Ángel Luis Luján Atienza Universidad de Castilla-La Mancha EL «MUNDO» DE LA NUEVA POESÍA: ALGUNAS NOTAS SOBRE LA REFERENCIALIDAD DEL DISCURSO POÉTICO La poesía es el género literario más problemático cuando se trata de establecer sus relaciones con el mundo. Desde la famosa afirmación de Archibald Macleish de que un poema no significa sino que es, o el minucioso análisis de estructuras lingüísticas que llevaron a cabo Jakobson y Levi-Strauss con el soneto de Baudelaire, pocas veces se ha preguntado nadie por la radical relación entre palabra y mundo en este peculiar y minoritario género. Autores que han atendido a la referencialidad de la literatura en la esfera de una estética del compromiso, como Bajtin o Sartre, han relegado la poesía a simple juego de lenguaje. Según ellos, la poesía no habla de la realidad. Los estudios de pragmática de la lírica a partir de los años 70 empezaron a despejar el camino en este sentido pero todavía hay mucha labor por hacer, pues casi todos coinciden en conceder al sujeto lírico, y por lo tanto a su enunciado, un estatus ficcional, o como mucho una invitación a asumir el yo del poeta.1 Si la poesía es un género de discurso o un conjunto de prácticas discursivas que tienen características comunes, ella debe establecer con el mundo una serie de relaciones como cualquier otra práctica discursiva. Sabemos desde la teoría de los actos de habla de Austin que la palabra no sirve sólo para describir el mundo, sino para actuar sobre él. Pero para que haya actuación debe haber previamente mundo, aunque sea en el sentido en que Bajtin nos dice que todo género discursivo crea en cierta medida la realidad a la que se refiere, pues todo género responde a distintas versiones y visiones del mundo. La poesía no iba a ser una excepción como tipo discursivo. Lo que ocurre es que prima en ella el estrato lingüístico y la capacidad imaginativa, lo que la ha convertido tradicionalmente en un género visto como evasivo (y evadirse de la realidad es una manera de hablar de ella por rechazo). La poesía, al contrario que la narrativa, debido a su brevedad, no puede generar mundos posibles complejos y completos, pero ello no quiere decir que no hable de mundos, precisamente los sugiere. La preponderancia que tiene en ella la parte lingüística la hace especialmente capaz, por otra parte, para apropiarse de los diversos tipos discursivos vigentes en una sociedad y en un momento histórico para aceptarlos, distorsionarlos, subvertirlos y devolverlos a la realidad hechos otros. Antonio Méndez Rubio ha hablado de «poesía sin mundo» en su obra poética homónima Poesía sin mundo, un título provocador y paradójico, pues parte de la premisa de que toda obra literaria, como todo acto discursivo, supone una toma de posición. No hay un lenguaje neutro. El compromiso de la poesía con el mundo, según él, ocurre en el espacio que le es más propio, el de las formas. Como recordaba Iuri Lotman, en poesía todo significa: un acento, una pausa, un espacio en blanco, una rima. La forma poética engendra 1 La de Lázaro Carreler es una postura típica en éste campo: «No se trata sólo de un mero convite para acompañar al lírico en su viaje imaginario, sino de un llamamiento perentorio dirigido al lector para que se identifique con él» (Lázaro Carreter, 1990: 43). Para Lázaro Carreter la fuerza perlocutiva de la poesía consiste en que el lector asuma el yo que habla en el poema. Para la discusión de todas estas teorías véase mi Pragmática del discurso lírico, Madrid. Arco Libros, 2005. significado. Sin ir más lejos, la capacidad de transmisión de información que tiene la poesía de forma sintética se opone al aluvión de información masiva que recibe el público de otros medios, principalmente la televisión o internet. Esta condensación informativa otorga ya un claro «sentido» al hecho poético en nuestros días. Estamos hablando, entre otras cosas, de referencia, lo que no significa necesariamente la identificación de un objeto concreto del mundo, exterior a la poesía o al lenguaje. Muchas veces de lo que se trata en poesía es de la referencia a una categoría o un tipo de realidades. De hecho, gran parte de la poesía moderna tiene como tema la categorization de la propia experiencia del poema, como nos dice Juan Carlos Abril (Un intruso nos acecha, pp. 8-9), y, en fin, toda la tradición poética creo que es un sostenido esfuerzo por referir y categorizar algo que no tiene nombre en el lenguaje corriente, algo que se escapa a toda definición y fi-nitud. El tema es amplio, así que me he limitado a algunas calas en el vasto panorama de la poesía española escrita en los últimos años por poetas jóvenes. El autorretrato y la carta Quisiera comenzar mi reflexión sobre estas cuestiones a partir de dos fenómenos: el género del autorretrato y la inclusión de un género de la intimidad, como es la carta, en un libro de poemas (O libro da egoísta, de Yolanda Castaño). El autorretrato es un género claramente referencial, pues se trata de hablar del referente más cierto (y a la vez más elusivo) para el que escribe: el vo mismo.2 Si la mayor parte de la poesía ha pivotado en torno a un deíctico: yo, el autorretrato constituye un intento de definición categorial de ese deíctico. Tomaré como punto de partida el conjunto de poemas agrupados en Yo es otro. Autorretratos de la nueva poesía. Una de las primeras cosas que llama la atención de este libro es que gran parte de los poemas no tratan en realidad sobre el propio sujeto, sino sobre el modo de representación del yo. Esto es muy sintomático por cuanto la problematicidad de la identidad del yo se traslada a la problematicidad de la representación de ese yo, confundiendo ambos niveles: el nivel básico y el metadiscursivo. En la más estricta línea postmoderna podemos decir que el problema de la identidad es en realidad un problema de la manera de representar (Vattimo, 2003 ). Todo mundo es indistinguible de su modo de representación. Con todo, es preciso no olvidar que la poesía ha sido desde sus inicios un género fuertemente autorreferencial. En esto no encontramos novedad ahora, lo que ocurre en la actualidad es que los medios de representación se han multiplicado y hecho más complejos, y con ello las prácticas referenciales se han complicado, entre ellas las maneras de enfocar y comprender el yo. Es una nota característica de la poesía contemporánea: la complejidad de los tipos discursivos con los que convive ha hecho que la poesía desarrolle en especial esta voluntad autorreferencial y su capacidad de fragmentar y desmontar la realidad en sus diversos niveles discursivos. Antonio Manilla, por ejemplo, en su poema «19 mm (autorretrato)» (pp. 19-20)3 nos indica desde el título que el texto está planteado como la visión de una película filmada Convendría traer aquí a colación las teorías de Lejeune sobre la autobiografía y la compilación de Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo. 2000. Doy al final del trabajo la referencia bibliográfica de los libros de creación citados. La numeración que aparece en paréntesis corresponde siempre a las páginas de la edición citada. en que aparece el yo. La filmación refiere al mundo y el poema refiere a la filmación, por lo que tenemos una representación de segundo grado. Luis Muñoz en «Café Hafa, Tánger, febrero 2001» (p. 40) utiliza igualmente la fotografía para reflexionar sobre la propia identidad, pero nuevamente la referencia al discurso poético problematiza la representación puramente exterior. El resto de autores que plantea el problema del medio de representación se ciñe a instrumentos más tradicionales, pero que nos siguen indicando esa obsesión por la forma de representar: Antonio Lucas, en «Ahora que te ven desde el espejo» (pp. 27-28); «El espejo arrugado» de Pelayo Fueyo (p. 44), que rechaza la autorreferencia en favor de una (imposible) visión exterior atrapada en un tiempo objetivo; Lorenzo Plana en «Sueño» (pp. 75-76), que objetiva la pura subjetividad del sueño al elegir la segunda persona autorreflexiva como instancia enunciativa. En otras ocasiones se elige la reflexión sobre el propio género discursivo sin entrar en el medio concreto de representación, aunque nos seguimos moviendo en el terreno de la metarrepresentación. Es el caso del poema «Autorretrato con caserón y fantasma» de José Luis Rendueles, y de Carlos Pardo (pp, 80-81). El libro recoge otras técnicas de autorrepresentación, pero he querido destacar estas por abundantes, sintomáticas y porque nos sitúan en una coyuntura actual de la poesía: la imposibilidad de hablar de la realidad o de la identidad si no es previamente pasando por una reflexión generalizada sobre los medios de representación, o lo que es lo mismo, la imposibilidad de hablar del mundo si no es a partir de una reflexión sobre las maneras de representar mundo y referirse a él. Con ello poesía y crítica vienen a coincidir en ese punto crucial. Las premisas que están debajo de esta tendencia pueden considerarse dobles. Por una parte, la pérdida de confianza generalizada en la transparencia del lenguaje: no se puede hablar de yo sino de las maneras de hablar de vo; y segundo, que al trasladar la problematicidad del sujeto (vo) al género (autorretrato) lo que se está haciendo es fundir en una sola realidad los dos problemas, moviéndonos así en un círculo sin salida: el yo sólo existe en el género de la autorrepresentación, pero ésta no puede partir de un vo radical que sitúe y funde su sentido. El otro lugar en que quisiera detenerme es el final de O libro da egoísta de Yolanda Castaño constituido por una carta familiar. El lector de este libro, altamente abstracto, imaginativo e introvertido, imposible de anclar en ninguna situación concreta a lo largo de su recorrido, se encuentra de pronto con la sorpresa de un cierre con un género totalmente referencial como es la carta íntima. El hecho de que la autora se haya autonombrado en ocasiones a lo largo del libro no quita extrañeza al hecho de que hablo, ya que cuando aparece el nombre de Yolanda a lo largo del libro no sirve más que para sostener un discurso que escapa a cualquier precisión circunstancial. La aparición del nombre propio de la autora no hace más que hundir el discurso en un mundo de referencias absolutamente privadas, un discurso que genera imágenes de sí y no del mundo. La pregunta es pues doble: ¿por qué una carta en este contexto de abstracción? Y lo que es más importante: ¿qué significa una carta personal publicada como parte de un libro de poesía? La carta juega con una de las presuposiciones de lectura de la poesía en la que no se ha insistido a menudo. En poesía, al contrario de lo que ocurre en novela, funciona, como principio heurístico de lectura, cierta versión del pacto autobiográfico. Preexistiria a la lectura de todo poema algo así como una regla que dice: «lea este texto como salido del autor en el momento de escribir hasta que algo en el propio texto le haga pensar lo con- trario». Según esta regla no es extraño encontrar una carta como remate de un libro de poemas, pues no hay género que esté más atado a su situación de escritura con más claridad. Y aun así, uno no espera la inclusión de un género tan crudamente referencial. La carta, pues, provoca un desasosiego, una inestabilidad discursiva: ¿hay que entenderla como poema o como documento, está dentro o fuera de la enunciación poética? La mezcla o fusión de discurso público y privado que presenta la carta nos está mostrando una manera de leer el libro en su conjunto. Hacer de la intimidad un discurso público lleva al colapso referencial. No sabemos si lo que leemos es una carta o un poema, no sabemos si el poema es una expresión de la personalidad o pura imaginación. La carta, precisamente, por su limpidez referencial nos sitúa allá donde no se puede leer la referencialidad, donde el yo que podía garantizar las intenciones de los poemas desaparece. En ambos casos, pues, vemos cómo la referencia en poesía ocurre de una manera compleja, opacada por los propios mecanismos autorreferenciales del género o por el juego de inestabilidades que se produce entre lo público y lo privado. El mundo aparece fuera de escena, pero a la vez la poesía se está refiriendo al mundo para señalar su relación con él como problemática y diferida, fluctuante. Este es el punto de partida para estudiar algunas modalidades de referencia en la poesía joven actual. Monólogo dramático El monólogo dramático constituye sin duda uno de los cauces básicos de la poesía de la modernidad, pero reducir todo poema a monólogo dramático tergiversa la realidad (Langbaum, 1997). El monólogo dramático, tal y como fue concebido por Browning, supone la ficcionalidad total e inequívoca de la voz poética. Pablo García Casado ha hecho de la práctica de esta técnica una constante de su creación poética. En su caso, el monólogo dramático aprovecha el discurso fílmico y la narración de la novela negra. Nuevamente vemos que la referencia al mundo está refractada por un discurso que sirve de intermediario y que el lector reconoce. La poesía pierde, así, su capacidad idealizadora y nos devuelve a la zona de lo prosaico y degradado. El mundo está manchado incluso hasta en sus expresiones más elevadas, como podía ser la poética. La insistencia en el mismo tipo de situaciones hace de lo oscuro y canalla el único modelo de mundo posible para esa poesía, un modelo que espanta y fascina a la vez. El poeta logra poner en primer plano los aspectos más miserables de la realidad, pero siempre nos quedará la duda de si el poeta quiere referirse directamente a esa realidad o sólo está jugando con los discursos que hablan de esa realidad. ¿En qué grado de representación estamos? El poder visual e imaginativo de los intertextos usados y de los discursos mediadores hace que el lector no pueda decidir sobre el tipo de referencia que caracteriza a esta poesía. ¿Hay mundo debajo o sólo discursos? En el caso de Mariano Peyrou, que abre su libro La sal con un monólogo dramático (pp. 7-8), no hay intermediación de ningún tipo discursivo y el monólogo funciona a la manera tradicional: la voz de un niño desde su ingenuidad destapa el mundo violento e hipócrita de los adultos. Se trata, de nuevo, de un discurso dedicado a mostrar los aspectos más sucios y despreciables de la realidad, lo que todo el mundo trata de mantener oculto, incluso para su conciencia. Se diría que estos autores han seguido el magisterio de Browning, que normalmente elegía personalidades morbosas («My Last Duchess», «Soliloquy of the Spanish Cloister») para que expusieran sus propias faltas. En el caso de nuestros autores, se trataría más bien de situar a personajes que descubren la pérdida de la inocencia a través de los secretos de los otros, lo que les obliga a enfrentarse a un mundo hostil. El lector vacila entre verse reflejado en estos personajes en tanto que de alguna manera hace suyo el yo en el proceso de lectura, y la sensación de extrañamiento que le invade, al tratarse de personajes ajenos. Más fácil resulta la identificación en el caso del niño de Peyrou (por resultar una figura tipificada) y más difícil la identificación con los personajes del infra-mundo de García Casado. No obstante en ambos el modelo de la pérdida de la inocencia y el descubrimiento del horror funcionan como actitud vital a asumir con respecto al mundo. Los monólogos dramáticos que Elena Medel introduce en su libro Mi primer bikini tienen otro sentido. Buena parte de ellos hay que ponerlos en relación con una estética que se inserta en el ámbito del juego y de la adivinanza, del referente equívoco. Es lo que ocurre con el poema «Copero» (pp. 21-22), que toma como punto de partida el mito de Ganimedes, pero convertido en un moderno repartidor de pizzas. El lector no sólo tiene que adivinar quién habla sino a quién se habla: el tú que aparece apelado bajo formas del discurso amoroso resulta ser la propia pizza. Todo un trabajo de escamoteo de los referentes, similar al de la adivinanza, convierte esta poesía en un juego y establece una relación lúdica con la realidad. Tal visión lúdica se pierde en otro tipo de monólogos dramáticos, en que también hay que aplicar la adivinación. Si en el ejemplo anterior se pretendía la sorpresa divertida, en el ejemplo siguiente el lector, al implicarse en el desciframiento de los referentes, descubre por sí mismo una realidad amarga de la que ya no puede apartar los ojos. Me refiero a «Bellum jeans» (pp. 19-20). En este caso el yo que habla pierde incluso la individualidad y la frescura inocente que hemos visto antes para convertirse en portavoz de discursos sociales. Es una voz que ha asumido los criterios de éxito del mundo, discursos que amenazan la identidad del individuo. Se trata, en definitiva (y eso lo vamos adivinando en la lectura), de la voz de una chica anoréxica. La referencia está opacada para que el lector vaya descubriendo por sí mismo el horror. La colaboración activa del lector hace que resulte más efectivo el rechazo que le producen estos discursos. La pérdida total de identidad del yo (su anulación moral) se pone de manifiesto, además, en el hecho de que sea la autora, con su voz, la que complica y oscurece los referentes de manera que no sean accesibles a la conciencia del personaje que habla. Por eso, aunque estamos también en la presencia de un personaje «enfermo», sin embargo la opacidad de los referentes mime-tiza no sólo la situación descrita sino el complicado mecanismo psicológico que está funcionando. La proyección imaginaria del yo Hay un tipo de poemas que sin ser monólogos dramáticos tampoco pretenden ser enunciados por un vo en una situación concreta más o menos identificable con el poeta. La situación externa que aparece en estos poemas, aunque a veces reconocible, se encuentra opacada por la imaginación desplegada a la hora de categorizar los referentes y por una tendencia a usar un lenguaje explícitamente poético. Es decir, se trata de poemas en que se pone en primer plano, más que la vivencia, el hecho de que se trata de la escritura conscientemente poética de una vivencia. Encontramos claros ejemplos en Tara, de Elena Medel. La autora ha renunciado al verso medido o más o menos regular y adopta por lo general el versículo, medio más apro- piado para las expansiones del yo. La creación de un escenario de realidades casi visionarias, como ocurre en el largo poema que da título al libro, con la aparición constante de los símbolos de la lluvia y el viento, propicia un lugar de encuentro para establecer un diálogo con los seres queridos ausentes. La poesía se convierte, así, gracias al despliegue imaginativo sobre la realidad en el espacio donde convocar a las personas (vivas o muertas) en su transformación más plena. Se ve claro en «Árbol genealógico» (pp. 29-30) donde la proyección mítica domina desde el inicio del poema: «Yo pertenezco a una raza de mujeres con el corazón biodegradable. / Cuando una de nosotras muere / exhiben su cadáver en los parques públicos...». Se trata de un yo transfigurado, que se crea su propia leyenda (sus referentes legendarios) a través del trabajo del lenguaje. El empeño de esta poesía consiste en hacer que las palabras sean cosas, que las palabras recuperen el ser real de las cosas en su dimensión legendaria y fascinante, que la poesía sea capaz de establecer un espacio imaginario de encuentro total. La autora expresa este ideal en términos negativos al lamentarse: «Pero las palabras jamás tomarán mi barbilla, ni rozarán mi espalda, ni me consolarán diciendo que aunque tenga las manos vacías nada ha terminado» (p. 45 ). Uno de los libros más representativos de esta tendencia es el de Yolanda Castaño Vivimos en el ciclo de las Erofanías. En su fondo adivinamos una historia real, un mundo referencial a partir del cual surge el poema, pero la proyección de esta historia en una zona legendaria y cargada por fuertes intertextos literarios hace que la vivencia se difu-mine y quede en primer plano el despliegue imaginativo. Se trata de una poesía que debe entenderse como individualizada en cuanto que se compromete con la continuidad entre yo real y yo protagonista, pero la faceta del yo que se proyecta no es exactamente la vivencial sino la de poeta. La historia referencial se convierte en mera excusa para el despliegue del yo y de un mundo puramente imaginativo. Estamos ante la presencia de un yo literario desmedido que hace del lenguaje una pasión así como de la tradición literaria. Al envolver la historia en literatura se crea un referente literario extremo donde se mezclan y confunden y resuenan las voces de toda la tradición poética. Esta pasión por el lenguaje se ve en la cantidad de neologismos que incluye la autora o en fragmentos como éste: «Somos dos vocales / formando un diptongo, dos / coordenadas copulativas, / o yo el objeto directo y tú el verbo transitivo» (p. 35). Tanto en Medel como en Castaño vemos que esta modalidad poética presupone una separación radical entre poesía y mundo. La poesía crea una ilusión referencial, pero se trata de la imposibilidad de encontrar el referente: la historia de amor, la persona perdida, la identidad pasada. Realidad y discurso pertenecen a dos órdenes distintos. Refugiarse en la escritura es una solución consoladora, brillante, segura, pero poco efectiva en un mundo que prima la efectividad, y que puede engendrar cierto grado de mala conciencia, como se ve en las diversas justificaciones de la escritura, principalmente en Castaño. Otro poemario femenino, Napalm, de Ariadna G. García puede considerarse dentro de este ámbito, principalmente en su primera parte. Sus llamadas al entusiasmo, a través de un lenguaje fuertemente figurado e imaginativo, hacen que la poesía se relacione con la vida a través del modelo del sueño, de una analogía cósmica y orgánica. Por ello los poemas están recorridos de imágenes del cuerpo humano. La exaltación imaginativa constituye el terreno de encuentro con el tú en tanto que el yo se presenta explícitamente como poeta. Las imágenes de la corporalidad, tanto en los poemarios de Ariadna G. García como de Yolanda Castaño, nos muestran cómo la escritura se proyecta por una parte más allá de lo humano y por otra ahonda en lo inhumano, lo orgánico. La poesía debería ser como la vida pero no sólo como la vida exterior, sino constituir el mecanismo mismo de lo vital. Eso parecen decirnos ambas autoras. La poesía situada Si en el apartado anterior el yo se presentaba como la figura del poeta que se proyecta en un mundo al que transforma imaginativamente, nos toca ahora acercarnos a aquellos poemas en que el vo se coloca y habla desde una situación concreta y verosímil y cuya imagen no es primeramente la de poeta. Se trata de un tipo de poesía de carácter experiential, altamente referencial y que pretende establecer una vivencia como símbolo o como modelo de una situación de la realidad. El problema que plantea este tipo de poesía es cómo hacer compartible la experiencia. Dos poetas resultan bastante característicos de esta tendencia: Rafael Espejo y Carlos Pardo en Invernadero. Rafael Espejo, en El vino de los amantes, practica una poesía irónica, que parte de experiencias presentadas como reales para establecer una dialéctica entre la idealización poética y la realidad representada. El título baudelairiano del libro nos sitúa ya en la órbita de lo literario que se confunde con lo real, pues para quien no conozca la procedencia del título, éste suena perfectamente referencial. No es que el poema se presente como una salvación de la realidad, sino precisamente como el lugar de tensión y lucha de ese doble movimiento entre la idealización y la constatación desmitificadora de lo real. En sus poemas, el referente se categoriza de una doble manera: en términos de un lenguaje poético idealizador y en términos de una realidad empírica desidealizadora. El yo opera entonces como un desvelador de verdades desagradables, pero con todo no es capaz de eliminar la tensión que el poema establece entre ambas tendencias ni puede anular la existencia de una fuerza idealizadora convincente. El desvelamiento de la crudeza de la realidad no anula del todo la presencia de un fondo de idealidad. Ambas visiones del mundo se necesitan. El yo juega a no ser del todo consciente de que su movimiento provocativo de desmitificar la realidad es deudor precisamente de un movimiento contrario de idealización, sin el cual su gesto carecería de sentido y legitimidad. Todo, pues, se juega de nuevo en el discurso. En general, la poesía de Espejo despliega un mundo de juegos lingüísticos y eróticos que al rechazar un lenguaje pretendidamente poético devuelve una realidad que no es, con todo, la realidad desoladora que parece, sino una realidad rescatada para el uso poético. La existencia de referentes reales y situados se da también como norma en la poesía de Carlos Pardo, especialmente en su libro El invernadero. La continuidad de los referentes es el tema fundamental de esta poesía que empieza precisamente por un poema en que el poeta se rebela contra la indiferencia con que se mira la referencia. Después de haber repasado una serie de situaciones y vivencias: la posible sonrisa de una niña, la cerca y un hotel..., el poema se cierra: «Lo malo es que no importa (demasiado)» (p. 13). El poeta desarrolla, en consecuencia, toda una serie de mecanismos para que el lector comparta la experiencia poética, para que le importe, con el fin de preservar de los momentos; por eso éstos aparecen descritos y recogidos con total nitidez. La poesía se convierte en ese invernadero que mantiene la vivencia al resguardo del tiempo. Ello está especialmente claro en un poema central de este libro: «La gracia del verano y cómo con- servarla» (pp. 51-2). El poema en realidad no puede hacerse porque ya está hecho: o bien es la realidad en su crudeza inatrapable que el autor categoriza como «intuición o calentura», produciendo una lectura irónica del furor y fervor poético de los clásicos; o bien es el propio hecho de narrar la imposibilidad del poema lo que constituye el poema. Carlos Pardo dramatiza en este poema la cuestión central de toda su poesía en Invernadero: la imposibilidad del discurso, a la vez que su necesidad ineludible, de preservar la vivencia. El tipo de poesía que acabamos de ver parte de situaciones referenciales concretas para ofrecer una solapada reivindicación de la visión poética del mundo cargada de juego e ironía (Espejo), o para hacer compartible una experiencia al elevarla a un plano simbólico, con la preservación de un referente que precisamente por ser preservado se carga de valor y simbolismo (Pardo). Poesía y categorización Hay un tipo de poesía al que no importa definir situaciones concretas o plantear simplemente la expansión poetizada de un yo individualizado, sino que centra su atención en los mecanismos que usa el discurso para categorizar realidades y cerrar o abrir la interpretación del mundo en diferentes grados. Trata principalmente del poder del discurso y de quienes lo usan para imponer una visión del mundo. Frente a ello la poesía se presenta como la capacidad que tiene ese mismo discurso de descubrir nuevas categorías de la realidad o abrir las categorías que se nos dan cerradas e interpretadas. Formalmente este tipo de poesía se asemeja más a los poemas constituidos por la proyección del yo, pues suele tener un vuelo imaginativo bastante acusado y hace uso del versículo libre o variantes libres del ritmo. La poesía de Julieta Valero entra casi por completo en esta categoría. Basta traer a colación el título de su último libro: Los Heridos graves, con su referencia generalizada. La manera de acercarse a una realidad llena de carencias, de dignidad degradada, de deseos cercenados ocurre a través de la figura del «Herido Grave», categorización que se ofrece al lector como un mapa para orientarse en el sentido global de esta poesía. De hecho, en el proceso de lectura, el lector se debe acabar reconociendo como uno de esos Heridos Graves, entre los que probablemente se encuentre sin ser consciente de ello. Que la poesía es una toma de conciencia de las categorías preestablecidas en las que nos movemos se aprecia en seguida en la poesía de Valero, que se presenta como un discurso de advertencia contra lo reductor de las representaciones: «A imagen y semejanza. // Niñas, Madre, Muchachos, ¿cómo advertiros?» (p. 18). La relación con el mundo es una relación de cautela, de desconfianza. De ahí que el lenguaje se vuelva enigmático y entrecortado en ocasiones, ya que es difícil encontrar un camino claro y directo para explicar una realidad compleja, como es el entramado de representaciones estandarizadas, al tiempo que la complicación del discurso se opone a la fácil asimilación que se hace en general de los discursos cerrados y tranquilizadores. Estos poemas se sitúan a medio camino entre el monólogo dramático y la poesía de situación concreta, ya que se trata de hacer que en el yo se quiebre lo individual, lo iden-titario. Al usar el léxico correspondiente a épocas históricas pasadas en contigüidad con realidades actuales se consigue un efecto de detención del tiempo de la historia y los referentes, así como la desubicación del yo, que habita un espacio del discurso y no del mundo: el transcurso de la realidad histórica se ha comprimido en un mismo y único plano temporal, negándose así la idea de progreso propia de ciertos discursos triunfalistas. La lección es que seguimos sufriendo los mismos males de los que nos creíamos recuperados por el avance histórico. En el poema «Canción del empleado» (pp. 15-21), por ejemplo, conviven patricios, mercaderes, héroes con yates y otras realidades actuales. Esta contigüidad y superposición temporal impide leer el poema como un mero monólogo dramático. La opacidad y carácter enigmático del lenguaje al que me he referido antes sirva también para borrar su pertenencia a una época y a un espacio concretos. Incluso observamos que se superponen expresiones que corresponden a distintas edades de la misma persona. El motivo que se repite en «Deseo» (pp. 22-31 ): «Yo también fui tan alta» superpone la vivencia adulta a la cancioncilla infantil «quisiera ser tan alta como la luná». La mayoría de los títulos de los poemas de este libro remiten a categorizaciones sociales: «Canción del empleado», «Canción del medianero», «Canción de los que han puesto casa» (nótese lo ligeramente arcaico de los dos últimos títulos), «Parientes». De lo que se trata en el poema es de dar otro sentido a estas categorías que el lector puede creer establecidas y fijas. La autora avanza una categoría para replantearla y así mostrar la precariedad de toda categorization. Esta dinámica está explícita en «Deseo»: «Si te besara ya estaría besando menos; me crecería una carta de navegación en la mano» (p. 24). Vemos aquí que el conocimiento exacto, el cierre categorial constituye una pérdida, por cuanto supone someternos a una cartografía definida y limitadora. En esta poesía jugamos a establecer y diluir fronteras a cada momento. Ocurre así que los referentes se escurren y se muestran en su apertura total porque no pueden aprehenderse bajo ninguna tipificación. La poesía es, entonces, el primer gesto de rebeldía al hacer estallar los discursos que nos quieren encasillar. El lector pasea por las diversas figuras enunciativas del poema, a veces asumiendo el yo que habla, a veces incluido en un tú al que se le advierte, a veces identificado con un nosotros que somos todos. Poesía simbólica Desembocamos así en la poesía claramente simbólica, que es difícil deslindar de la anterior. La caracteriza, no obstante, el hecho de que parte de la convicción de que la realidad es interpretable simbólicamente. No le importa tanto a esta poesía, al contrario que la anterior, los mecanismos generales de la asignación de definiciones a la realidad a través del discurso cuanto la exploración de los significados simbólicos del mundo a los que se asigna una suerte de objetividad y preexistencia al lenguaje. La poesía de Juan Antonio Bernier entra de pleno en este apartado y la caracteriza a la perfección. En Así procede el pájaro asistimos a una evolución en el tratamiento del simbolismo. Mientras que en los poemas primeros se daban en el mismo texto las dos realidades: la referencial y su significado simbólico, conforme avanzamos en la lectura la parte de referencialidad real va dejando paso a la pura sugerencia y al puro símbolo, que ocupan así todo el poema. Ello se debe a que Bernier lleva a sus últimas consecuencias uno de los atisbos que caracterizan su poesía desde el principio: la sensación de que no somos nosotros los que miramos a la realidad (principalmente natural) sino que es ella la que nos observa a nosotros, que los símbolos de la naturaleza son tan poderosos que somos nosotros los interpretados por ellos, al contrario de lo que podría pensarse. Esta primacía de la realidad que, al entrar en el poema (como espacio compartido) pierde su particularidad e individualidad, nos pone ante el puro hecho del ser del mundo y sus elementos. De ahí que Bernier, en su evolución, tienda a eliminar la parte interpretativa de sus poemas y se quede con la pura descripción de la realidad, que se va adelga- zando hasta convertirse en pura sugerencia o sensación. Los poemas están formados, al final, por simple yuxtaposición de sensaciones cuya única conexión es su pertenencia a una totalidad de mundo revelado. El poema, por tanto, se sitúa en el lugar en que lo exterior se hace completamente interior y a la inversa, donde no es viable esa separación. De la semántica a la sintaxis Los poemas de Bernier, con esa yuxtaposición escueta que escamotea los nexos relaciónales, o la poesía de Valero cuya sintaxis, según hemos visto, facilita el deslizamiento y la labilidad de los referentes, nos indican que no nos podemos quedar en el nivel se-mántico-pragmático a la hora de estudiar las relaciones que la poesía establece con su referente mundano. La comprensión, el acceso al mundo poético viene mediado por una sintaxis textual, y la sintaxis simboliza de alguna manera la estructura del mundo, según hemos podido ver en los ejemplos que acabo de exponer. Cuanto más opaca sea ésta, más difícil será el acceso al mundo y más complejo se hará el mundo representado, y más problemática la relación con él. La complicación de la sintaxis textual exige del lector un mayor esfuerzo interpretativo, lo cual supone una mayor participación en el poema, y tiene como compensación el ejercicio de una imaginación más libre, que deja de estar atada a los caminos interpretativos impuestos por el poeta. Me detendré en dos cuestiones relacionadas con este tema en dos autores que me parecen significativos, y con ello cerraré mi exposición: el problema de los conectores y el de la mezcla de niveles de representación en la sintaxis. Para lo primero, destaco la obra de Abraham Gragera, que ha recogido prácticamente toda su poesía escrita hasta ahora en el volumen Adiós a la época de los grandes caracteres. La poesía de Gragera representa muy claramente un rasgo general de la poesía de todos los tiempos en que no he insistido hasta ahora, pero que está presente en casi todos los poetas estudiados: el carácter fragmentario del discurso poético. La fragmentariedad a la que ahora me refiero (y que es característica de la modernidad) es radical por cuanto supone que el poema no es sólo en sí un fragmento, sino que está construido por fragmentos de otros poemas. La poesía de Gragera pone especialmente de manifiesto esto; la sensación de errancia que tenemos al leer sus poemas se debe a que la unidad precaria del texto es puramente accidental. Lo demuestra el hecho de que las partes de los poemas de Gragera se han ido combinando y recombinando de distintas maneras para construir los poemas que hoy leemos y que tenemos que considerar, por tanto, sólo una fase en su construcción, una de las tantas arquitecturas posibles, como ocurre, por ejemplo, en el poema «Elegía» (pp. 14-15), cuya última estrofa es en realidad un poema que aparecía exento en Desviacio-nes y demoras y llevaba por título «Playa del apocalipsis» (p. 31 ). Un poema independiente, pasa a formar parte de un texto mayor, y al ser incluido ahí el sentido del texto se adapta, se reordena. El resto de los poemas de Gragera, muchos de ellos poemas en prosa, muestran esa misma errancia que hace que veamos la realidad como un agregado de sensaciones entre las que debemos restablecer las conexiones. Se trata de arrojar una nueva visión sobre el mundo, desautomatizar las respuestas. El poema, pues, muestra ese espacio utópico donde no sean necesario establecer enlaces porque realmente todo esté enlazado y sea interpretable en su puro ser. La poesía de Juan Carlos Abril nos plantea el problema de la sintaxis poemática desde otra vertiente. No se trata ya de suprimir conectores o de trabajar con la contigüidad de fragmentos dispares, sino de complicar la sintaxis haciéndola volver sobre sí misma de manera que la referencia al mundo quede clausurada. La sintaxis textual global del poema es coherente en principio, no se producen saltos ni rupturas, encontramos los conectores precisos, pero dentro de la misma frase de pronto se produce un salto de nivel. Es en El laberinto azul donde más claramente se da este tipo de poemas, caracterizados en general por una andadura bastante serena, lo que permite al lector centrar toda su atención en la complejidad y profundidad de la sintaxis. En el poema «Amanece» (p. 12) tenemos sensaciones internas y externas en continuidad, y realidades que pertenecen al paisaje sintácticamente deben ser semánticamente atributos de quien habla. El interior de los poemas organiza, pues, mediante la extenuación de la sintaxis, un mundo semánticamente denso y homogéneo, un mundo que ilumina hacia dentro como nos dice el poeta en «Galope» (pp. 20-1 ): «Lejos la extraña luz / que atraviesa la noche, y más extraña / la luz de los poemas, este espacio / tan breve que ilumina / hacia dentro y nos punza». El laberinto azul es una buena metáfora para este tipo de poesía de sintaxis laberíntica, con referencia al azur de Mallarmé y al hecho de que el laberinto quizá refleje el cielo azul. Como dice el poeta: «Lentamente, deprisa / cada poema igual que un sortilegio / nos sumerge en su magia / de pronto, y atraviesa / el sentido de todo. / O quizá nos confunde» (p. 54). Una sintaxis que desborda los versos y que funde planos de referencia hace del poema una unidad fuertemente cerrada y blindada contra cualquier asalto del mundo exterior, allí donde desvelamiento de sentido y confusión son las dos caras de una misma moneda: la experiencia de la poesía hecha reflexión pura. Conclusión Por ceñirme a un espacio abarcable, he dejado fuera muchas cuestiones y muchos autores valiosos, pero baste el recorrido anterior para mostrar por una parte la diversidad de las estéticas que se dan hoy por hoy en la nueva poesía, pero también para responder a una pregunta, ¿por qué escribir y leer poesía en un mundo que da la espalda al discurso poético? Precisamente porque desde sus diversas tendencias y estrategias discursivas hemos visto que la poesía (como siempre) se sitúa allí donde ningún lenguaje llega, donde la relación entre discurso y mundo se hace problemática, en los puntos delicados de esa relación. La poesía siempre ha actuado así, lo que ocurre es que ahora ha aumentado la complejidad de los discursos que rodean al poema y éste ha respondido casi siempre con un giro metapoético que hace del discurso el primer referente al que se debe enfrentar. BIBLIOGRAFÍA Castillo, J. R. y Gutiérrez Carbajo, F. (eds.) 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Avtor članka si prizadeva na eni strani prikazati raznolikost estetik v sodobni poeziji ter, na drugi, odgovoriti na vprašanje, zakaj sploh pisati in brati poezijo v svetu, ki pesniškemu diskurzu načeloma obrača hrbet. Odgovor se zdi v dejstvu, da se poezija s specifičnimi tendencami in diskurzivnimi strategijami umešča tja, kamor jezik ne seže, in kjer se odnosi med diskurzom in svetom problematizirajo. Med številnimi deli sodobne španske poezije se avtor članka omeji na poezijo mladih pesnikov in izpostavi naslednje pojave: poezija kot avtoportret (Yolanda Castaño), dramski monolog v poeziji (Pablo García Casado, Mariano Peyrou, Elena Medel), imaginarna projekcija govorca (Elena Medel, Yolanda Castaño, Ariadna G. García), pesniška umestitev (Rafael Espejo y Carlos Pardo), pesniška kategorizacija (Julieta Valero), pesniška simbolika (Juan Antonio Bernier) ter semantično-sintaktični odnosi (Juan Carlos Abril, Abraham Gragera).