María Pilar Sanchís Cerdán Universidad de Ljubljana PEPITA JIMÉNEZ: EL ARTE DE VALERA EN SU OBRA MAESTRA Palabras clave: Juan Valera, Pepita Jiménez, novela española del XIX, el arte por el arte, idealismo poético, ironía amable Elegante hombre de mundo, Juan Valera fue el escritor del XIX que más desborda los límites impuestos por su tiempo histórico. Su vida atravesaba en la época difíciles circunstancias: las complejas relaciones familiares y problemas económicos, así como el desvío de la política activa lo llevaron a retirarse temporalmente a Cabra y a Doña Mencía. Precisamente esa separación de la política activa se resolvería en una magnífica etapa creativa, y el escritor escribiría su obra maestra en medio de un conflictivo panorama español. El mismo Valera confiesa en 18861: «Yo la escribí cuando todo en España estaba movido y fuera de su asiento por una revolución radical [...] cuando más brava ardía la lucha entre los antiguos y los nuevos ideales» (281). Efectivamente, son las novelas amables que escribe las que le ayudarán a evadirse de ese mundo problemático. Frente a las acusaciones de sus coetáneos, Valera siempre se declaró católico, si bien declaraba su escepticismo y su inclinación al espiritualismo: «creo que tengo a mi manera un espíritu profundamente religioso, si bien cada día me separo más de la religión católica» (Montesinos, 1969: 92). Ciertamente, la ambigüedad definiría la vida del escritor: «Su actitud religiosa, política, moral, social, estética, fue siempre espantosamente ambigua, indecisa, confusa, escurridiza» (Oleza, 1984: 54). Bajo su espíritu conciliador Juan Valera no franquearía nunca límite alguno, manteniéndose siempre bajo las formas del buen tono: «cada uno podrá seguir adorando a Dios según su conciencia. Yo, además, en lo exterior no pienso chocar nunca con las ideas más generales de mi pueblo» (Montesinos, 1969: 92). 1. El arte por el arte: la lucha poética de Valera En el panorama literario, son éstos, años de exaltación, caracterizados por la crisis irreversible del viejo sistema de creencias y valores, y en los que se fragua el renacimiento de la cultura española en general, y de la novela como género literario en particular, género que oscilaba entre la novela histórica y la novela psicológica. El realismo se impone en España, desbancando a la novela de folletín, y asistimos a la publicación de piezas de la serie realista-naturalista desde una perspectiva estética rotundamente innovadora. Asimismo, se configura la novela de tesis, con su intencionado afán de experimentación científica. 1 Cito tanto este prólogo de1886, como el de 1880, por la edición de A. Sotelo Vázquez, Barcelona, PPU, 1989, (275-284). La obra de don Juan Valera aparece en medio de esta singular coyuntura literaria proclamando el arte por el arte, y rechazando todo criterio moral. La recepción de la novela fue motivo de sonada polémica2 al entrar de lleno en el debate ideológico y literario del momento: la contraposición entre realismo e idealismo, y la consecuente crisis a raíz de la controversia sobre la secularización de la cultura y la autonomía del arte. Fiel partidario del arte por el arte, Valera no saldrá nunca de la temática surgida de su primera gran novela: frente a los fértiles novelistas del XIX que utilizaban la novela como «la cristalización literaria propia del momento histórico que estaban viviendo», su idea del arte novelesco «era mucho menos oportunista»; el cordobés consideraba «la creación estética desde la cumbre de la impasibilidad en la que las excitaciones circunstanciales resultan mucho menos estimables que la desinteresada producción de un arte indiferente a un tiempo y a un lugar determinado» (Romero Tobar, 1989: 18). Su entendimiento del arte se explica a partir de su recia base clásica y, por tanto, de la literatura desde los supuestos de la poética clasicista: Valera concibe al novelista como poeta (no en vano fue la fama de poeta la que más anheló). En su trabajo de 1860, La naturaleza y carácter de la novela, el escritor afirmó que si ésta «se limitase a narrar lo que comúnmente sucede, no sería poesía, ni nos ofrecería un ideal, ni sería siquiera una historia digna» (186). Se opuso, así, a la novela tendenciosa, al igual que se opuso a introducir en el arte todo aquello que no lo fuera. Ello explica su desdén hacia realistas y naturalistas, que escribían en detrimento de la verosimilitud fantástica en que las obras de arte debían sustentarse: en efecto, lo real es necesario porque da la vía para llegar a lo ideal, pero es la elevación de la realidad al más alto nivel mediante el sentimiento y la imaginación sin límites, la que lleva a esa imagen ideal que el artista traduce en belleza. Valera recoge en su poética esteticista las ideas de románticos para explicar su concepción del arte y de la belleza, con un poderoso componente platónico, y una metafísica que se define en el encuentro de los místicos españoles del siglo XVI y la filosofía idealista hegeliana; ideología conciliadora que toma como punto de partida en su obra el racionalismo armónico de Krause. «Este es el tipo de novela que quiere Valera: novela poeti-zadora, llena de ficción verosímil o de análisis psicológico, novela de entretenimiento y distracción» (Oleza, 1984: 49). En el prólogo de 1886, Valera resume su concepción del arte: Yo soy partidario del arte por el arte. Creo de pésimo gusto, impertinente siempre y pedantesco con frecuencia, tratar de probar tesis escribiendo cuentos. Escríbanse para tal fin disertaciones o libros pura y severamente didácticos. El fin de una novela ha de ser deleitar, imitando pasiones y actos humanos y creando, merced a esta imitación, una obra bella. 2 Esta polémica protagonizada principalmente por José de Navarrete y Luis Vidart ha sido ampliamente comentada por la crítica y está recogida parcialmente en dos de las ediciones empleadas en este artículo, a saber, A. Sotelo Vázquez y L. Romero Tobar (ambas de 1989). El primero reprochó a la obra su carácter inmoral y paganizante, destacando el sutil dardo lanzado por Valera contra los resquicios del viejo mundo, al poner en entredicho la consistencia de la vocación sacerdotal del protagonista de su novela y sugerir la quiebra de la institución matrimonial. Vidart, sin embargo, destacó el papel fundamental de Valera al demostrar el derrumbamiento del misticismo ante la naturaleza humana en su consideración del matrimonio como estado superior al celibato. Sin embargo, deja siempre una puerta abierta: [...] puede ocurrir, por un conjunto de circunstancias favorables, por inspiración dichosa, porque en un momento dado todo esté dispuesto como por magia o sobrenatural determinación, que el alma de un autor venga a ser como limpio y hadado espejo donde se reflejan las ideas y los sentimientos todos que agitan el espíritu colectivo de un pueblo, y pierdan allí la discordancia y se agrupen y combinen en suave combinación y armonía. En esto consiste el hechizo de Pepita Jiménez. (280-81) 2. Un obra de arte por «inspiración dichosa» Un feliz azar suscitó la voluntad de creación novelística en 1874, de la que da razón Pepita Jiménez. La exquisita novela contó con el favor de los lectores: el escritor cosmopolita había superado el marco de inserción de la literatura sin despojarse del en-raizamiento de cultura rural de su Andalucía familiar. Él mismo confiesa haberla escrito «en la más robusta plenitud de mi vida, cuando más sana y alegre estaba mi alma, con optimismo envidiable, y con un panfilismo simpático a todos, que nunca se mostrará ya en lo íntimo de mi ser, por desgracia» (1886: 281). Y precisamente de esta feliz circunstancia surge esta historia encantadora que recoge el aire risueño, desenfadado y sensual del Dafnis y Cloe de Longo. Intentó varias veces la redacción de una novela, la primera en 1850 con Cartas de un pretendiente, breve muestra en forma epistolar que quedó en mero proyecto manuscrito; también inconclusa quedaría su novela de amor y aventuras del 1861, Mariquita y Antonio. Redactada en 1874, Pepita Jiménez inicia la etapa de su actividad novelística: Las ilusiones del Doctor Faustino (1874), El Comendador Mendoza (1876), Pasarse de Listo (1877), Doña Luz (1878), Juanita la Larga (1895), Genio y Figura (1897) y Morsamor (1899). Se cree que Pepita Jiménez fue escrita de manera impremeditada en los pueblos cordobeses de Cabra y Doña Mencía entre 1873 y 1874, pero son escasas las noticias acerca de la redacción de la novela. En carta del 13 de febrero de 1874 anota el escritor: «he empezado a escribir una novela que no publicaré hasta que esté concluida [...]. La nueva novela tiene un título extraño para una novela. Se titula Nescit labi Virtus3» (en Romero Tobar, 1989: 24). En menos de un mes, comenzaría a publicarla por entregas en la Revista de España. El éxito de la novela fuera de España fue tan amplio y halagador para su autor como lo estaba siendo dentro: las numerosas ediciones de la novela y la abundante crítica, así como la aparición de otras versiones y el gran estímulo ejercido entre sus contemporáneos, dan fe de la amplia divulgación de la obra. Las correspondencias temáticas, compositivas o microtextuales se repetirán, no sólo en sus novelas siguientes (en especial, las equivalencias con su personaje femenino o los aspectos místicos), sino también en otras novelas posteriores, al inaugurar una serie de literatura que iniciaba su trayectoria en la década de los sesenta: el tema del sacerdote enamorado pasa a convertirse en una variante de los triángulos amorosos, perdiendo su 3 Efectivamente, aunque lo conservó como lema del libro, cambiaría el título comprendiendo que estando en latín no le proporcionaría ni un lector. anterior función moralizante; se trabaja el modelo del personaje femenino con especial cuidado de su construcción psicológica; y la ya practicada forma epistolar ejerce una reincidente influencia en los últimos años del XIX. 3. La narración del relato: entre el idealismo más poético y la dulce ironía Importante es la huella del texto de Longo, Dafnis y Cloe, que Valera admiraba por el cuidadoso estudio de sus caracteres, el tratamiento del paradisíaco paisaje natural y la exaltación del amor carnal. La sublimación de la realidad que él mismo aplicará a su novela: «Una novela bonita no puede consistir en la servil, prosaica y vulgar representación de la vida humana: una novela bonita, debe ser poesía [...] debe pintar las cosas, no como son, sino más bellas de lo que son» (1880: 276). Efectivamente, todo es bello en Pepita Jiménez: en un bellísimo escenario andaluz, los personajes se limitan a socializar sin que exista apenas desavenencia alguna. Mediante un lirismo recatado, a través de la ironía, el autor nos presenta una historia idílica y perfecta. Y no es de extrañar, teniendo en cuenta lo aficionado que era Valera a los cuentos, que el final de su obra maestra adopte ese aire maravilloso de final feliz tan característico de este género. Destaca la majestuosa técnica narrativa en la que el lector es partícipe y adelanta los sentimientos del héroe antes de que estos se hagan explícitos, así como es magistral el análisis de los sentimientos íntimos, la captación del paisaje envolvente y la gradación de la experiencia erótica que va implicando a los protagonistas. 3.1. El hallazgo de un manuscrito: un modelo de escritura idealista La novela está estructurada en cuatro partes: un prefacio escrito por la persona que ha encontrado el manuscrito; Cartas de mi sobrino, en las que el joven seminarista escribe a su tío, el Deán, ofreciendo al lector un grandioso análisis de conciencia; Paralipómenos, que reconstruye las acontecimientos sucedidos posteriormente a las cartas; y Epílogo. Cartas de mi hermano, que contiene extractos de las cartas enviadas por don Pedro a su hermano el Deán tras el matrimonio de Pepita y Luis4, presentando un repaso final de los personajes y concediendo a la novela su cierre. Mediante una vieja técnica narrativa5, el hallazgo de un manuscrito, Valera introduce la historia y se desliga de la narración, y aunque esta fórmula incapacita al personaje para la manifestación totalmente sincera de sus sentimientos, observamos sin impedimentos su veloz enamoramiento a través de las quince cartas6 que escribe: las primeras, caracte- 4 Las voces narrativas representan un papel importante en los relatos de Valera, permitiéndole establecer diferentes puntos de vista. 5 La forma epistolar responde al estímulo que la tradición literatura cercana ejerció: la fórmula de contar una historia a un receptor que se incorpora al relato como un personaje más, había sido de gran atractivo, especialmente en la literatura del XVIII, como signo de modernidad en ese verismo que el testimonio personal ofrecía; así como la corriente que hacía uso de ésta a modo de indagación psicológica del protagonista (i.e. Werther de Goethe, 1774). 6 La gran experiencia del autor gracias a su vasta correspondencia personal (sus famosos epistolares, son ejercicios de estilo de un indiscutible carácter literario en los que Valera muestra los secretos de su alma), le aseguraba el éxito en este formato. rizadas por extensos párrafos llenos de imágenes sensoriales, presentan los caracteres, los escenarios y el conflicto; mientras que las últimas, en párrafos cortos, rebosantes de citas bíblicas o eclesiásticas, subrayan la lucha del seminarista por causa de sus prejuicios espirituales y sociales. En las tres intermedias el joven confiesa las primeras aproximaciones físicas entre él y Pepita Jiménez. Para Valera importa la forma de su novela no la acción por eso ésta es pobre: ante ese «enredo, harto sencillo o casi nulo», el valor de su novela «estriba en el lenguaje y en el estilo, y no en las aventuras» (1886: 280). Se desprende de inmediato el gusto por los clásicos en el delicado estilo narrativo, elegante y natural, y en el ritmo tranquilo del escritor, así como el gusto por el lenguaje espiritual místico, patente en la relación exhaustiva de las citas tomadas sobre todo de autores místicos del Siglo de Oro, así como de la Biblia. En su prólogo de 1880 Valera escribe: «tuve la ocurrencia dichosa [...] de acudir a nuestros místicos de los siglos XVI y XVII. De ellos tomé a manos llenas cuanto me pareció más adecuado a mi asunto, y de aquí el encanto que no dudo que hay en Pepita Jiménez» (276). En esa importancia que el autor da a la prosa bien escrita y al decoro lingüístico, en línea con sus principios estéticos y su idea del buen gusto, estriba su decisión de negarse a transcribir lo grotesco y disparatado del lenguaje coloquial del habla andaluza7. No obstante, consiguió conferir a su obra un singular casticismo mediante ciertas construcciones jergales o familiares (del tipo sin decir oxte ni moste) y hasta se permitió algunas imprecaciones en caló en boca de la criada. El pasaje en el que Luis Vargas se encuentra en el campo antes de acudir a su cita con Pepita concentra los recursos estilísticos y de construcción narrativa más llamativos. Todo en la naturaleza refleja esa característica exaltación de los encuentros amorosos: el cielo, las estrellas, el rocío, los ruiseñores. Ciertamente, digna de destacar es la importancia de los símbolos que aparecen en la novela. Es evidente el papel del héroe masculino que representa el poder eclesiástico, frente al poder civil de la viuda. No me detendré en este aspecto, pues será largamente analizado al hablar del conflicto de la obra; sin embargo, no puedo dejar de mencionar la figura de los caballos: tras su paseo ecuestre a la finca de La Solana y la posterior doma del caballo se esconde la metáfora a la masculinidad, fuerza emblemática de la potencia del dominio viril mediante el cual don Luis alcanza el prestigio erótico ante la mirada de la joven viuda. Asimismo, es fundamental la simbología relacionada con la naturaleza y que se extiende desde el papel simbólico de los huertos, en los que se encuentran y terminan encerrándose los enamorados, hasta la correlación entre luz-oscuridad -subrayada por la potencia genesíaca que emana el anochecer del paisaje natural-, pasando por el marco de fiestas paganas en las que el novelista encierra la acción. Todo ello envuelve una significación inequívoca que remite al proceso de amor vital que subyace en la novela: la llegada de Luis al pueblo en torno al equinoccio de primavera; el presagio que anuncia la fiesta de la Cruz de Mayo -tiempo en que Pepita 7 Aspecto por el que fue reiteradamente atacado por la crítica. En la misma novela, en Paralipómenos, Valera justifica el habla de Antoñona en su entrevista con el seminarista: «no se puede negar que Antoñona estuvo discretísima en esta ocasión, y hasta su lenguaje fue tan digno y urbano, que no faltaría quien le calificase de apócrifo» (310). deja el luto-; la exaltación en la celebración del solsticio de Verano en la noche de San Juan. Por último, cabe señalar la magnífica conciliación entre catolicismo y paganismo que se presenta al final de la novela en los interiores de la casa de los esposos mediante las capillas católicas y las iconografías eróticas en el jardín representando a Amor y Psiquis, a Dafnis y Cloe, y la estatua de Venus de Médicis; amor platónico junto a misticismo en ese característico panfilismo que caracteriza a Valera, y que se hace explícito en la novela: «Luis [...] concierta la viva fe y el amor de Dios, que llenan su alma, con este amor lícito de lo terrenal y caduco» (391). Sin olvidar la fuerza conclusiva que tienen las referencias citadas en los versos del final, Nec sine te quidquam dias in luminis oras Exoritur, neque fit lœtum, neque amabile quidquam, que confirman esa buscada proyección de la novela hacia la eternidad. 3.2. En la eternidad, unos personajes de fábula en un lugar de ensueño Valera señala en su trabajo de 1860 que «dentro de un tiempo y de un espacio conocidos, siéndonos conocidas también cuantas cosas en ese espacio y en ese tiempo se encierran, no es dado imaginar nada absoluto» (192). Y es precisamente ese «algo absoluto» lo que Valera persigue. La única referencia temporal que tiene el lector en cuanto a la historia es la dada a través de las cartas y de la narración en Paralipómenos, y la breve alusión a los cuatro años transcurridos desde el matrimonio de los protagonistas. En efecto, Valera «se inhibe del tiempo» (Oleza, 1984: 60): las coordenadas espacio-temporales se subordinan al proceso psicológico de los personajes, al conflicto sentimental, y en esa característica indeterminación temporal y espacial, inventa un enclave geográfico innominado sin preocuparse de precisar una cronología exterior. Geografía imaginada que, sin embargo, muestra una obvia localización en la pintoresca Andalucía natal del autor, cuyos escenarios remiten a los lugares imaginados en otras obras: el mismo ambiente que la Villalegre de Juanita la larga, o la Villabermeja de Las ilusiones del Doctor Faustino. Aunque no amó mucha la vida en el campo, lo cierto es que la hermosura del campo andaluz suscitaba la vena narrativa en Valera: sus vivencias proporcionan el escenario natural de sus novelas, personajes, jerarquías sociales, paisaje, pueblos y costumbres. En Pepita Jiménez, el autor recoge esas tierras andaluzas de cerros, olivos y viña; los aledaños de un pueblo agrícola con sus huertas y sus sembrados, pero desde su filtro embellecedor. Además, como bien apunta Montesinos, la naturaleza «interviene tanto en el desarrollo de la novela que es casi uno de los protagonistas» (1969: 103); a pesar de que la sugestión del ambiente está lograda con parcos toques, el paisaje se incorpora plenamente a la trama. Es de importancia trascendente la captación de don Luis por parte de la naturaleza que modifica su conducta, sus sensaciones y sus sentimientos. El seminarista describe ampliamente en sus cartas el pueblo andaluz con el mismo amor que lo haría el propio escritor. La naturaleza transmite su sensualidad a los protagonistas, despertando sus sentimientos más naturales. En carta del 4 de abril, Luis escribe: «Siento una dejadez, un quebranto, un abandono, de la voluntad, una facilidad tan grande para las lágrimas; lloro tan fácilmente de ternura al ver una florecilla bonita o al contemplar el rayo misterioso, tenue y ligerísimo de una remota estrella, que casi ten- go miedo8» (184). Ese mismo impulso natural será el que lo haga entrar en la habitación de Pepita en una noche mágica, la de San Juan, que ejerce fuertemente su poder sobre él, haciendo despertar el sensualismo en su espíritu joven. Así lo anuncia el narrador: «don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa naturaleza, y dudó de sí» (319). En la oscuridad de los campos el paisaje embriaga al joven antes de acudir a su cita con la viuda, «el cielo sonreía con mil luces e incitaba a amar; las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñores cantaban enamorados[...]; la tierra toda parecía entregada al amor en aquella tranquila noche» (320), toda una atmósfera de erotismo que presagia lo que está por acontecer: «todo era profano y no religioso. Todo era amor y galanteo [...] siempre el caballero cristiano logra su anhelo con la princesa mora, en la noche o en la mañanita de San Juan» (321-22). La trama gira en torno a los dos protagonistas, con vagas intervenciones de los otros personajes, que ejercen un papel funcional en la novela y que carecen de interés por sí mismos, a no ser por la vieja doméstica, Antoñona, el personaje secundario de mayor vivacidad (fiel nodriza, que usa su astucia para doblegar la mano del seminarista en favor de Pepita). Sin duda, importantísima es la evolución del protagonista en cuanto a sus pensamientos y sentimientos: Luis Vargas9, joven seminarista inexperto, hijo natural reconocido del rico cacique del pueblo, y lleno de anhelos místicos, se siente un espíritu superior por su dedicación, y como tal se empeña en querer despreciar los bienes terrenales. A ello se aferrará para no reconocer su enamoramiento: al orgullo ante la posibilidad de dejar escapar el ideal de su vida, al amor propio que él mismo reconocerá al final de la novela: «No era más que orgullo lo que me movía. Era una ambición mundana como otra cualquiera» (348). Un mundo falso y pueril construido en ese ideal místico y que se desvanece ante la primera experiencia real: una mujer de carne y hueso, Pepita Jiménez. Sin embargo, don Luis es el personaje pasivo, el seducido. En la actividad de la bella y sagaz viuda observamos una nueva presentación del personaje de la mujer, que toma las riendas. No en vano, Pepita Jiménez se convertiría en uno de los mitos de la literatura moderna española como ejemplo de mujer decidida. En efecto, su personaje inunda toda la obra; la naturaleza de Pepita Jiménez es más profunda que la de cuantos hombres la rodean. Altiva, en una sociedad patriarcal, empujada a casarse con un viejo decrépito y avaro, tras enviudar, Pepita no bajará la guardia ante cualquier nuevo aspirante que ella no desee, eligiendo no someterse a ninguna voluntad. Su posición de independencia gracias a su viudez (que impide que su honor pueda estar en peligro) y a su plena autonomía económica le permiten esa soberbia, como medio de recuperar el prestigio con su decisión. Aunque sus circunstancias le dificultan el rehacer su vida, su orgullo, en un ambiente de personajes rústicos a los que ella, en su elegancia, se considera superior, la sostendrá para ambicionar la felicidad esperada. La actitud innovadora de Pepita se observa, además, en su fogosidad: encarna la pasión amorosa y activa, moviéndose con instinto y discreción 8 Los fragmentos extraídos de la obra pertenecen a la edición de L. Romero Tobar, Madrid, Cátedra, 1989. 9 Azaña afirma en su trabajo que «don Luis de Vargas incorpora algunos sentimientos personales de Valera» (1990, LIII), sin embargo, no discutiré de manera especial en este trabajo los rasgos biográficos que impregnan la novela, sobre todo, por considerar que estos se reducen a los mencionados en el ensayo, esto es, los ambientes, escenas y tipos andaluces. (no debemos olvidar la sociedad rural tradicional en la que vive, patriarcal y ultracatóli-ca); rebelde, se niega a entrar en razón ante la perspectiva de perder lo que más desea en el mundo; astuta, se refugia en su alcoba y el seminarista la sigue, en una escena arduosa y hasta chocante, que supondrá la renuncia de este último a todas las aspiraciones místicas con las que había soñado. Pepita consigue lo que anhelaba. Todo ello contrasta con su activa vida religiosa: entregada a sus problemas de conciencia, ensueños e imaginaciones confusas y religiosas, cree tener experiencias místicas que son más bien una excusa. Efectivamente, «bajo la serena superficie, se adivina en Pepita un pesar o una frustración que la trae también el alma ausente» (Montesinos, 1969: 104). El lector tiene que generar su opinión de la viuda a partir de las referencias de otros personajes, sin embargo, los personajes que la interpretan tal vez la deformen: don Luis bajo su amor, el Vicario desde su bondad y diplomacia, el conde por despecho, o don Pedro por sus juicios extremamente favorables. La única posibilidad de interpretación es la lectura entre líneas que nos hace descubrir una mujer incapaz de entender que la religión pueda superar a su amor; una joven que «no empieza, naturalmente, a ser ella misma hasta que no despierta su alma de mujer, hasta aquella «mirada ardiente» que levanta en vilo a don Luis» (Ibid.: 106). 3.3. Entre el amor divino y el amor humano La estrecha relación entre erotismo y espiritualidad, la coacción que producen las creencias religiosas contra el valor del instinto natural son la base de la novela. La Andalucía rural hermosa y tentadora, que se nos muestra es también la Andalucía caciquil sin signos de modernidad en la que no podía faltar el componente religioso, resultado de una sociedad católica tradicional. En efecto, todo gira en torno a la religión. Los personajes de Valera tienden al misticismo y así sucede en la novela, aunque es éste un misticismo hipócrita: Vargas es un místico frustrado que después de pasar doce años en el Seminario se dará cuenta de su falsa vocación. El ambiente en casa de Pepita respira religiosidad: tras su primer matrimonio, la joven viuda se refugia en la religión, se imagina que su alma está llena de un amor místico que se satisface sólo con Dios, pero de nuevo es un falso misticismo debido a «que no ha salido a su paso todavía un mortal bastante discreto y agradable que le haga olvidar hasta su niño Jesús» (31). La actitud de los personajes hacia la religión es fundamental en el carácter de la novela: el comprensivo aunque ingenuo Vicario, que se complace de las confidencias de Pepita; don Pedro, cuyo materialismo contrasta con el espiritualismo de su hijo y al que le gustaría que su heredero dejase los hábitos; Antoñona que usa la religión, de manera práctica y celestinesca, para pedirle a Luis que por misericordia vaya a ver a su señora; y el Deán, caracterizado por su «manga ancha». Ante esta visión de una religión tan poco genuina (protagonistas de un falso misticismo, curas que carecen de impacto, personajes que utilizan la religión a su antojo), ¿acaso no se refleje el escepticismo de Valera? Sin duda, el escritor contrapone los sentimientos de dos bandos opuestos del sexenio revolucionario: la secularización y la fe más ferviente, y como respuesta, la felicidad que sólo puede conseguirse mediante la elevación del espíritu que en la novela «encuentra su grandeza en el matrimonio» (Sotelo Vázquez, 1989: 18). De esta manera, el conflicto de la novela plantea el tema del amor divino y el amor humano: «Valera se aplicó en las novelas a escudriñar los sentimientos de sus personajes» (Azaña, 1990: 220) y tema central de la novela es el análisis psicológico del alma del protagonista y, junto a éste, el amor. El conflicto amoroso que se plantea hace que el análisis psicológico se centre en los protagonistas, remitiéndonos así al verdadero conflicto que presenta la novela, la desconversión del seminarista como resultado de su enamoramiento: «orgullosamente afanado en sus pensamientos de amor divino va paulatinamente perdiendo esos afanes en aras de un amor terrenal que tiene como foco a la joven viuda» (Sotelo Vázquez, 1989: 66). Luis representa el paradigma de aquel que no ve más allá de sus valores místicos: estudiante de clérigo orgulloso en su ideal de alcanzar a Dios, se resiste a aceptar su enamoramiento, intentando explicar lo que Pepita le inspira desde la pureza. Sin embargo, poco a poco, esa pasión amorosa irá creciendo culminando con la entrega de los enamorados en la noche de San Juan. Pepita lo saca de su mística ineficiente, aun rebajando sus ideales soñados, y finalmente, Luis tiene que admitir que su vocación no es auténtica, que ha sido una vocación forjada por sus lecturas, sus imaginaciones, sus ideales. «El amor combate y finalmente arruina en su corazón la soberbia clerical» (Azaña, 1990: 232). El seminarista se transforma totalmente, se humaniza10. El ansia de absoluto de don Luis queda rota cuando se entrega a la viuda y deberá conformarse con ser un buen casado: es un fracaso dichoso, y sin embargo, don Luis «no olvida nunca, en medio de su dicha presente, el rebajamiento del ideal con que había soñado» (390). Esa victoria del amor con una cierta melancolía no es más que la mano armonizadora de Valera queriendo, de nuevo, resolver el final de su obra con el espíritu conciliador que la caracteriza. Como bien apunta Sotelo Vázquez: «En tal desenlace se quiso ver, desde un buen principio, la mano de Valera armonizando amor divino y amor humano, mundo de la mística y mundo de la razón, espíritu y naturaleza, vida beata y vida familiar y doméstica» (1989: 67). Ciertamente, los jóvenes se casan, pero la religión no abandona su vida conyugal, «Luis [...] concierta la viva fe y el amor de Dios, que llenan su alma, con este amor lícito de lo terrenal y caduco» (391). Así, Valera pretende dejar fuera toda duda: el goce humano no se antepone a la religión; y del mismo modo, el misticismo no se entiende sin el amor personal, pues, «comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en todos los estados y condiciones» (Sotelo Vázquez, 1989: 67). Conciliación entre catolicismo y paganismo que el autor universaliza con los ya citados versos del final de la novela. Azaña señala acertadamente que «si hay alguna tesis en Pepita Jiménez [...] es la de presentar este acuerdo [acuerdo de espíritu y naturaleza que constituye lo humano] bajo figuras novelescas» (1990: 240); sin embargo, «la enseñanza no es [...] el fin de la novela, sino una repercusión, un efecto moral» (Sotelo Vázquez, 1989: 59). 10 Según Azaña, el trasfondo real que generó la ficticia historia de amor del seminarista y la viuda fue el caso de una persona de la familia del autor: doña Dolores Valera y Viaña, la cual, casada en primeras nupcias con un anciano por determinación de su madre, tras enviudar, volvió a matrimoniar con su joven prometido y ex-seminarista don Felipe de Ulloa, hechos ocurridos en Cabra en 1829. Azaña cree que Valera «aprovechó en la novela el suceso de estos amores embelleciéndolos» (1990: 223) a través de su filtro poético, caracterizado por el platonismo y el misticismo. No obstante, este conflicto ha llevado, de hecho, a interpretar la obra como una verdadera novela de tesis -a pesar de la oposición de Valera a este género y de su insaciable defensa del arte con el único objetivo de deleitar- debido a la intencionalidad moral que parece desprender, y a que el sentido religioso de los textos incorporados parece ir más allá de esa inocente finalidad que el autor declara. Sin embargo, desde las primeras líneas de la novela se advierte que Vargas no tiene vocación; conducido a estudiar el sacerdocio, el misticismo del seminarista no es auténtico. Por ello, «no se plantea en el ánimo de don Luis ninguna batalla» (Azaña, 1990: 233), el joven no huye, no evita el peligro, no lucha, luego, no hay conflicto tremendo en la obra como lo hubiera habido en la novela de tesis, «el conflicto entre entrega a la vida y renuncia a ella, entre sensualismo y ascetismo, se escamotea y se reduce a un caso particular de vocación fallida» (Oleza, 1984: 61). Efectivamente, Valera crea multitud de ocasiones para la tragedia pero no las lleva al extremo: el clérigo no es aún cura; la mujer es viuda, no casada; el padre abandona el cortejo en favor de su hijo; el pueblo no envidia a Pepita Jiménez sino que quiere su felicidad ... Ambos son libres de amarse y así lo harán, como señala Azaña: «El toque estaba en que la seducción del seminarista no fuese el lance vulgarmente obsceno de la mujer experta que desbrava a un inocentón, ni el perdimiento de una jovencita angelical, ni un caso de funesto adulterio» (1990: 223). Constantemente se muestra al lector lo que podría ser y no es: si el joven no hubiera encontrado a Pepita, por cuyo amor se da cuenta de ese falso misticismo, hubiera tenido el fin del clérigo falso, pero la encuentra. Final armónico, pues, en línea con ese espíritu conciliador de Valera, que atenúa los focos del conflicto para resolverlo todo en un cuento amable a la ya mencionada manera de Dafnis y Cloe que «no consagró su obrilla a Minerva ni a Temis, sino a las ninfas y al amor, y que logró hacerse agradable a todos los hombres» (Valera, 1860: 197). 3.4. El genio de la amable ironía Oleza escribe en su trabajo que «su realismo idealizador [de Valera], poético, esteticista, que deleita imitando, también muerde en la realidad [...] aunque casi siempre con ironía y de pasada» (1984: 52); el mismo escritor lo reconoce en el prologo de 1880: «En mi novela además hay cierta ironía bondadosa y cándida, y cierto humor» (280). No es de extrañar que un autor como Valera, cuya vida misma se caracterizó por una constante ironía, hiciese uso de ésta en su obra; ironía que conduce al mismo tiempo a una intencionada ambigüedad, y que comienza ya con el mismo prefacio, asentando el tono que va a caracterizar toda la obra. Éste, a pesar de la forma documental que presenta, sugiere que todo es producto de la imaginación: la técnica narrativa utilizada se vale del cambio de perspectiva y la introducción de la opinión del narrador en el relato para destruir cualquier intento de objetividad. Ante estas diferentes perspectivas el lector tiene que prestar atención, en ocasiones no sabemos quien narra o escribe. Prueba de esa incertidumbre es la duda que se establece respecto a la autoría de Paralipómenos: ¿podría un Deán tener la manga ancha que tiene el autor del mismo? Valera puede justificarlo ya que no hay nada en la obra contra la moralidad cristiana y sí contra el falso misticismo. Para Whiston, la intención de Valera era incorporar tanto un punto de vista liberal como uno conservador a la hora de juzgar los acontecimientos, además, el «señor Deán» se propuso contar lo ocurrido y no probar ninguna tesis: «the Dean's liberal detachmente and lack of rigidity are balanced by the exemplary nature of the work and its fidelity to experience» (1978: 29). La ambigüedad se extiende a los personajes: la ironía de Valera impregna tanto los personajes religiosos como los que no lo son. Las diferentes opiniones respecto a la protagonista inciden en esa ambigüedad obligando al lector a formarse un retrato con las virtudes y defectos de la viuda a partir de lo que cuentan otros personajes. Asimismo, es paradójico el comportamiento de la viuda, que en su enamoramiento llega casi hasta la locura y el sacrilegio. Tampoco nos podemos fiar de Luis, que cuenta lo que otros dicen a través de sus propias palabras, y que intenta esconder sus sentimientos. Sorprende del mismo modo la actuación de don Pedro que tras haber enviado a don Luis al Seminario, como «si quisiera desembarazarse de un testigo inoportuno» (Azaña, 1990: 227) vela por la felicidad de su hijo como padre ejemplar. El autor, se burla, además, del protagonista, jugando con su aparente sinceridad. El hecho de que las personas que lo rodean sean partícipes de su amor por Pepita sin él saberlo, convierten las serias reflexiones espirituales de don Luis en una parodia risible de citas ascéticas. Y se burla también -eso sí, en una burla amable- del lector que cree saberlo todo y, sin embargo, no tendrá noticia hasta bien avanzada la novela del conocimiento de don Pedro «punto por punto» (375) de los amores de don Luis con Pepita, momento a partir del cual cobran nuevo sentido las intervenciones de Antoñona y los consejos del Deán. La misma ironía atañe al hecho de que el propio Luis se plantee la situación de la religión en España, preguntándose si «¿hay verdadera vocación en los que se consagran a la vida religiosa y a la cura de almas, o es sólo un modo de vivir?» y algunas frases más adelante afirmando: «siento en mí una verdadera vocación» (169). Del mismo modo, se acumulan textos espirituales del Siglo de Oro y citas bíblicas, impregnados de una aguda ironía que ofrecen numerosas posibilidades. Ejemplo ilustrativo es aquel en el que don Luis describe las manos de Pepita y justifica su atención comparándola con Santa Teresa, «creo que Santa Teresa tuvo la misma vanidad cuando era joven, lo cual no le impidió ser una santa grande» (189). Mostrada como una persona muy religiosa, Pepita refleja también la ironía de la obra cuando antepone su amor a ese fervor religioso que parecía poseer: así será cuando la viuda ose pedir a su, hasta el momento idolatrado, niño Jesús, no quedarse con don Luis sino cedérselo a ella, cuando quiera competir con Dios por él («soñaba con robársele a Dios» (281)), o cuando rechace la consolación en la religión que le sugiere el Vicario o ese amor místico que le ofrece el protagonista. Al igual que la obra, la ambigüedad caracterizó también las afirmaciones que Valera hizo respecto a ésta. Sostuvo su propósito de deleite tajantemente en su prólogo a la edición de 1880: «Mi propósito se limitó a escribir una obra de entretenimiento. Si la gente se ha entretenido un rato leyendo mi novela, lo he conseguido y no aspiro a más» (276); sin embargo, en 1886 escribiría: «Si alguna consecuencia debe sacarse de un cuento, lo que del mío se infiere es que la fe en Dios [...] eleva el alma, purifica los otros amores, sostiene la dignidad humana y presta poesía, nobleza y santidad a los más vulgares estados, condiciones y maneras de vida», y añadiría que «como yo era hombre de mi tiempo, profano, no muy ejemplar para mi vida penitente y con fama de descreído, no me atreví a hablar en mi nombre e inventé a un estudiante de clérigo para que hablase» (283), extendiendo esa ambigüedad a la polémica establecida sobre la interpretación de su obra como novela de tesis o no. Numerosas son las interpretaciones que pudieran hacerse en base a esa ambigüedad tan característica de Valera; sin embargo, esa ironía, siempre amable, se resuelve al final del libro con su singular intención conciliadora: disipando cualquier duda que el lector pueda tener, el escritor nos ofrece un final de cuento de hadas, caracterizado por una idílica armonía que embriaga a todos los personajes de la novela. En efecto, «todo prospera» (388). BIBLIOGRAFÍA Azaña, M. (1971): Ensayos sobre Valera. Madrid: Alianza. Azaña, M. (1990): «La novela de Pepita Jiménez». En: Enrique Rubio Cremades (ed.), Juan Valera. Madrid: Taurus, 213-244. Bravo Villasante, C. (1989): Vida de Juan Valera. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica. Montesinos, J. F. (1969): Valera o la ficción libre: ensayo de interpretación de una anomalía literaria. Madrid: Gredos. Oleza, J. (1995): «Don Juan Valera: entre el diálogo filosófico y el cuento maravilloso». En: Cristóbal Cuevas (ed.), Juan Valera. 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PEPITA JIMÉNEZ: VALEROVA UMETNOST V NJEGOVEM NAJBOLJŠEM DELU Ključne besede: Juan Valera, Pepita Jiménez, španski roman 19. stoletja, larpurlartizem, poetični idealizem, prijazna ironija Avtorica članka zgoščeno obravnava značilnosti najpomembnejšega romana Juana Valere, Pepita Jiménez. V njem je ta pomembni pisatelj 19. stoletja uporabil literarna sredstva, po katerih je segel tudi v drugih svojih delih. Posebej je izpostavljen Valerov zagovor larpurlartizma in odsev te tendence v preprosti vsebini romana, ki se vztrajno izogiba vsakršnemu konfliktu, v poudarjenem poetičnem idealizmu, ki določa ambient, osebe in celo njihovo govorico, in v občutljivi rabi ironije, ki veje iz dvoumnega sporočila romana - ali pisatelj kritizira vero ali ne -, a se spravljivo razveže, saj se zdita vera in človeška ljubezen na koncu enakovredna.