave. Tres veces respiré 87 hondo y opté de forma inconsciente por darme la vuelta. Temblaba y me rechinaban los dientes, no sé si de frío o de rabia y fui como un salvaje hacia el bar Mravlja, como un autómata. Como un cíborg, no como una persona. No sabía adónde iba; hasta no encontrarme delante de la puerta del bar no supe qué es lo estaba haciendo. En el bar se encontraba la pandilla de toda la vida; todo el inventario de los tertulianos nocturnos reunido pero no me apetecía entablar conversación con ellos. Hice un gesto con la cabeza y seguí mi camino hacia la barra. El camarero ya me conocía y sabía de qué pie cojeaba, sin duda llevaba esa mirada salvaje y enseguida me sirvió un trago doble de whiskey. No me lo había bebido de un tirón, cuando ya me servía otro, y así sucesivamente; ya no recuerdo cuántas horas ni cuántos vasos. Después de medianoche no me aguantaba en pie pero nadie se atrevía a decirme que no bebiera más. Solamente necesitaba una palabra equivocada para armar un follón, si podía mantenerme en pie, claro. El camarero me puso otro vaso, me lo bebí de un trago y lo estrellé contra la barra y me saltaron las lágrimas, no de dolor, sino de felicidad porque me sentía tan bien. Deje unos billetes en la barra sin decir una palabra y salí sin esperar a que me dieran la vuelta o el camarero me reclamara que debía alguna bebida del otro día, pero, claro, no se atrevió. Aunque iba bastante cargado de bebida anduve con paso firme a casa, de nuevo, como una máquina. Me sangraba la mano por haber roto el vaso pero no sentía nada. Ahora, sin vacilar, metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. La vieja salía del baño. Al verme se llevó las manos a la cabeza y haciendo un gesto de asco se dio la vuelta y se alejó. Probablemente iba a llorar. Se pasaba todo el santo día llorando en vez de hacer algo. Siempre tenía miedo de despertar al viejo y contarle mis salidas nocturnas, pero al mismo tiempo montaba tal pollo que el viejo siempre se despertaba. Fui a la cocina, abrí el frigorífico y empecé a poner comida en la mesa. Me daba igual el ruido que hiciera, ¡me importaba un huevo! Sabia que los viejos me iban a oír, incluso creo que deseaba que me oyeran, que apareciera el viejo a dar por culo, ¡qué sé yo!, si estaba más borracho que una cuba. Efectivamente, salió del dormitorio y se dirigió hacia el baño, y pensé, bueno, vas a mear pero tira después de la cisterna, viejo, que el agua te lleve bien lejos con las ratas y la mierda. Entonces habrá paz en casa. Al salir del baño, tosió fuerte, como si quisiera decirme que dejara de hacer ruido y me fuera a la cama y tal vez así obtuviera la absolución al día siguiente. Pero no le hice ni puto caso, 88 él allí incrustado en el marco de la puerta de la cocina lanzándome una mirada repugnante como un perro guardián. No me apetecía ser redimido. Empecé a tirar quesos y latas de conservas y salamis del frigorífico a la mesa. Abrí el cajón y tiré abrelatas, cuchillos, tenedores y todo lo que pillaba, hasta las cucharillas de tarta volaron por la mesa, las sillas y por el suelo. El viejo dijo algo, no recuerdo qué, tal vez que dejara de hacer eso. Yo ni caso; únicamente percibía odio en su voz y de nuevo sentía aquella piedra atrancada en el estómago; de nuevo me desequilibró; insoportable; seguía saqueando y tirando cajones por la cocina. ¡Oye fenómeno, tú no me vas a decir lo que tengo que hacer!, ¿vale?, pensaba, ¡no me vas a mandar que esté tranquilo, callado y agradecido! Volaron las ollas y las tapaderas. Opté por arrancar de la pared las primeras estanterías que tenía a la mano, el viejo me saltó a la yugular, me cogió de los pelos y me empujó la cabeza hacia atrás, o sea, por fuerza mayor tuve que soltar la estantería; el viejo empezó a pegarme gritando que me iba a aplastar como a una mosca. Me había cogido de sorpresa; ¡no podía ser verdad, ¡si no es verdad! Entonces fue cuando apareció la vieja gritando y llorando que esto era un infierno. Me apretaba la cabeza con las manos. A duras penas logré mantener el equilibrio pero todavía tenía el viejo en la chepa estrangulándome con el brazo. ¡Basta! Agarré su brazo, me agaché hacia delante y lo tiré por encima de mí y se estrelló contra el suelo, cuán largo y ancho era. (Así fue: agarré con fuerza sus brazos que me estrangulaban, giré bien el cuerpo, flexioné las piernas y me agaché hacia delante y lo proyecté por encima del hombro. Naturalmente antes había cargado bien su cuerpo sobre la espalda; el viejo no sabe caer; yo sí domino estas técnicas; hace años conocí a un guardia municipal que me enseñó trucos de defensa personal. Pero ahora no procede ponerme a explicar estos detalles; ¡si nadie sabe de qué estoy hablando!) Pues bien, ¿por dónde iba? Ah, sí, lo tiré al suelo, en el pasillo de la casa, hasta allí me había arrastrado el viejo y me pareció que alguien gritaba: “¡Policía! ¡Hay que llamar a la policía!” En mi cabeza oía las sirenas, el viejo se recuperó y me tumbó al suelo. Tirado en el suelo de mi propia habitación, el viejo encima de mí apretándome el pecho con la rodilla, estaba perdiendo la consciencia; el viejo apretaba los dientes y murmuraba que prefería matarme antes que tener que admitir que era su propio hijo. No podía respirar; alguien aullaba, así me parecía, pero era posible que fuera yo mismo, cogí al viejo de los huevos y se apartó de mí 89 de un salto y me levanté y de un puñetazo lo tiré al suelo. Habría saltado encima de él y le habría roto el alma con las camperas si mi madre no me hubiese agarrado del cinturón: “¡Por favor, por favor, no lo hagas, no vale la pena!” Sus palabras me detuvieron. No que me rogara que lo dejara en paz, sino que una vez en su vida se pusiera a mi lado y dijera que él no valía la pena. ¡Por una vez él tenía más culpa que yo! Dejé caer los brazos a lo largo del cuerpo y me caí de rodillas. Mi madre me abrazaba y me consolaba y me decía que esto se podía solucionar de otra forma; no hacía falta tener una tragedia en la familia. Bien, dije. Lo único que deseaba era pillar la cama y dormir. Dormir y dormir. Me desperté medio vestido. Era casi mediodía y enseguida me dí cuenta de que otra vez llegaba tarde al curro. Entró mi madre con café y me dijo que no me preocupara, ella había llamado al trabajo contando que había caído enfermo. Dijo me entendía perfectamente que hubiese dormido tanto tiempo. Así no podía ir a trabajar. Bebí algo de café y encendí un cigarrillo, ella se sentó a mi lado y empezó a llorar. No lo sé, si estoy cansado y hecho polvo, como estoy ahora, es demasiado, sobre todo si uno empieza a lloriquear a tu lado. Pregunté qué es lo que pasaba ahora, qué pecado había cometido, ya lo sabemos, tengo la culpa de todo, pero ella sólo negaba con la cabeza y emitía hipos. Se limpio la cara por lo menos cinco veces, me contempló con los ojos irritados y me dijo en tono serio: “No te echo la culpa de nada. Solamente quiero pedirte un favor. Te ruego que vayas (ahora estás de baja) a ver a un psicólogo.” Pensaba que me estaba tomando el pelo o que me quería decir de una forma prudente que debía ir al manicomio. ¡Qué situación: un día mi viejo me quiere matar, otro día mi vieja me quiere meter en un manicomio! ¡Mi propia vieja tan dulce y tan comprensiva! Y nadie tiene la culpa, claro. “Yo no voy a ninguna parte”, dije y me bebí el café hasta el final. Sentía ardores en el estómago. La vieja no se quedó en paz: “Voy a hacerte otro café, pero tú vas, te lo ruego. Ya he hablado con una compañera de trabajo, aunque tampoco le he dado muchas explicaciones. Que en casa nos vamos a matar y que sería una lástima porque somos una familia en condiciones. Le dije además que tu padre y tú no os podéis ni ver en pintura y que tú estás al borde de un ataque de nervios. Es que no aguantas a nadie; ¡nadie 90 te cae bien!; yo te tengo miedo, no sé lo que piensas y qué es lo que te pasa. No pasa nada si vas a ver a un psicólogo. Por eso no estás loco, tú simplemente vas y él te cura”. O sea, tú vas y te curas ... Sentí un mareo y tuve miedo de que la piedra de nuevo se quedara en algún sitio del estómago. Bueno, cómo decirle entonces a los colegas que voy a ver a un médico para que me mire el coco, es poco menos que ir a una clínica psiquiátrica, como una especie de excursión familiar. Por un momento logré concentrarme. “Bien, voy a ir. Pero tú quedas con la gente y te encargas de todo, no pienso ir por ahí de médicos y psicólogos arreglando papeles y boletos”. Y fui a ver a un psicólogo, esa misma semana ya tenía una cita. Tal vez lo llevaban tiempo tramando a mis espaldas, mis viejos tenían la convicción de que hacía falta abrirme la cabeza y ver qué me pasaba; ¡qué más da si era una conspiración! ¡Todo era una guasa! Me parecía una tontería ir a ver a un tipo y tener que hablar durante una hora sin saber muy bien de qué. Me daba hasta vergüenza, no sabría qué decir, no me saldría nada, no tendría ni idea qué decirle o qué carajo el menda esperaba oír de mí; algo completamente distinto a lo que pasaba en el bar Mravlja cuando le vacilaba a todo el mundo y la gente se reía de mis bromas; nunca me faltaba material; fluía de mi lengua. El psicólogo empezó a joderme hablando de la juventud; pero a mí no me salía de los huevos contarle a qué me dedicaba cuando iba a la guardería. Es la época sin problemas. Hablé un poco de la juerga y que tengo muchos colegas; aunque los compañeros de clase siempre me han caído fatal, sobre todos los que van a la iglesia y a catecismo. Luego empezó a preguntarme sobre el significado de la amistad y una vez hasta me preguntó si creo que hay una diferencia entre amigos y conocidos. Amigos habrá un poco más, creo yo que era algo así por el estilo. Después de dos o tres semanas de conversaciones con el tipo empecé a ponerme nervioso. No lo sé, sentía que iba a haber preguntas en relación con mi viejo; además tenía la impresión de que el psicólogo iba un poco a la caza, iba a lo suyo, a ver si me pillaba con algún que otro truco, a ver si caía en una de sus marañas, a ver si por fin empezaba a hablar de las razones profundas de mis problemas o explicaba de una vez por todas el origen de mi cutre situación. No quería meterme mucho en el tema de la psique porque es 91 gente que puede volverte loco; solamente pensaba hablar un poco con él para que en casa estuvieran contentos. Siempre he pensado que no tiene sentido lamentarse, eso es lo que la gente suele hacer, escucharte y entenderte y luego cada uno tira por su lado. Ni siquiera a Rok le he contado todo; ¡ese sí que ha hecho bobadas más grandes que yo! En la calle, ¡hablar de problemas era lo último! Un buen día, hablando con el psicólogo, estaba de mal humor y sólo le contestaba con monosílabos: sí y no, de reojo miraba el reloj de su muñeca y le pregunté cuándo iba a terminar todo esto y si me iba a hacer un diagnóstico y luego nos dejaría en paz a todos. Intuyó, tal vez, que no quería “colaborar”, como él decía, y empezó a provocarme, que por qué llevaba un pañuelo alrededor del cuello, que si me dolía la garganta y cosas así. Fui perdiendo los nervios por primera vez; sin embargo pude controlar la piedra que llevaba en el estómago; ante él no podía permitirme un estallido de ira. Dije que el pañuelo estaba de moda y que no tenía nada que ver con un posible dolor de garganta. Pero él no paró y erre que erre con mi garganta y por qué de repente cambiaba de voz, si no me pasada nada. Respondí que no entendía, pero él, en plan sabihondo, me contó que unas veces tenía voz de hombre, otras veces, de mujer; hablando normal, tenía, según él, voz de hombre, pero cuando me enfadaba, tenía voz de mujer. De forma dulce le conté que no entendía qué relación había con la bronca de mi viejo; la razón por la cual iba a sus consultas. (“Bueno, entonces, señor, cuénteme qué nos pasa a mi viejo y a mí; ¡porque la verdad es que no puedo más!”, le dije en tono decisivo.) Por fin hablábamos del viejo. Gracias a Dios porque ya no me apetecía ir a la terapia. Por primera vez en la vida, tenía a alguien con quien hablar, alguien a quién contarle el peso de la piedra que llevaba dentro. Fue cuando averigüé por mi propia cuenta que, por culpa de mi padre, la piedra me seguía pesando si pensaba en él; o, al revés, si algo me sacaba de los nervios, y me encontraba en tinieblas, enseguida aparecía el recuerdo de mi viejo; ¡aunque él no hubiera sido la causa inmediata de mi disturbio!; después aumentaba la locura y empezaba a destrozar el mundo a mi alrededor. Es la pura verdad. Así, una vez, casi le arreglé una prótesis a una chica, ¡y la pobre sin comérselo ni bebérselo! La tía me estaba comiendo el coco, en la discoteca, un tema que apenas me interesaba, tal y como se lo había dicho un montón de veces en la cara, 92 ¡que me importaba un bledo! Es la verdad, me la refanfinflaba; lo único que mola es la juerga, y si hay tías, mejor, pero la verdad es que así no me gustan las tías. Bueno, la fulana en particular seguía con su rollo y me pedía que le reconociera o dijera no sé qué cosa … pero a mí no me apetecía. Tal vez se le había ido la olla, sonreí y ella empezó a darle patadas a la silla; me daba vergüenza estar con ella. No paraba de reírme, no por maldad, sino porque no sabía muy bien qué pasaba o qué quería de mí. Lo peor es cuando la gente exige algo, entonces tengo los cables cruzados y lo mando todo al carajo. Me levanté y la agarré del cuello y la levanté tan alto que dejó de tocar el suelo con los tacones. Dije que me dejara en paz, que lo nuestro no iba a terminar bien. Luego se me nubló la vista y empecé a repetir que me dejara en paz, que dejara lo que estaba haciendo y que cerrara el pico antes de que pasara una desgracia; la pobre estaba muerta de miedo y no se atrevía ni a rechistar. Yo repetía como un idiota que me dejara y tras cada palabra se me nublaba aún más la vista. Cuando ya no veía ni tres en un burro, surgió el recuerdo del viejo, no sé por qué. Hice un puño. Quise pegarle. Destrozar. Irme. Salir corriendo, lejos. -¡Damjan! La voz de Rok me espabiló: “¿Qué coño haces? ¿Has perdido la cabeza? ¡Déjala en paz!” Sacudí la cabeza y me recuperé. Dos veces me golpeé la frente y pude ver el mundo desde un punto de vista normal. La chica tenía el rostro completamente rojo debido al espectáculo de luces de la discoteca. Se tocó el cuello y salió como un cohete hacia el vestuario. Luego no la vi en toda la noche. Tranquilicé a Roki argumentando que no pensaba hacer nada, que sólo era una broma eso de la mirada salvaje y levantar el puño. Solamente quería darle un susto a la niña para que nunca más me diera el coñazo. Pero bien sabía yo que no era verdad. Había perdido los nervios y todo por culpa de mi viejo. Esto puede pasarme en cualquier momento. Tal vez yo no sea de fiar. (Esto naturalmente no se lo conté al psicólogo. Lo averiguaría a lo mejor por su propia cuenta; al fin y al cabo, era psicólogo, ¡pero yo no se lo conté!) A Rok y a mí ya no nos apetecía tomarnos una cerveza y volvimos 93 a casa. Intenté hablar de pitos y flautas, hacer el payaso y olvidarme del cromo de la discoteca. Pero no fui capaz. Rok ya no se reía de mis bromas, estaba de mal humor, dijo que a veces era como un cerdo y que le daba vergüenza, y, luego, durante el camino no dijo ni una palabra más. Poco tiempo después de aquel percance dejé de ir a las sesiones del psicólogo. La verdad es que nunca le llegué a contar algo concreto. Recuerdo sus palabras: Mi tensa relación con mi viejo es por culpa de algún vínculo entre nosotros que no nos deja en paz. Por eso nos aparta y nos junta. Separados y juntos. Pero yo no veo tal vínculo. Al viejo nunca le conté lo que había hablado con el psicólogo. De hecho no le he dicho nada a nadie; lo cual a mi madre le ha sentado mal. Adrede no he contado nada; ¡el colmo es que he ido a ver a un psicólogo y ella ni se atreve muy bien a preguntarme cómo me ha ido! Del psicólogo no saqué mucho en limpio, pero él tampoco de mí; una vez, antes de la charla, cogí una pea que simplemente no pude presentarme en el consultorio. A la semana siguiente ya no me apetecía ir a aquella blanca habitación llena de ficus verdes y así dejé de ir. Durante el almuerzo, otro día, la vieja me preguntó de pasada cómo me iban las terapias, le dije tranquilamente que ya no iba más. Como llevaba meses sin altercados no me dijo nada. Y nos olvidamos de las terapias. Bueno, una vez escuché a mis viejos comentando que era una lástima no haber terminado la sesión; querían saber qué me pasaba y si se podía repetir. Hubo repetición, es normal. Y hasta más veces. Pero ya nadie se atrevía a decir que tenía que ir a terapia. Seguí comportándome como una bestia, naturalmente no cada día, de vez en cuando. Me volvía loco por la piedra que llevaba en el estómago, por la oscuridad, bueno, por lo que fuera, pues no tengo ni la menor idea, tal vez por todo, hasta que un día me encontré con ella, la persona a la que pude contarle mi nombre de verdad. Es un detalle que no se lo digo a todo el mundo. Por ejemplo en el grupo no lo he mencionado. A los viejos les dije que iría al grupo solamente si podía presentarme como Damjan. Me lo permitieron. Ya sé que me permitirían todo con tal de perderme de vista. 94 Pues bien, Damjan ha dicho lo que tenía que decir. Traducción de Santiago Martín 95 Paisajes de la literatura infantil eslovena actual Edición: Barbara Pregelj Traducción: Barbara Pregelj, Barbara Vuga, Santiago Martin Sanchez Fotografías: Blažka Bučar & https://www.slovenia.info/sl Redacción: David Heredero Zorzo Para la edición española Založba Malinc, Medvode, 2019 www.malinc.si Para la editorial: Aleš Cigale Diseño y maquetación: Blažka Bučar y Aleš Cigale 1a edición electrónica www.malinc.si Kataložni zapis o publikaciji (CIP) pripravili v Narodni in univerzitetni knjižnici v Ljubljani COBISS.SI-ID=303340544 ISBN 978-961-6886-71-0 (pdf)