Carlota Fernández-Jáuregui Rojas Universidad Autónoma de Madrid INCAPACIDAD, VIOLENCIA Y FRUSTRACIÓN... EROTISMO Y TERROR EN LA REGENTA* En la novela realista burguesa más tradicional, el instinto sexual y el erotismo, igual que la fantasía, suponen habitualmente un problema de imposible resolución dentro del ordenado esquema creativo e ideológico que se presupone, pues, en el orden social de la burguesía, las relaciones íntimas entre los individuos no están impulsadas por deseos personales, sino fundamentalmente por intereses económicos o de mera afirmación -o confirmación- del estado dentro de las clase dominante. En el caso de España, además, es la Iglesia Católica -que concibe la sexualidad como un medio desagradable para cumplir el mandato divino de multiplicar la especie- la que en buena medida establece los límites del paradigma narrativo «realista». El sexo no puede ser entendido como una manifestación de la libre elección de un individuo por otra persona, ni como una expresión lógica de la naturaleza humana; por lo tanto, debe ser reprimido, sin posibilidad de encaje en los modelos de la novela realista, en donde la realidad se nos ofrece definida de antemano por un narrador omnisciente en tercera persona -marca de una supuesta objetividad que convierte al autor en simple notario que refleja una realidad que se muestra ante él por sí misma-; y, por ello, no necesitamos ninguna intervención «interna», desde dentro de los personajes, que nos explique el sentido de lo que sucede, ni tampoco una intervención «externa» por parte del lector para interpretar y acabar de dar forma a la realidad novelada. De esta manera, la definición de la verdad se resuelve desde dentro del texto y no deja ningún cabo suelto que pueda atar el lector desde su propio criterio. Es la voz omnipotente del narrador la que maneja la trama, la que hila las conductas de los personajes y la que nos lleva a una solución que es la interesada para que no se rompa el esquema de realidad positiva. Estas novelas son un circuito cerrado, y si aparece algún hecho misterioso, éste debe quedar explicado de forma racional, * En 1998, se tradujo al español, con el título Sexualidad en el confesionario. Un sacramento profanado, para la editorial madrileña Siglo XXI, el excelente ensayo que el profesor de Illinois Stephen Haliczer había dedicado a la nefasta y poderosísima influencia de la figura del confesor en las vidas privadas y pública - de las mujeres españolas desde los albores de la modernidad hasta el mismo siglo veinte... En él, se comprobaba -con la ayuda de una rica e intachable base documental-, sin el menor género de dudas, un hecho bien conocido, pero muy a menudo preterido y esquivado. La magnitud del fenómeno -según los datos manejados- adquirió tales dimensiones a lo largo del tiempo, que, durante el siglo diecinueve y parte del veinte, para muchos y, desde luego, para el común de la opinión pública anticlerical, «confesor» llegó a ser sinónimo de «solicitante sexual». El recuerdo y la cita del mismo, no sólo nos ayudará a comprender -como se escribió entonces-, «el papel de las víctimas sexuales y el modo en que la sociedad española fue forjando una naturaleza huidiza, cobarde y pacata», con respecto a ellas, sino que, además, nos permitirá valorar mejor, en primer lugar, la enorme distancia -cultural, social y política- que media entre la actual sociedad española y aquella de la que trata el trabajo de Haliczer; así como la oportuna programación del curso Erotismo y terror en La Regenta, por parte del departamento de Lengua y Literatura Española de la Universidad Autónoma de Madrid, dirigido por el profesor Julio Rodríguez Puértolas, frutos aventajados del cual son precisamente los artículos de Carlota Fernández-Jáuregui y Marta Ortiz Canseco, que aquí presentamos. (Matías Escalera Cordero) y enlazado claramente al orden social. Pongamos como ejemplo el cuento de Pedro Antonio de Alarcón El Clavo, donde el hallazgo accidental de una calavera con un clavo que le asoma por el paladar inicia una investigación que queda resuelta de forma completa y sin posible duda de que la solución hallada sea definitiva. Otro caso paradigmático de esta situación lo encontramos en la desaparición de don Paco, en los capítulos XXVIII y XXIX de Juanita la Larga, de Juan Valera, planteada como un misterio que se resuelve, de nuevo, sin dejar cabos sin atar para la fantasía o la especulación. Por tanto, estas obras no sólo reflejan el orden y la moral burguesa, sino que la crean desde la novela. La novela está al servicio de estas ideologías, ya que es un medio literario que está definido por el utilitarismo y por la idea de progreso, una herramienta de análisis profundo de la realidad, y el capitalismo está cimentado, también, sobre la idea del utilitarismo y el ideal de progreso. En las novelas del realismo crítico, por el contrario, la verdad se plantea como un problema, y por ello la narración no es una confirmación de una verdad apriorística, sino una búsqueda conflictiva de las posibles verdades, lo cual supone la negación de la verdad oficial. Esto provoca necesariamente el perspectivismo, lo cual va a permitir, por implicación, que puedan introducirse y discutirse sentimientos e impulsos que no tienen cabida en el sistema cerrado de la moral burguesa. Esos sentimientos ahora formarán parte de una realidad compleja. El erotismo y la fantasía se verán involucrados en la dialéctica del texto. Veremos en La Regenta cómo el erotismo está indisolublemente unido al terror en este paradigma, porque los impulsos sexuales son un sentimiento que no tiene lugar en la moral burguesa, así que son presenciados por el sujeto que los experimenta como algo extraño, que pone en riesgo el orden de su mundo y que, por lo tanto, no puede pertenecer a ese mundo, sino que constituyen algo ajeno y temible. La imposibilidad de desarrollar los aspectos eróticos del individuo, motivada porque el modelo moral concibe que no son sentimientos humanos, sino animales, tiene como efecto que el sujeto entienda su sexualidad como una parte sucia que en realidad no le pertenece a él, sino que está motivada por la intervención de agentes externos, entre ellos el diablo. Esta visión de la sexualidad es, por tanto, en un sentido general, una instancia de la alienación de la naturaleza humana producida por la imposición de un modelo de realidad que no responde a las necesidades del hombre, sino a la preservación de un modelo social determinado, el de la sociedad burguesa. El modelo que sigue Clarín se plantea como una investigación total de las distintas realidades que tejen la verdad. Así, rastrea la infancia de Ana para que podamos evaluarlo como personaje. En su educación, el sexo se identifica con el pecado, pero además se la hace creer que cometió el pecado del sexo cuando era sólo una niña, de ahí su rechazo a sentir, el asco hacia sí misma como algo material y el terror hacia el impulso y su castigo. El aya que se ocupa de la educación de Ana es una cristalización de las concepciones religiosas y morales sobre el sexo, y se convierte en su primera fuente para entender qué espera de ella la sociedad. Todas las personas que rodean a la niña manifiestan su perversión cuando interpretan como una perversión el incidente de la barca de Trébol, en la que Ana se ve con un niño a solas. El juicio silencioso que la sociedad hace marcará a Ana profundamente e imprimirá en ella un fuerte sentimiento de culpa instintivo por algo que desconoce, pero que sabe que no se espera de ella. De hecho, Ana aprende a sentirse culpable, no por lo que ha vivido, sino por las opiniones que sus actos han provocado, de tal manera que su realidad va a depender más de los otros que de su propio juicio. Aprende a vivir la vida por los juicios que le impone la sociedad más que por sus propias experiencias: (209,11) La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino de posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche. Al incidente de la barca de Trébol hay que sumar el juicio que se hace en su entorno de su madre, y de las relaciones que mantenía con su padre, juzgadas por los demás como excesivamente apasionadas. El problema de Ana es que integra los juicios que hacen de ella como algo natural, identificando lo natural a su vez con algo doloroso. Esta triple asociación la torturará durante toda la novela, y más allá de ella, como su final dejará vislumbrar. Esta conjunción de factores provocará una repugnancia profunda a todo aquello que se asocie al placer erótico: (246,1) «Miraba con desconfianza, y hasta con repugnancia moral, cuanto hablaba de relaciones entre hombres y mujeres, si de ellas nacía algún placer, por ideal que fuese». Es decir, Ana, al igual que hicieron quienes juzgaron el incidente de la Barca, va a presuponer el pecado físico en todo sentimiento placentero. Esta asociación provoca su aislamiento afectivo del resto de los individuos. El resultado de esta educación es que Ana se acaba sintiendo una enferma que se avergüenza de sí misma. Llega a sentirse culpable de la transformación de su cuerpo en el de una mujer: (261,1) «era una fiebre nerviosa; una crisis terrible, había dicho el médico; la enfermedad había coincidido con ciertas transformaciones propias de la edad». La enfermedad va a aparecer unida a Ana para siempre, y se trata de una enfermedad sin causas físicas directas, producida porque interpreta como algo enfermizo una parte de su naturaleza. Por ello, Ana puede llegar a querer dejar de ser humana, para no sentir pulsiones que impliquen fantasía, libertad o placer: (273,1) «el pensar sin querer, contra su voluntad, algo complicado, original, exquisito... llegó a causarle náuseas, y se le antojó envidiar a los animales, a las plantas, a las piedras». La religión y la moral oficial católica constituyen en la infancia de Ana Ozores su única educación. Carente de la figura materna y prácticamente de la paterna, crece movida por estos valores, que sustituyen la función de sus padres, y que constituyen la catalización de lo que mueve a la sociedad. a. (233,1) curaba el entendimiento [el aya de Ana] y el corazón de los niños con píldo-ras de la Biblia y pastillas de novela inglesa. b. (252,1) Y lloró sobre las Confesiones de San Agustín como sobre el seno de una madre. Su alma se hacía mujer en aquel momento. La novela inglesa, por aquel entonces, era fundamentalmente la novela victoriana, en la que el mayor tabú era el sexo, y las Confesiones de San Agustín constituyen un caso paradigmático de arrepentimiento público de pecados contra la religión y la moral. Ana lava en estos libros su culpa abstracta por la relación apasionada de sus padres, y por lo que la sociedad cree que ella hizo en la barca de Trébol. La educación sexual que recibe Ana se puede reducir a la siguiente máxima: «Déjale decir, pero no te dejes tocar». 1 El primer número corresponde a la página y el segundo al tomo. Todas las citas siguen la paginación de la edición en dos volúmenes de Cátedra, 1984. No puede concebirse una realización total de lo que se habla, de hecho, el mundo de lo que se dice está aislado del mundo de lo que se hace en toda la novela, de tal manera que la mentira y el fingimiento son constantes. Se trata de una sociedad donde incluso las manifestaciones culturales tienen que estar carentes de sexo, como sucede en la novela victoriana. En la misma línea, al padre de Ana se debe la afirmación de que el arte no tiene sexo. Ya que los valores morales sustituyen a sus padres, Ana verá en la religión los aspectos más maternales, así Ana cree haber establecido una relación especial con la Virgen que, en la mitología católica, es la madre de todos los pecadores: (224,1) «Ana volvió del campo diciendo que la Virgen, según le constaba a ella, lavaba en el río los pañales del Niño Jesús». Como su única referencia es la religión, su actitud al entablar relaciones personales es la de sumisión a todos los demás, porque ya que ella es mala, merece cualquier castigo. Como el placer se asocia al pecado, el pecado se asocia al dolor, y de esta manera el dolor se entiende como una salvación, en un sentimiento masoquista que sublima el impulso erótico. (213,1) ya no era mala, ya sentía como ella quería sentir; y la idea del sacrificio se le apareció de nuevo; pero grande ahora. (262.1) todo su valor desapareció. Llegó a sentirse esclava de los demás. Ya desde el principio, Ana va a asociar esta situación de turbulencia espiritual con la apertura a otras realidades, como la imaginación y la fantasía. En la imaginación de Ana, además, ya se van formando ideas terroríficas, como en los poemas de adolescente que escribe: (236,1) «en la primera había una paloma encantada con un alfiler negro clavado en la cabeza; era la reina mora; su madre, la madre de Ana que no parecía.» En esta situación su matrimonio no podía ser pleno. De su marido, Víctor Quintanar, se deja claro que no mantiene relaciones sexuales, al menos no con su mujer. A él se asocian algunos símbolos característicos que sugieren deformidad de su miembro viril e impotencia, como son una corbata torcida y un puro medio apagado, además de su muerte, por un tiro en la vejiga. Quintanar produce una honda satisfacción en Ana, no sólo erótica: (153.2) Mientras pensaba en su marido abstracto iba bien; sabía ella que su deber era amarle, obedecerle; pero se presentaba el señor Quintanar con el lazo de la corbata de seda negra torcido, y ella sin poder remediarlo sentía un rencor sordo y culpaba al universo entero del absurdo de estar unida para siempre con semejante hombre. Ana se siente obligada por su educación a amar a Víctor, pero no le ama: (301,1) «No le amaba, no; pero procuraría amarle». Víctor Quintanar es asociado con el frío, el aburrimiento, la ausencia y la distancia. Es un marido, pero no un hombre. Más aún, la naturaleza del amor de Víctor por Ana es más propio de un padre que de un marido o amante: (556,2) «No le pareció su mujer a don Víctor [... ] aquel ser vaporoso que se le aparecía de repente en silencio, pisando como un fantasma, lo quería él en aquel instante con amor de padre que teme por la vida de su hija». La naturaleza erótica de Ana necesita expresarse de alguna forma, y lo hace, por ejemplo, mordiendo plantas, en un acto simbólico que tiene su paralelismo en una conocida escena con el Magistral, camino a la cate-quesis: (574,1) «iba Anita mordiendo hojas de boj, con la frente inclinada, los ojos brillantes y las mejillas encendidas». Víctor contribuye, por tanto, a la insatisfacción erótica de Ana, pero será manifestada en impulsos eróticos que se esforzarán cada vez más por salir. La asociación entre placer y sufrimiento sigue existiendo, incrementada, en estos casos. Ana va a sufrir numerosos ataques nerviosos, que Freud podría haber caracterizado como ataques histéricos, y en uno de ellos sucede lo siguiente: (214,1) Don Víctor se sentó sobre la cama y depositó un beso paternal en la frente de su señora esposa. Ella le apretó la cabeza contra su pecho y derramó algunas lágrimas. -¿Ves? Ya lloras; buena señal. En este fragmento es digno de destacar que la actitud de Víctor, al implicar un contacto físico, despierta las lágrimas de Ana. Todo contacto físico, por mínimo que sea, produce rechazo, suciedad y la búsqueda del dolor. Este dolor, además, se interpreta como favorable. Naturalmente, en estos ataques nerviosos, motivados por la insatisfacción del deseo erótico, el sentimiento de culpa es tan fuerte que Ana tiene la sensación de ir a recibir un castigo abstracto, con origen religioso. Por ello, la Biblia va a provocar terror en estos casos. (251.1) corrió al texto sagrado y leyó un versículo de la Biblia. Ana gritó, sintió un temblor por todo su cuerpo y en la raíz de los cabellos como un soplo que los erizó y los dejó erizados muchos segundos. Sin embargo, la relación de Ana con la religión va a ser más complicada. En primer lugar, al mismo tiempo que desempeña la función de fuente del castigo por el pecado, la religión va a identificarse con el placer erótico. Por ejemplo, cuando Ana mantiene relaciones sexuales por primera vez con Álvaro Mesía, lo que exclama es lo siguiente: (497,2) «¡Jesús!» En segundo lugar, los actos religiosos son deseados con la vehemencia de la unión amorosa, y empleando unos términos que pertenecen a campos semánticos que se asocian con la pasión. En el siguiente fragmento, el símbolo del tigre, la evocación de lo duro, la piel, el fuego y la carne -todos ellos con un fuerte trasfondo erótico- se asocian al rezo, al cilicio y a la penitencia: (272.2) cuando estuvo mejor, más fuerte, saltó al suelo y rezó sobre la piel de tigre. Aún quería más dureza, y separaba la piel y sobre la moqueta que forraba el pavimento hincaba las rodillas. Pensó en el cilicio, lo deseó con fuego en la carne, que quería beber el dolor desconocido. Esta situación llegará incluso a la conocida escena en la que Ana azota su cuerpo. Lo que sucede es que la religión produce este terror, mezclado con una atracción y un deseo sublimados: (260,1) un espanto místico la dominó un momento. No osaba a levantar los ojos. Temía estar rodeada de lo sobrenatural [...] sintió ruido cerca, gritó, alzó la cabeza despavorida [...] y con los ojos abiertos al milagro, vio un pájaro oscuro salir volando de un matorral y pasar sobre su frente. El erotismo se asocia directamente con lo sobrenatural debido al desconocimiento provocado en su educación: Ana desconoce la culpa del incidente de la barca de Trébol, desconoce qué es lo que la sociedad castigó como un pecado ya que no cometió ningu- no, de modo que el miedo asoma por todas partes, incluso en forma de pájaro como en este ejemplo. Ana está asustada. A la expectativa de algo terrorífico. En la concepción del mundo de Ana el erotismo, el pecado, el castigo y la religión resultan casi simultáneos. Los ataques histéricos de Ana, con causa sexual, va a interpretarlos, en un intento desesperado por integrarlos dentro de lo moralmente aceptable y no sentirse más tiempo enferma, como ataques religiosos que la trasponen a un estado místico. La mística, al buscar la unión con Dios, reporta un placer que no puede constituir pecado. Sin embargo, las pulsiones eróticas no se satisfacen mediante esa unión espiritual, por lo que el ataque continúa, y el erotismo renace dentro de todo esto como algo imposible de integrar y pecaminoso. Sin embargo, todo pecado tiene un castigo. De aquí surge el terror. El deseo del placer lleva automáticamente al castigo, y a la sensación de que algo terrible inminentemente va a suceder, y, por tanto, al terror. De esta forma es posible entender la expresión «espanto místico»: la religión, el erotismo y el terror se unen en una secuencia inevitable. Pero antes de continuar desarrollando las implicaciones de esta secuencia que une religión, erotismo y terror, consideremos a los otros habitantes de Vetusta para observar que se encuentran en una situación parecida a la de Ana. Puesto que el origen de la actitud de rechazo de Ana a su sexualidad está en la sociedad, esperamos que los miembros de la misma sociedad en la que vive Ana experimenten ese rechazo al sexo. De hecho, Vetusta es un mosaico donde los habitantes rechazan distintos aspectos de la naturaleza humana, y, entre ellos, se encuentra la pulsión erótica, interpretándola como algo inhumano, como algo que no les pertenece. De aquí se sigue un sentimiento de falta de aceptación que desemboca en la perversión del deseo: ya que el deseo no es normal, deberá ser deforme, y estas deformidades se manifiestan de muchos modos. Los ataques histéricos de Ana son un ejemplo de cómo el deseo erótico, al reprimirse, surge deformado, pero en Vetusta se puede establecer un catálogo de manifiestas perversiones eróticas. En primer lugar, es posible encontrar numerosos casos de sexualidad ambigua y sugerencias de homosexualidad, que era considerada una perversión médica en la sociedad de Clarín. La manifestación extrema de la sublimación del erotismo se encuentra, como es lógico, en los miembros de la Iglesia. Por este motivo hay una afirmación general de que los miembros del clero, o bien son homosexuales, o bien son seres depravados. La sugerencia evidente es que quien elige seguir el camino de la religión en Vetusta lo hace porque nota en él una tendencia a la perversión de sus instintos eróticos, extremada por haber recibido una educación más intensa en los valores que degradan al hombre. (134,1) así como en las mujeres de su edad se anuncian por asomos de contornos turgentes las elegantes líneas del sexo, en el acólito sin órdenes se podía adivinar futura y próxima perversión de instintos naturales provocada ya por aberraciones de una educación torcida. El caso más extremo de esta perversión lo encontramos en Celedonio, o la perversión de la perversión. Y se insinúa frecuentemente que las criadas tienen la función de barraganas de los clérigos. En este contexto de deformidades, al igual que sucede en el caso singular de Ana, la pulsión erótica puede canalizarse y domesticarse intentando llevarla al terreno religioso. Sin embargo, esto lo único que logra es un efecto poco moralizante: identificar el sexo con lo erótico. La manifestación más clara de esta identificación la encontramos cuando Ana hace de penitente con los pies desnudos, bajo las miradas de creciente lascivia de todo el pueblo, que sublima en su sufrimiento sus ansias eróticas. Su actitud es tachada de prostitución singular. Vetusta es conocida tanto por su beatería como por su práctica de las artes amatorias. El erotismo se manifiesta a través de los símbolos religiosos. Ana es, una vez más, quien más claramente ejemplifica esta tendencia, pero, en general, cruces, incienso y cera se vuelven símbolos del deseo sexual. Los olores místicos y los eróticos se entremezclan: (243,2) «la Regenta sacó del seno un crucifijo y sobre el marfil caliente y amarillo puso los labios.» El deseo de pedir una confesión general viene asociado a la sensación de placer físico: (202,1) La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes. - ¡Confesión general! Estaba pensandoLa Iglesia, en general, se convierte en un teatro en que las mujeres exhiben sus atributos, o flirtean con sus posibles conquistas. En consecuencia, es lógico también que la imaginería religiosa emplee elementos cargados de contenido erótico, como los pies desnudos, pero aparecen como símbolo del castigo inherente al pecado, próximos a la imagen medieval de castigo, pecado y muerte, la calavera: (154,1) «De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado». La asociación entre pecado, placer y castigo es tan sistemática y tan fuerte que, a la inversa, la muerte y el castigo puede llevar automáticamente al placer erótico, en una relación masoquista que anticipa, en cierto sentido, el decadentismo de la Sonata de Otoño de Valle-Inclán: (393,1) «Se había sentado sobre la cama de la difunta. Los pies de la viuda se movían oscilando como péndulos. Se veía otra vez la media escocesa». Además de la simbología religiosa otros actos, como comer, pueden ser utilizados para sublimar la sexualidad de los individuos. Aparte del caso del bizcocho mojado en chocolate que el Magistral le mete en la boca a la criada, considérese la siguiente cita, que sugiere, en nuestra opinión, una relación sexual metafórica a tres bandas entre Obdulia, Pedro y el cocinero. (388,1) [se produjo] un apretón de manos, al parecer casual, al remover una masa misma, al meter los dedos en el mismo recipiente. El cocinero estuvo a punto de caer de espalda, de puro goce. Obdulia se acercó al dignísimo Pedro y sonriendo le metió en la boca la misma cucharadita que ella acababa de tocar con sus labios de rubí (este rubí es del cocinero). Otra de las perversiones más frecuentes en Vestusta es el impulso masoquista que busca satisfacer el pecado y el castigo al mismo tiempo, como hemos visto en el caso de Ana, concretamente. Sin embargo, el sadismo también está presente. Mesía interpreta las relaciones eróticas como una manifestación de dominio sobre el otro: (562,1) En los momentos de pasión desenfrenada a que él arrastraba a la hembra siempre que podía, para hacerla degradarse y gozar él de veras con algo nuevo, obligaba a su víctima a desnudar el alma en su presencia. besos disparatados y confesiones vergonzosas. Esto tiene que ser así, forzosamente, en un contexto en el que el erotismo no sólo se ve como algo ajeno a la vida y a la satisfacción de los seres humanos, sino como tene- brosa fuente de insatisfacción y de sufrimiento. El acto sexual es así una simple tarea mecánica, que se realiza por máquinas, o por hombres convertidos en máquinas. Álvaro Mesía declara sentirse una máquina eléctrica de amar, por ejemplo. De esta forma, al reducirse a una máquina que, además, ha dejado de funcionar bien, Mesía consigue no identificar el pecado ni sentir culpa. Siguiendo este razonamiento, el sexo se asocia al pecado y, por tanto, al castigo. Hay una inevitable correspondencia entre erotismo y terror: el deseo exige un castigo, y la expectación de este castigo produce una situación de terror abstracto. Sin embargo, hay otro motivo adicional que hace que necesariamente el erotismo se una al terror en el modelo de la novela realista crítica. El terror se produce ante una situación en la que los personajes no consiguen entender lo que sucede, porque hay algún elemento hostil, como el erotismo, que no encaja en su modelo de realidad burgués, y amenaza con destruirlo. El erotismo se identifica instintivamente como un elemento capaz de desequilibrar los cimientos de su concepto de verdad y de su definición de lo que puede y debe hacer un ser humano. Por último, en un nivel más abstracto, el erotismo, al igual que la fantasía, es un elemento que se deja fuera en el modelo positivista que da lugar a las bases de la sociedad burguesa que relata Clarín. La irrupción del erotismo, al no pertenecer a este mundo, tendrá lugar a través de las otras realidades, como la fantasía, que invadan la realidad asumida como verdadera, perdiendo su validez y dejando a los personajes carentes de un modelo al que asirse y con el que protegerse. Por estas tres vías, pues, se establece una relación entre erotismo y terror. Ejemplifiquemos este proceso: (559,1) «Don Álvaro al moverse con alguna viveza, dejaba al aire un perfume que Ana la primera vez que lo sintió reputó delicioso, después temible». Sistemáticamente el deseo sexual se asocia al temor. Cuando Ana siente deseos eróticos, su primera reacción es el terror o la repulsión: (346,2) «Tuvo miedo de sí misma. se refugió en la alcoba, y sobre la piel de tigre dejó caer toda la ropa de que se despojaba para dormir. [Y luego azotó su hermosura inútil]». Este terror va asociado al recuerdo de los ataques histéricos que sufre debidos a la insatisfacción del deseo erótico, y, al mismo tiempo, es un terror que produce una sensación de placer, porque se experimenta en aquellas ocasiones en que surge la posibilidad de eliminar dicha insatisfacción. El siguiente fragmento es muy elocuente al respecto. (373,2) Ana sintió que un pie de don Álvaro rozaba el suyo y a veces lo apretaba [...] sintió un miedo parecido al del ataque nervioso más violento, pero mezclado con un placer material tan intenso, que no lo recordaba así en su vida. El miedo, el terror, era como el de aquella noche que vio a Mesía. pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte. La sensación de terror también la experimenta ante su otro pretendiente masculino, Fermín de Pas: (114,2) «le engañaba, le decía que estaba enferma para excusar el verle.. .¡le tenía miedo! Para don Víctor había que reservar el cuerpo, pero al Magistral, ¿no había que reservarle el alma?» Por último, la sensación de terror abstracto, al esperar un castigo, se manifiesta también ante su marido, Víctor, quizá porque su presencia le recuerda la insatisfacción del erotismo y, por tanto, el deseo de desarrollarlo. El deseo sexual es temible, en primer lugar, porque de él depende la perdición y la condenación eterna. La pasión amorosa se describe como los fuegos del infierno, dentro del cuerpo de Ana, lo cual le produce ho- rror a todo lo que sea satisfacer el placer, es decir, miedo a la vida: (266,2) «y como si sus entrañas entrasen en una fundición, Ana sentía chisporroteos dentro de sí, fuego líquido [...]. Tenía horror al movimiento, a la vida». El deseo sexual se interpreta, directamente, como una traición a Dios, hasta el punto de que Ana no se plantea que sea infiel a Víctor si finalmente consuma una relación con Mesía, sino que se lo sería a Jesús: (306,2) «el remordimiento de la infidelidad a Jesús despertaba en ella terror». De aquí se sigue que el castigo habría de ser terrible. Esto, unido a los violentos ataques histéricos, pone a Ana en una situación insostenible de horror, que la impide cualquier contacto con la sociedad, porque en la sociedad corrupta de Vetusta va a tener oportunidades de satisfacer su deseo. Por ello siente repugnancia a pisar la calle, a sentir la humedad en el ambiente de la ciudad. Uno de los elementos más claros que se repiten durante la obra es la descripción del deseo amoroso como un elemento puesto por el demonio para la perdición de los pecadores. Ya que el sexo no puede provenir del interior del ser humano, debe venir de fuera, y ya que es pecado, lo lógico es que proceda del mismo diablo. (446,1) -¡Es tuya!- le gritó el demonio de la seducción-; te adora, te espera. (447.1) temía verle aparecer de nuevo, como ante la verja del Parque. ¿Sería el demonio quien hace que sucedan estas casualidades? Tenía miedo; veía su virtud y su casa bloqueadas, y acababa de ver al enemigo asomar por una brecha. Sin embargo, este pecado atrae a Ana tanto como la aterra. El diablo que la hace desear sexualmente no es el ser deforme de la mitología medieval, con cuernos e identificado con el animal, sino el ángel más hermoso de toda la creación, Lucifer, el que por su belleza pudo parangonarse al mismo Dios: (576,1) «Ambos le parecieron a la Regenta hermosos, interesantes, algo como San Miguel y el Diablo, pero el Diablo cuando era Luzbel todavía; el Diablo Arcángel también». El terror va a aparecer asociado al pecado, pues, pero también al deseo, por lo que el mismo acto que produce aterra, produce placer. (89,2) amaré, lo amaré todo. estos pensamientos la llenaban de un terror que la encantaba. (305.2) Cuanto más horroroso le parecía el pecado de pensar en don Álvaro, más placer encontraba en él. La imagen del pozo, cargada de trasfondo religioso, también manifiesta este terror mezclado con atracción que está producido por la seducción. El pozo está seco -identificado además con el símbolo sexual de lo femenino y su insatisfacción-, y a él se arroja Ana en brazos de Mesía: (594.1) se figuraba a Mesía dentro del pozo, sobre las ramas y la yerba con los brazos extendidos esperando la dulce carga del cuerpo mortal de Anita. (460.2) cuando entraba en la huerta, lo primero que vio fue a la Regenta metida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su lado a don Víctor. Ana carece de cuerpo, porque carece de experiencia sexual. Su cuerpo es también una tortura porque con él no ha sentido placer. Y es su bochorno, su vergüenza porque quiere sentirlo. Cuando lo sienta, su cuerpo será toda su culpa. De nuevo la psicología del personaje tiene su correlato en la situación social, en este caso Ana sufre la desintegración de su identidad también como reflejo de la alienación de la clase burguesa a la que pertenece. Si el erotismo se ha convertido en algo que Ana ha de interpretar como ajeno a ella, pero que en realidad forma parte de su naturaleza, no es extraño que cuando se enfrente al deseo erótico experimente una sensación de verse a sí misma fragmentada en distintas entidades, que disgregan su personalidad entre su estar y su ser. El terror surge de enfrentarse a su otra cara, a la cara que no puede reconocer como suya, porque no tiene lugar en el mundo que le han enseñado como real. El terror tiene un valor reparador, ya que confirma que siente que su otra cara no es suya, con lo que queda preservada la integridad de su mundo. El siguiente fragmento ilustra esto. (178,2) Cerraba los ojos y dejaba de sentirse por fuera y por dentro; a veces se le escapaba la conciencia de su unidad, empezaba a verse repartida en mil, y el horror dominándola, producía una reacción de energía suficiente a volverla a su yo, como a un puerto seguro; al recobrar esta conciencia de sí, se sentía padeciendo mucho, pero casi gozaba con tal dolor, que al fin era la vida, prueba de que ella era quien era. A partir de esta sensación de hondo terror, incrementada por su sentimiento de culpa, comienzan a aparecer las visiones del infierno y de las torturas infernales. De forma crucial, en nuestra opinión, los ataques histéricos evolucionan a una enfermedad que produce delirio y pesadillas. En otras palabras, la pulsión erótica termina explotando en forma de unas fantasías -es decir, de distintos niveles de realidad que hacen que Ana se cuestione la realidad material, de la vigilia- en las que el sentido del terror está muy presente. Ana deja la puerta abierta a otras realidades, como la imaginación; naturalmente, esta tendencia, que desintegra el paradigma del positivismo, es condenada en su entorno social. Víctor le reprocha: (122,2) «- ¡Por Dios, hija mía! ¡dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación, Anita, esa imaginación! ¿cuándo mandaremos en ella?». Es posible seguir la evolución de estas fantasías y analizar de qué manera se van abriendo paso en la vida de Ana. Las visiones comienzan como fantasías relacionadas con sus impulsos místicos, como esperamos, ya que estos impulsos tratan de satisfacer su erotismo. (272.1) en los insomnios, en las exaltaciones nerviosas, que tocaban con el delirio, las visiones místicas, las intuiciones poderosas de la fe, los enternecimientos repentinos, le habían servido de consuelo unas veces y de tormento otras. Sin embargo, la sexualidad no se libera, así que el sufrimiento va en aumento, y las exaltaciones nerviosas se convierten en delirios y pesadillas, directamente. (169.2) Se acostó una noche con los dientes apretados sin querer, y la cabeza llena de fuegos artificiales. Al despertar al día siguiente, saliendo de sueños poblados de larvas, comprendió que tenía fiebre. (379,2) después que se vio en su lecho, mil espantosas imágenes le asaltaron entre los recuerdos confusos del baile [...] después la idea del mal que había hecho la había horrorizado [...] el mal, es decir, no haber sido bastante buena. Las visiones siguen estando motivadas por su terror ante los deseos que no debería tener. La forma en que Ana entiende estas visiones no es esa, sin embargo, y pugna por integrarlas en su planteamiento místico de la vida. Ana interpreta, en un primer momento, estas visiones como el producto de una intervención divina dirigida a salvar su alma, y a exponerla ante los pecados que podría cometer. Esta interpretación, sin embargo, no es definitiva, y Ana termina identificando este mundo de fantasías como su caída en la locura. Este nuevo nivel de realidad abre la puerta a un universo lleno de terrores: (379,2) [...] y después [de la miseria], la locura, sin duda la locura. un dudar de todo espantoso, repentino, obstinado, doloroso. Dios, el mismo dios, no era para ella más que una idea fija, una manía, algo que se movía en su cerebro royéndolo, como un sonido de tic-tac, como el del insecto, que late en las paredes y se llama el reloj de la muerte [... ] De Pas callaba. También él tuvo un momento la sensación fría del terror. De hecho, se alcanza un estado en que no se sabe qué nivel de realidad es el verdadero. Ya no hay certezas de ningún tipo, y, por lo tanto, no quedan refugios. Ana está expuesta a sus miedos. No puede saber si el deseo sucede en su interior o fuera de éste: (445,1) «¡Es él!, pensó la Regenta, que conoció a don Álvaro, aunque la aparición fue momentánea; y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la calle o por su cerebro». A partir de aquí, al dejar entrar estos niveles de realidad, el orden social, manifestado en el microcosmos que forma Vetusta, se desintegra y deja de tener vigencia: (392,2) «Todo parecía que iba a disolverse. El Universo, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueño efímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias y pegajosas». La percepción que tiene Ana de los nuevos aspectos de la realidad, aunque los rechace al identificarlos con la locura, no se queda en un nivel filosófico, sino que se concreta en las convenciones sociales. Enferma y delirante, Ana ve por primera vez las convenciones sociales como una gran farsa en la que todos mienten, lejos de la niña que creyó todos los aspectos de su educación: «Nadie amaba a nadie. Así era el mundo y ella estaba sola». En este punto, Ana llega a una situación mental en la que incluso puede ver a través del orden social y atisbar las hipocresías del estamento religioso, aunque sólo por unos momentos; pero el terror que experimenta al no tener asideros la hace desear volver al falso orden en el que se siente segura. El fragmento que presento a continuación ilustra los dos momentos del proceso: (393,2) «comenzaba a dudar de la virtud del sacerdote y llegaba a dudar de la Iglesia, de muchos dogmas.. .pero entonces corría a la iglesia. Saltando charcos, desafiando chaparrones». Un proceso similar sucede con la idea de la existencia de Dios, que en un momento se rechaza, pero que es recuperada rápidamente por miedo a negar el nivel de realidad. Volviendo al contenido de las visiones de Ana, en éstas se encuentran símbolos que remiten al Magistral, que es el hombre con el que en el momento de tener las pesadillas ha establecido una relación más intensa. La descripción de la pesadilla indica que Fermín de Pas es un diablo disfrazado de clérigo. De nuevo aparecen asociados el deseo erótico, manifestado en Fermín, con la religión, el pecado y el terror: (249,2) «[...] y a mí además, por la carne aterida y erizada me pasaban llagas asquerosas unos fantasmas que eran diablos vestidos por irrisión de clérigos, con casullas y capas pluviales». Fermín de Pas se va a identificar, de forma más clara en las visiones de Ana y de forma más simbólica en otros momentos de la novela, como un depredador sobrenatural que roba almas. En ciertos momentos, el referente más inmediato de la imagen sobrenatural con la que se reviste al Magistral es el vampiro. La publicación de Drácula en Gran Bretaña fue conocida pronto por Clarín. Este libro representó un enfrentamiento radical al paradigma que representaba la literatura victoriana, tanto porque presentaba una trama fantástica, poblada de seres sobrenaturales, como porque el vampiro representaba simbólicamente a un seductor con un fuerte contenido sexual. Pues bien: la apariencia física del Magistral es descrita explícitamente en términos similares a la caracterización del vampiro, con una gran capa negra. (151,1) El manteo que el canónigo movía con un ritmo de pasos y suave contoneo iba tomando en sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento. algunas franjas de luz trepaban hasta el rostro del Magistral y ora lo teñían de un verde pálido blanquecino, como de planta sombría, ora le daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un cadáver. En varias ocasiones, Clarín se refiere a la manera en que el Magistral se envolvía en su manto o lo extendía para parecer más grande -como todo depredador que se dispone a atacar a su víctima-. Incluso, otros aspectos de la vestimenta del Magistral permiten relacionarlo con el vampiro y su alter ego, el murciélago: (455,2) «Vestía el Provisor balandrán de alpaca fina con botones muy pequeños, de esclavina cortada en forma de alas de murciélago». No es ésta la única vez en que el Magistral se encuentra con este animal; así, en el siguiente fragmento: (600,1) quedó solo don Fermín con un murciélago que volaba yendo y viniendo sobre su cabeza, casi tocándole con las alas diabólicas. También el murciélago llegó a molestarle; apenas pasaba volvíase, cada vez era más reducida la órbita de su vuelo. En muchas ocasiones, el Magistral es descrito entre tinieblas, como señor de la oscuridad. Así, en estos fragmentos: (152,1) y se sentaron sobre la tarima que rodeaba al confesionario, sumido en tinieblas (602.1) le hizo ver su sombra de cura dibujada fantásticamente sobre la polvorienta carretera. Pero también es descrito con las habilidades y propiedades del vampiro. Al igual que el vampiro, el Magistral, desde el campanario, contempla la ciudad y se siente su amo, dueño de las almas que en ella habitan. Pero esta sensación se expresa, como en todo depredador, mediante el apetito, las ansias de devorar, el Magistral declara sentir gula ante Vetusta. Los propios habitantes de Vetusta lo describen como el vampiro, y asocian la celebración de la catequesis, a la que él se dedica, con la entrega de sangre y de doncellas a un señor poderoso de cuya influencia no se pueden sustraer. (300.2) - Es un vampiro espiritual que chupa la sangre de nuestras hijas - Esto es una especie de contribución de sangre que pagamos al fanatismo - Esto es una especie de tributo de las cien doncellas. Y de hecho, el Magistral, de camino a la catequesis, siente la necesidad de morder una rosa -una flor que representa la pasión y es un símbolo frecuente del sexo femenino-, de tal manera que una de las hojas se le queda en la comisura de los labios, como un colmillo ensangrentado: (275,2) «recordaba el botón de rosa que acababa de mascar, del que un fragmento arrugado se le asomaba de los labios todavía». Si la sangre tiene sabor metálico, el Magistral a veces nota el sabor de la sangre en su boca: (540,1) «y se le antojaba sentir un saborcillo a cobre». El Magistral se siente como el señor de Vetusta, el amo del amo, porque la ha conquistado. Al igual que el vampiro, él no es el dueño de la ciudad por derecho, sino por la fuerza, por el poder que ejerce sobre todos sus habitantes: (141,1) «¿qué habían hecho? Heredar. ¿ y él? Conquistar. Veía en aquella ciudad que se humillaba a sus plantas en derredor el colmo de sus deseos más locos. Era una especie de placer material». Como el vampiro, el Magistral posee habilidades sensoriales extraordinarias, similares a las del lobo. Su capacidad de oír es ultrasensorial. (142,1) Él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba la voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado. sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos Su mirada tiene propiedades únicas, hipnóticas y escudriñadoras, como las de Drácula: (136,1) aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco. (462,1) detrás de la celosía se le figuró ver un manto negro y dos chispas detrás del manto, dos ojos que brillaban en la oscuridad. ¡ y si no hubiese más que los ojos! (197.1) No le había visto los ojos. No le había visto nada más que los párpados cargados de carne blanca. Debajo de las pestañas asomaba un brillo singular. En ocasiones, esta mirada es descrita en combinación con una gran palidez de ultratumba: (585,2) «Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que la pinchaban como fuego.». En una ocasión, incluso se plantea la posibilidad de que el Magistral fuera capaz de volar al lanzarse desde la torre, lo cual remite a uno de los poderes del vampiro, si bien es cierto que también son reconocibles los ecos de una de las tres tentaciones de Jesús en el fragmento: (161,2) «el Magistral sintió entonces impulsos de arrojarse de la torre. Lo hubiera hecho a estar seguro de volar sin inconveniente». Su madre, Doña Paula, también parece tener una ascendencia demoníaca y sobrenatural, la llaman la Muerta por su blancura pálida. Estos son los rasgos que manifiestan los terrores de Ana, asociados al erotismo. El vampiro, en sí mismo, es una imagen que fusiona el carácter de depredador sexual con el de lo desconocido y, por lo tanto, con el terror, por lo cual se incrementa la correlación entre los dos elementos, erotismo y terror. No es Ana la única que tiene miedo al reconocer como propios aspectos de su naturaleza que no pueden integrarse en su sistema. De hecho, el Magistral también experimenta una sensación de terror parecida a la que tiene Ana cuando se enfrenta al erotismo, pero en el caso de Fermín de Pas, este terror se manifiesta más bien ante la posibilidad del asesinato y del crimen. Cuando este terror se relaciona con el erotismo, lo hace a través de los celos en la competición amorosa, cuando se plantea la posibilidad de atacar a Mesía. (390.2) ¡Si yo me arrojara sobre este hombre [...]! Y tuvo miedo de sí mismo. Había leído que en las personas nerviosas, imágenes y aprensiones de este género provocan los actos correspondientes. Se acordó de cierto asesino de los cuentos de Edgar Poe. En una ocasión, el terror de Fermín de Pas viene motivado por la aparición de la figura de un perro que aparece entre tinieblas, que quizá se pueda asociar a su aspecto más animal, como depredador, y a su terror al enfrentarse a ese aspecto de su naturaleza. Los terrores del Magistral, por otra parte, se proyectan en la figura de su madre dominante, por lo que no parece que se asocien con el erotismo, al contrario del caso de Ana. Por el contrario, en el caso del Magistral, el reconocimiento de su erotismo viene acompañado de cierto orgullo varonil, incluso retador. Así, en este fragmento, el Magistral se indigna ante la idea de que alguien pueda considerarlo un ser incapaz de tener sexualidad. (516,2) el Magistral estaba pensando que el cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le iba cercenando los sesos; y pensaba además que su madre al meterle una sotana por la cabeza le había hecho tan desgraciado [... ] la idea vulgar, falsa y grosera de comparar al clérigo con el eunuco se le fue metiendo también por el cerebro con la humedad del cristal helado. La manifestación más directa del poder asesino del Magistral, desprovisto de máscaras al haber perdido ya lo que podía perder, y, por tanto, manifestado como un verdadero depredador, se comprueba en el siguiente fragmento del último capítulo: (585,2) y se atrevió a dar un paso hacia el confesionario. Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar. el Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada, retrocedió hasta tropezar con la tarima [...] Y después, clavándose las uñas en el cuello, [el Magistral] dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado. Ana, vencida por el terror cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido. El símbolo, pues, que finalmente integra terror y erotismo es el sapo, ser venenoso y demoníaco. A Ana le horrorizan la humedad y los elementos pegajosos; la lluvia y el barro le repugnan hasta el punto de no atreverse a salir a la calle los días de lluvia; también le repugnan los gusanos, que aparecen en sus pesadillas. Al contrario de la lasciva Obdulia, de la que se afirma que no teme la lluvia y el barro. Además, en toda la novela se ha venido asociando la suciedad con el sexo -recordemos las enaguas de Obdulia-. También, las sustancias densas y viscosas -recordemos el chocolate que comparten el Magistral y Teresa o la pasta que amasan Obdulia y el cocinero-. De modo que el sapo es el símbolo perfecto de la integración indisoluble entre el erotismo y el terror: sucio y húmedo por la repugnante secreción de su piel, animal demoníaco, está absolutamente ligado a lo más bajo, a los impulsos terrenales y al pecado. En la novela aparece varias veces, siempre con referencias a lo erótico o a lo terrorífico, como cuando: (413,1) «Un sapo en cuclillas miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa, que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo de su vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo». E inmediatamente después de esta imagen llama a Petra, que lo que está haciendo es mantener una relación sexual con su primo Antonio. Al final, además, este símbolo de erotismo y terror combinados se concentra metafóricamente en un personaje vinculado a la iglesia, Celedonio. Este personaje, como ya vimos, tiene una sexualidad ambigua y pervertida: al sapo también se le supone una sorprendente capacidad para cambiar de figura y aspecto. Erotismo, terror y religión apare- cen, de esta manera, ligados indisolublemente en la misma imagen: (586,2) «Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo». Ana vuelve a la realidad en medio de las náuseas, con un inmenso asco, y con una sensación insoportable de frustración y enfermedad. No podíamos imaginar un final más desolado y aterrador. BIBLIOGRAFÍA Alarcón, Pedro Antonio de (1974): Novelas completas. Madrid: Aguilar. Alas, Clarín, Leopoldo (1984): La Regenta. Madrid: Cátedra. Bataille, Georges (1979): El erotismo. Barcelona: Tusquets Editores. Kronik, John W. (1987): «El beso del sapo: configuraciones grotescas en La Regenta». En: Clarín y La Regenta en su tiempo. Actas del Simposio Internacional. Universidad de Oviedo, 517-524. Nimetz, Michael (1988): «Eros e iglesia en la Vetusta de Clarín». En: La Regenta, Madrid: Taurus, 190-203. Poe, Edgar Allan (1970): Cuentos. Madrid: Alianza editorial. Stoker, Bram (2002): Drácula. Madrid: Suma de Letras. Valera, Juan (1970): Juanita la Larga. Madrid: Castalia. Valis, Noël M. (1987): «Sobre la última frase de La Regenta». En: Clarín y La Regenta en su tiempo. Actas del Simposio Internacional. Universidad de Oviedo, 795-808. NEZMOŽNOST, NASILJE IN FRUSTRACIJA ... EROTIČNOST IN GROZA V ROMANU LA REGENTA Po uvodu, v katerem so poudarjene razne povezave obeh prevladujočih realističnih estetik z erotiko, fantazijo in grozo, članek preuči vzgojo glavne junakinje Ane Ozores o spolnosti, in nato preide k opisu kataloga perverzij prebivalcev Vetuste, da bi pokazal njihove nezmožnosti za ubrano vključevanje erotike v življenje. Nezmožnosti, ki se po eni strani razrešijo z poživalitvijo ali postvaritvijo erotične izkušnje, po drugi strani pa z obupanim in jalovim prizadevanjem, da bi »po mistični poti« vključili to občutje v veljavni moralno religiozni katoliški sistem. Sledi logični korak v tej verigi: ker erotika obstaja in ker ne najde prostora v uveljavljeni družbeni, moralni in verski ureditvi, ker jo nepreklicno krši na takšen ali drugačen način, Ana Ozores in prebivalci Vetuste opazujejo erotiko z instinktivno grozo, tako da je erotični vzgib združen z grozo, ki jo navadno izražajo metaforične stvarnosti ali pošatne, odvratne in srhljive fantastike.