Drago Jarn'Sar EL FRESCO DE CASTILLA Durante el peregrinaje de Ulrik a Compostela sucedió algo que la gente de la escolta no supo explicarse y que produjo temporalmente un cambio completo del joven conde. Ocurrió cerca de Valencia, tal vez cerca de un lugar llamado Segorbe, como algunos afirmaban luego; de cualquier forma ocurrió en medio de un día caluroso y en medio de la ondulante y ardo- rosa llanura española, cuando Ulrik de golpe lanzó su caballo hacia una ermita. Hacía unos momentos que habían parado en un bosquecillo sobre una pequeña elevación, desde donde se abría una vista que abarcaba grandes extensiones de tierra de color rojo oscuro tachona- da de piedras blancas y escasos arbustos. Entre los árboles de esa elevación, que daban una sombra escasa y débil, estaban cobrando aliento y apagando la sed, cansados, y sólo de vez en cuando se oía alguna palabra. Unos se tumbaron y otros se sentaron y, en el silencio que se hizo a continuación, se escuchaban únicamente los silbos de los insectos que se arracima- ban, venidos desde quién sabe donde, sobre los flancos y narices de los caballos. Un caba- llo meaba ruidosamente en el reblandecido suelo, en alguna parte sonó un golpe metálico de una afilada espada contra un escudo. Hasta donde alcanzaba la vista no había ningún pobla- do, desde el bosquecillo sobre la elevación se veía por doquier sólo el paisaje tórrido con el sol de modo que ante tal resplandor parpadeaban los cansados ojos. No lejos del lugar donde habían parado, en un paso ondulado del valle, también sobre una elevación, casi sobre una especie de espalda terrestre había una sola edificación Era una blanca ermita con una nave alargada y con un campanario algo más elevado, con una campana parecida a la cabeza de una acurrucada paloma blanca llegada volando de quién sabe dónde, que se habrá posado cansada sobre la espalda del tórrido paisaje. No estaba claro para qué servían el campanario y la campana en aquella ermita, para quién sonaba y a quién llamaba a orar, pues hasta donde abarcaba la vista no se veía rastro de vida humana. Los hombres de la escolta sabían que allí, si no otra persona, orarían ellos, porque su señor no dejaba de lado ningún santuario, y que descansaban aquí antes de empezar a orar sólo para que la gente y los caballos no reposasen, no tragasen la comida, no bebiesen, no ventoseasen y no measen alrededor del lugar sa- grado. Ulrik se detuvo un momento en la falda del bosque, en la linde del arbolado, entre la som- bra y la luz. Después, mandó traer de pronto su caballo, montó y partió cabalgando lenta- mente hacia el candente paisaje. Ocurrió en medio de la ondulante llanura española, en el reino de Castilla, tal vez cerca de Valencia, algunos afirmaban luego que no lejos del lugar llamado Segorbe. En 1430, el poderoso señor feudal Hermande Celje mandó a los lejanos mundos dos expe- diciones de peregrinos con una numerosa escolta militar de caballeros, escuderos y pajes. Una de ellas marchó en peregrinación a Roma, guiada por su hijo pecador Friderik, que acu- día allí con la conciencía cargada con el asesinato de su mujer, numerosos libertinajes y adul- terios, repulsivas bacanales y descaradas agresiones. Otra expedición fue guiada por Ulrik, hijo de Friderik y nieto de Herman, joven conde que tenía un carácter mucho más virtuoso que su padre y su abuelo, una determinación y una audacia soberanas, en las que el viejo 3 señor poma todas sus esperanzas. La peregrinación de Ulrik fue mucho más larga, a Santiago de Compostela, para purgar allí, para ser elegido portador de la promesa y de la bendición, para abrirse, con su voto, un firme futuro. Los cronistas cuentan que aquella repentina reli- giosidad del viejo Herman y sus descendientes atrajo bastante atención. Evidentemente había llegado el momento de darse cuenta de que para el futuro de su poderosa estirpe seria ventajoso ganarse, aparte de dinero y soldados, de astucia y crueldad, también algo de ayuda divina. Y anotaron también que durante aquellos últimos años solía levantarse por las noches y deambular con los ojos llenos de espanto y terror confusos. De todos los crímenes que había cometido, el más obsesionante era la muerte de la joven y tristemente bella Veronika, la desgraciada amante de su hijo, a la que no le había sido dado llegar a ser condesa de Celje, de la joven Veronika, a la que había mandado asesinar y apagar con su propia sangre las antorchas de los seductores ojos que con tanta seducción habían prendido a su hijo, como también fue escrito. Por eso muchos opinaban que la repentina religiosidad del viejo cruel, que, como ya no era capaz de salir a largas romerías, mandaba a su hijo y a su nieto, era con- secuencia del inesperado arrepentimiento que aparece indefectiblemente antes de la muerte. Del arrepentimiento de una noche de despiadado asesinato, del desgraciadamente bello ros- tro de Veronika que todas las noches resucitaba ante sus ojos. El viaje de Friderik, según informan los cronistas, transcurrió conforme a su tempestuosa naturaleza, entre incesantes embrollos por el camino, entre altercados con los nobles, bur- gueses y campesinos, entre bacanales y peleas con armas. Antes de llegar a su destino fue hecho prisionero por el conde fronterizo Ferrare, quedó en cautiverio junto con su disoluta escolta durante bastante tiempo, hasta que lo rescataron y lo devolvieron a su casa sin llegar al destino de su romería. De modo completamente distinto transcurrió el peregrinaje de Ulrik. Su expedición, que había emprendido el camino en medio del invierno, paraba no sólo en los castillos y en las ciudades, donde le ofrecían hospitalidad, sino también en los pueblos con iglesias, en las aldeas, en las solitarias ermitas entre las montañas. Hasta junto a los cruciftjos en las encru- cijadas de caminos, Ulrik a menudo no sólo se persignaba, sino que también saltaba de su caballo y se arrodillaba o, al menos, inclinaba la cabeza desde la silla de montar y rezaba con devoción durante un rato. El camino de penitencia les llevó a través de la zona de Gorizia, del norte de Italia y del sur de Francia hacia la lejana Compostela. La escolta admiraba al joven señor que en todo el camino no pecó ni de vida libertina, ni de comida y bebida exce- sivas, ni de conducta altanera o afanosas aceptaciones de regalos. Todo el tiempo el conde estaba alegre, les animaba cuando hacía viento y caía lluvia, en los caminos por los peli- grosos puertos de montaña no dejaba que lo llevasen sino que andaba con los pies ensan- grentados, como los demás, junto a los caballos con narices espumeantes. Así en el largo camino pasó el invierno, llegó la primavera, el verdor de los campos y prados de Italia y del sur de Francia, dejaron atrás caballos muertos y peregrinos enfermos, vieron el cielo azul en la cercaIÚa del Mediterráneo, viajaron atravesando las cálidas lluvias de los pasos pirenaicos y se encontraron al fin en la ardiente luz de los campos españoles, de las zonas pétreas, un día en un bosquecillo sobre una elevación, en un silencio de tenues, silbantes sonidos de insectos, murmullos de gorgojos, en frente de una ermita que de súbito cambió completa- mente a Ulrik. 4 Ulrik se detuvo un momento, silencioso, en la falda del bosque, en la linde del arbolado, entre la sombra y la luz. Después, mandó traer de pronto su caballo, montó y partió cabal- gando lentamente hacia el candente paisaje. Ocurrió en medio de la ondulante llanura espa- ñola, en el reino de Castilla, tal vez cerca de Valencia, algunos afirmaban luego que no lejos del lugar llamado Segorbe. Por un instante se les perdió en el horizonte, después su figura, fundida con el caballo, apareció en el valle, en medio de las oscilantes radiaciones solares. Y antes de que empezase a subir hacia la blanca ermita, lo siguieron a caballo algunos caballeros y pajes, mientras que otros permanecieron en el bosque. En la cima, Ulrik descabalgó y se puso a empujar, cada vez más impaciente, la puerta que no se podia abrir; miró alrededor en busca de ayuda, después golpeó con su hombro la madera, la puerta cedió y el oscuro interior quedó al des- cubierto. Se detuvo un instante, inclinó la cabeza, juntó las manos ante sí y entró. Sus ojos, lastimados por la luz, no veían nada al principio; se persignó y se acercó automáticamente al altar. El frescor estremeció su cuerpo, la mirada empezó a distinguir los contornos de las siluetas de madera y de los frescos de las paredes. Era una ermita modesta, las pinturas de las paredes eran borrosas, la pintura de las estatuas de madera se desprendía, la débil luz se vertía, en forma de una tenue cascada, desde las ventanas en lo alto, debajo del techo. Ulrik se arrodilló, bajó la mirada hacia una fria piedra y se puso a rezar. Al alzar de nuevo la mirada hacia el altar, oyó el relincho de los caballos fuera de la ermi- ta, un espeso murmullo de gorgojos irrumpió dentro desde algún lugar, desde algún lugar del mar extranjero de ondulada y ardorosa llanura que cercara la nave. Al ponerse de pie y diri- girse lentamente hacia la puerta, su mirada siguió un rayo de sol que caía oblicuo en el inte- rior y hacia la pared donde estaba la pila bautismal. Y allí, allí vio en ese mismo instante un fresco que difería por completo de los demás, estaba vivo, de colores vivos, no descolorido como los demás, era como si el pintor acabara de terminar en él su trabajo, era la cabeza de Juan Bautista, una cabeza muerta en una pintura viva, era una imagen que lo aferró al suelo de modo que durante unos instantes no fue capaz de moverse. La sangre se le heló y sus ojos comenzaron a poblarse de terror, la boca a abrirse en una exclamación, en un grito. Aquellos caballeros y pajes que habían seguido espontáneamente a su joven señor para protegerle, aunque en medio de esa desolación no le acechaba ningún peligro, y que ahora se encontraban, con las manos sujetando las riendas, delante de la iglesia, oyeron algo como una exclamación o un grito e intercambiaron las miradas. Intercambiaron las miradas y antes de llegar a lanzarse en el interior con sus espadas medio desenvainadas, vieron en la puerta de la ermita a Ulrik. Con el codo se apoyaba contra la jamba, su cara estaba blanca, sus ojos confusos a causa de un miedo desconocido, su mirada hueca a causa de un terror profundo. Agitó las manos y las detuvo luego con unas palabras incomprensibles. Quisieron entrar en el interior pero el conde, que ya había vuelto en sí, que había recobrado en su mirada y en su habla algo de serenidad, ordenó con toda firmeza que regresasen. Montaron de nuevo los caballos y regresaron a acelerado galope al bosquecito que estaba sobre la elevación en el otro costado del suave valle. Ulrik permaneció sólo delante de la ermita. Desde el otro lado del valle era posible observar su figura que iba y venía en medio del resplandor solar y que se sentaba encorvada ante la puerta de la ermita Rechazó también al paje que se había acer- 5 cado a llevarle el agua y la conúda. Pasó toda la noche en la iglesia y la escolta se pregun- taba si no estaría luchando, como Santiago, al que se había encanúnado, a Compostela, con un ángel que iba a herirlo en la pierna y que iba a ordenarle que retornase, herido pero purifi- cado, a su tierra paterna, herido y victorioso. Por la mañana volvió realmente con el cuerpo exhausto y no contó a nadie lo que había sucedido aquella noche en la solitaria ermita Con un rostro oscuro, del que había desaparecido el rastro de su alegría anterior, cabalga- ba alejado de su escolta sin hacer caso a los campesinos que les saludaban, ni tampoco al soleado paisaje a su alrededor. Callaba, por la noche rezaba. Pernoctaban al aire libre y los caballeros veían su sombra que se acercaba a las hogueras de guardia y se retiraba luego a la oscuridad. Y más tarde, muchos días más tarde, cuando en la distancia divisaron las cúpu- las de las iglesias y los tejados rojos de Amusca, tampoco se animó, como hizo la escolta exclamando y lanzando los caballos al galope. Llegaron a Amusca para las Pascuas, como informa la crónica de los reyes de Castilla en el capítulo trece: Llegó allí un gran señor, el nieto del rey Segismundo, el conde de Celje; escoltado por sesenta caballeros, nobles ricamente vestidos, había venido a este reino para ir a Santiago. El rey le rindió grandes honores, comió con él y le mandó caballos, mulas y vestidos de brocado, de lo que el conde no quiso aceptar nada, pues el día que había salido de su tierra, había prometido que de ningún príncipe del mundo aceptaría nada en absoluto. No aceptaba nada y de las grandes festividades que para él prepararon los reyes durante veinte días se retiraba entre los primeros. Sellado su rostro por un secreto inconcebible desde que había pasado un día y una noche en la ermita en medio de la llanura castellana, comple- tamente transformado. Así partió de allí para llevar a cabo el viaje a Santiago, concluye su informe el cronista de los reyes de Castilla. Sin embargo, el informe sobre la romería y sobre el extraño acontecimiento en el camino no termina aqui. Tampoco termina con el voto, las ofrendas y las largas oraciones, todo aquello que en Santiago de Compostela tuvo lugar, tam- poco con el largo viaje de vuelta. Y en el viaje de vuelta a la tierra verde o acaso ya nevada, de donde habían salido, hicieron un gran desvío para evitar la ermita, que se hallaba solitaria en frente del bosquecito sobre una elevación en medio de la ondulada llanura. Tras todo lo que habían vivido en la corte castellana y en Compostela, se habían olvidado de ella y tam- bién el rostro sombrío del conde Ulrik recobró algo de la alegría de antaño. Pero uno de los pajes de la escolta que se había demorado en Valencia para que herrasen allí unos caballos procuró alcanzar la expedición peregrina echando por un atajo y así, hacia el anochecer, se encontró muy cerca del lugar, muy cerca de la pequeña nave sobre la espal- da roja y blanca de los ondulantes llanos de Castilla. Aunque estaba cansado y aunque tenía prisa, no pudo resistir su curiosidad. A la fuerza abrió la puerta cerrada y se encontró, igual que una vez Ulrik, en un lugar umbrío, en el que de forma oblicua caían los ponientes rayos del rojo sol castellano. Miró las siluetas de los santos en el altar y las imágenes tenebrosas en las paredes. No había nada que le llamase la atención. Ya estaba a punto de irse cuando en la pared que estaba detrás de la pila bautismal divisó pintado un rostro de un hombre bar- budo que le resultó conocido. En aquel momento la roja luz solar iluminó la imagen entera y al solitario visitante se le paró el corazón: la cortada cabeza de Juan Bautista, la que Hero- des u otra persona sujetaba en sus manos,. tenía el rostro de su señor, de Ulrik de Celje, sus 6 cansados ojos claros se fijaban inmóviles en él y aún más allá, traspasándolo. Asimismo se encontraba allí la figura de una joven y por un momento le pareció reconocer su rostro tam- bién: aquel era el triste rostro de la desgraciadamente bella Veronika Desetniska. Pero no estaba seguro. Salomé se encontraba en el trasfondo del fresco, en sus labios reposaba una sonrisa extraña, su muerto rostro blanco con las mejillas rojas podría ser el de Veronika, parecía el suyo, pero el rostro era lejano y muerto y el paje pensó que su propia imaginación lo había añadido aquí, a este sombrío lugar, o tal vez lo hubiera hecho el caluroso y rojo sol castellano, bajo el que había estado cabalgando durante todo el día. Pero el rostro de Ulrik, ése había llamado su aterrada atención con todo su poder. El rostro de Ulrik estaba allí sin duda, hacía más de un mes que su señor se había detenido precisamente en este sitio y se había fijado con sorpresa al principio, luego con espanto creciente en esa extraña imagen que le esperaba aquí, casi al final de su largo viaje a una tierra desconocida. ¡Como se habrá ftj a- do en este espejo, en las facciones de su propio rostro, casi fresca la pintura de colores vivos! La armadura que quedaba en el torso decapitado era modesta, sayalesca, de ningún modo propia de los ricos, pero el rostro, la nariz, aún rojos los labios en la cortada cabeza, hasta el color del cabello y la barba rala, ¡todo estaba aquí, ante él, aquí, irrevocablemente! Y el paje ahora entendió aquel grito que habían oído, el grito, la exclamación de su amo de ojos peli- grosamente agudos, claros, algo cansados, las facciones de su amo vistas todos los días, la cabeza estimada y amada, la cabeza amada y temible estaba ahora aquí, separada del cuer- po, pintada en colores vivos, con la roja sangre que goteaba del cuello. Durante ese breve instante, que se había extendido en una larga inmovilidad, permane- ció con el corazón espantado, que ahora, ante esta inconcebible escena, empezaba a latir en- loquecido; después el paje salió corriendo por la puerta y miró la esfera ardientemente roja del poniente sol castellano, tendido sobre el ondulado paisaje, como si en ella esperase en- contrar la respuesta a la misteriosa y extraña escena que acababa de ver sin poder compren- derla. Unos meses más tarde -era un otoño oscuro, las ramas de los desnudos árboles se des- tacaban contra el cielo gris- los peregrinos españoles fueron recibidos con grandes honores y festividades. La peregrinación había llegado a su fin y la promesa estaba cumplida. El joven conde, que al poco obtuvo titulo de príncipe, empezó a ser conocido por su apodo "El Español" en recuerdo de su afortunado viaje a tierras lejanas. Los cronistas anotaron que durante los años siguientes era acompañado por una suerte maravillosa, extendió sus pro- piedades, disfrutó de la confianza de los soberanos europeos, su esposa le dio tres hijos que aseguraban un futuro brillante de los condes de Celje. Y cuando su maravillosa suerte llegó al máximo, de pronto llegó también la decaída más profunda y con ella la repentina ruina de la célebre familia. Los niños murieron uno trás otro. Veintiséis años después de la célebre peregrinación española, cuando Ulrik de Celje alcanzó el punto culminante de su poder, cuando comandaba un poderoso ejército, cuando ante él bajaban sus cabezas los soberanos húngaros, veintiséis años después, en la confluencia del Danubio y del Sava, Ulrik de Celje, último descendiente masculino de la célebre familia, fue atacado en medio de la noche por un grupo de conspiradores. Se defendió, luchó y, heridas sus piernas, como las de Santiago, al que había hecho el voto en Compostela, se cayó. Después lo mataron y lo decapitaron, quizás estando vivo aún. Nadie sabe si el religioso señor llegó a dirigir alguna breve oración 7 a su patrón compostelano, nadie sabe si recordó la imagen que había visto en un fresco de Castilla en medio del claro silencio de un día caluroso en una oscura y fresca ermita sobre la espalda terrestre de un paisaje extranjero. Aquel paje, que también se detuvo ante el extraño fresco en la ermita cerca de Valencia o tal vez de un lugar llamado Segorbe y que luego sospechó que la imagen de Ulrik hubiera sido plantada ante sus ojos por el rojo sol castellano, supo, sin embargo, que en el otro con- fin del mundo sólo concluía una historia que había comenzado mucho antes, en una oscura ermita en medio de la llanura española. En el fondo, había comenzado aún antes, aún antes de ser construida y pintada la ermita, había comenzado ya en un inconcebible antes, a cuyo fondo la pobre mente humana no es capaz de llegar en absoluto. Traducción Marjeta Drobnic Con muy sinceros agradecimientos a Francisco J. Uriz y, especialmente, a Marina Torres por la revisión que hizo con tanta paciencia y tanto interés Drago Jancar es uno de los principales narradores eslovenos contemporáneos y posible- mente el que haya logrado el mayor reconocimiento tanto dentro como fuera de su país natal. Su prosa, que abarca novelas, relatos cortos y obras teatrales, hace sentir cierto tipo de per- cepción del mundo, de nostalgia y de melancolía que hoy día suele atribuirse a los autores de los países centroeuropeos; en su obra, el escritor parte de la actualidad que aparece muy estrechamente ligada a la tradición y la historia europeas. El autor, residente en Ljubljana, nació en Maribor en 1948; escribe novelas, relatos breves, ensayos, obras teatrales, guiones y artículos. Recibió numerosos premios, sus obras fueron traducidas a varias lenguas y publicadas en varios países. Entre las más importantes figuran: La peregrinación del señor Houivicka (relatos, 1971), Treinta y cinco grados (nove- la, 1974), El galeote (novela, 1978), Del pálido malhechor (relatos, 1978), Los errantes (teatro, 1982), Aurora boreal (novela, 1984), El gran vals brillante (teatro, 1985), Muerte donde María de las nieves (relatos, 1985), Tríptico sobre Trubar (teatro, 1986), La caída de Klement (teatro, 1988), Dédalo (teatro, 1988), Persiguiendo a Godot (teatro, 1988), Terra incognita (ensayo, 1989), El cántaro roto (ensayo, 1992), La mirada del ángel (relatos, 1992), El deseo burlón (novela, 1993), Las ollas de carne egipcias (ensayo, 1995). (M.D.) 8