Matías Escalera Cordero Alcalá de Henares Los tres tiempos de Miguel Hernández: escritura e ideología Palabras clave: Miguel Hernández, literatura, ideología, tiempo histórico En enero de 2010, previendo lo que se avecinaba con motivo de la celebración del centenario del nacimiento de Miguel Hernández, y tras la experiencia del cuarto centenario de la publicación de la Primera Parte de Don Quijote -en el que participé, a mi pesar muy activamente, arrastrado por las circunstancias-, escribí un poema titulado «Petición de disculpas a Miguel Hernández (ahora que vamos a matarlo por segunda y definitiva vez)»; una especie de lamento y de disculpa, que leí en los dos únicos actos en que participé, a propósito; por considerar que no trataban de hurtar, sino de abordar la figura y la obra de Miguel Hernández en su radical historicidad. Pues este es el peligro de nuestra fiebre conmemorativa, tal como denuncié, en cuantos foros estuve, el año 2005, durante los fastos del cuarto centenario de la primera edición de Don Quijote, el de vaciar de significado histórico, esto es, des/historizar, bien por un proceso de mitificación, o bien por un proceso de ocultación deliberada, a las figuras y las obras que supuestamente conmemoramos; en el caso del poeta de Orihuela, ocultando y negando su itinerario ideológico y político, que vale tanto como decir su genuina entidad literaria. Mitificación y ocultación interesada que libros como el de Eutimio Martín, Miguel Hernández: el oficio de poeta (2010), o el de David Becerra y Antonio J. Antón, Miguel Hernández: la voz de la herida (2010), ambos del 2010, contribuyeron, en ese mismo año, si no a evitar, al menos, a paliar. Pero hay otro asunto que siempre me ha preocupado, junto a este de la des/ historización de los textos literarios -la sustracción de su estricta temporalidad-; y es el de la inevitable relación que se establece entre lectura, escritura e ideología (Escalera Cordero, 2009: 483-495); es decir, cómo la ideología de un escritor, o de un artista -como la del lector-, condiciona el desarrollo, el alcance y la naturaleza de su escritura, de su obra -o de la lectura y la recepción de las mismas-; y cómo se materializa y concreta esa relación de un modo práctico, material y comprobable en términos críticos. Dicho de otro modo, cómo el «valor estético» de una obra, si fuese posible establecer un parámetro crítico de tal naturaleza, se vincula o se ve afectado por la ideología de los autores; teniendo en cuenta que son las ideologías -y las coyunturas históricas-finalmente las que escriben y crean los textos y los objetos artísticos. Esto es lo que he tratado de demostrar, en más de una ocasión, para los casos particulares de Don Juan Manuel y de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en la Castilla del primer tercio del siglo XIV; señalando los límites de un texto concebido como arma de instrucción y adoctrinamiento, al servicio de una corporación o clase, como es el caso de El conde Lucanor; frente a otro texto concebido como herramienta abierta y dialéctica de la expresión de un «sujeto en el mundo», que es el caso del Libro de Buen Amor; y que se manifiesta muy claramente en la incapacidad para la ironía del uno, frente a la moderna ductilidad para su uso del otro (Escalera Cordero, 2007: 35-44). Y esto es también lo que he tratado de demostrar para los casos de A. Muñoz Molina o de Javier Cercas, por el tratamiento radicalmente a/histórico de sus respectivos materiales; en particular, cuando tratan del pasado reciente español, en sus novelas (Escalera Cordero, 2007: 7-16). O lo que he hecho, últimamente, en la prensa, respecto de la paulatina pérdida de valor e interés literario en la obra de Mario Vargas Llosa, coincidente con su deriva política neoliberal (Escalera Cordero, 2010). Algo parecido a lo que sucede con la obra poética, en España, de Luis García Montero y del grupo de la llamada «poesía de la experiencia». Cómo la ideología, o más propiamente la posición subjetiva desde la que se realiza el acto de escribir, explica algunas de las decisiones técnicas y estilísticas de un autor, se aprecia muy bien, en el caso, por ejemplo, de Vargas Llosa, en el cambio de estatus del narrador que se produce en sus novelas; que, a grandes rasgos, iría de un narrador predominantemente dialógico y dialéctico, en sus primeras obras, a otro de tipo unívoco y autoritario, que viene a coincidir -y no casualmente- con el giro copernicano que tiene lugar en sus posiciones ideológicas respecto del mundo y de la realidad americana, y respecto del objetivo mismo de su escritura: que, resumiendo, iría desde el intento de determinar las claves de la realidad material, social, política e histórica, a partir de los conflictos e historias individuales, al principio; hasta la reducción de la realidad material, social, política e histórica a meros conflictos e historias individuales. Justo el mismo camino que toman las novelas de Muñoz Molina y de Javier Cercas (y el que toman la mayor parte de los relatos que componen el canon de la novela española actual). Y he aquí lo verdaderamente significativo, que en esta coyuntura del tiempo histórico, de dominio absoluto del Capital, este giro, este proceso de des/ historización de la escritura, esta reducción de lo material e histórico a lo puramente individual, no se da sólo en todos aquellos novelistas y escritores que necesitan acomodarse a las leyes del mercado1, sino que se da incluso en los que están al margen, pero que aspiran a acomodarse en él. Las posiciones subjetivas y objetivas -de clase o de corporación- que se ocupan en la realidad real (en cualquiera de los campos sociales, económicos y culturales), igual que las coberturas ideológicas con que se justifican tales ubicaciones, condicionan irremediablemente la escritura. El compromiso, entendido este como la sujeción -racionalizada, o no- a los intereses materiales de una clase o de un grupo social (cualquiera de los que compiten, de modo efectivo, en cualquier campo de la realidad material e histórica), o a sus mundos simbólicos -y esto es importante tenerlo en cuenta-, no sólo es inevitable, sino que explica muchas de las decisiones escriturales -literarias, en este caso- que toman los poetas, los dramaturgos o los novelistas, en cualquier tiempo y coyuntura; y que tomaron, por ejemplo, Vargas Llosa y los poetas de «la experiencia», a partir de un momento dado, durante la definitiva implantación del «capitalismo de consumo» actual, en la España de los años ochenta y noventa del siglo pasado... El mismo e inevitable compromiso que, 1 Marc Fumaroli, en una entrevista concedida a José María Martí Font, en el diario El País (28 de septiembre de 2010: 28), a propósito de la publicación de su libro París - Nueva York - París: viaje al mundo de las artes y de las imágenes (2010), plantea cuestiones muy interesantes, al respecto: «... reducir el arte [...] a mera manifestación de la vanidad [del yo] siempre se ha considerado como una verdadera traición»; y, aunque «siempre ha habido una relación entre arte y dinero» (los Medici de Florencia, por ejemplo), en la actualidad «lo que lo ha pervertido todo ha sido el consumismo y el mercado. El dilema contemporáneo es saber por qué los grandes bancos, las multinacionales del lujo, las grandes fundaciones privadas tienen ese apetito voraz de formas de arte que son antiartísticas...». Lo más interesante, no obstante, es la coartada que Fumaroli descubre en todo esto: «. el individuo se ha liberado y explosiona, se expresa y todo es válido...» Esa es la bien urdida mentira sobre la que se basa este malentendido tramposo en que se basa nuestro concepto de lo artístico y de la literatura como mera «expresión libre» del «mundo interior» del individuo, aislado -extraído- de la historia. de un modo paradójico e inverso, marcó la evolución escritural y literaria del poeta Miguel Hernández, en la España de la primera mitad de los años treinta, durante la Segunda República y la Guerra Civil española -también del siglo pasado-, tal como veremos. Y esto es así, no por capricho o sedición, sino porque, como afirma el crítico estructuralista francés Roland Barthes, todo arte, y toda literatura, siempre están comprometidos, «no pueden ser neutrales [...] nadie puede por lo tanto escribir sin tomar partido apasionante (sea cual sea el despego aparente de su mensaje)... » (Barthes, 2003: 169). Es decir, que toda obra artística o literaria se presenta o se perpetra -depende de los casos- afirmando o negando el orden existente, no hay espacio de indeterminación posible. En el libro Poesía y poder (1997), del Colectivo Alicia Bajo Cero, se hace, a este respecto, uno de los análisis más acertados e inteligentes que conozco en la reciente crítica española sobre las estrechas relaciones que existen entre ideología y literatura; aplicado, esta vez, a la poesía contemporánea, y en concreto a la denominada «poesía de la experiencia» y a sus representantes más conocidos, Felipe Benítez Reyes y Luis García Montero. En él, se afirman y argumentan las causas fundamentales por las que la poesía conocida como «poesía de la experiencia», encabezada por Felipe Benítez Reyes y Luis García Montero -una vez abandonado el camino iniciado por la «otra sentimentalidad»-, se convierte en un auténtico fiasco literario; pues «si tal como Eisenstein afirmaba toda forma es ideología, el 'yo estoy aquí y lo demás es lo mismo' de la escritura de Felipe Benítez Reyes articula un mensaje político de signo narcisista que es al mismo tiempo apología de una privacidad autosuficiente (Palabras privadas), y 'autocomplacencia en el espacio privado'...» (Alicia Bajo Cero, 1997: 48). Sólo si tenemos en cuenta esto, comprenderemos mejor esa lectura parcial e interesada que algunos miembros de la «academia universitaria», y especialmente Luis García Montero, hicieron, a lo largo de ese año del centenario, en la prensa (casualmente —¿?—, en los diarios considerados «de izquierda», El País y Público), de la innegable evolución personal e ideológica de Miguel Hernández, y de cómo se manifestó ese cambio en su obra poética. Una lectura, y una interpretación, destinadas fundamentalmente a despreciar y minusvalorar su obra de guerra, especialmente los libros Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1938) aquellos por los que Miguel Hernández se convirtió en el poeta que fue y que hoy celebramos; contraponiéndolos, además, de modo incomprensible y taimado a El rayo que no cesa (1936, pero escrito en 1935) y Cancionero y romancero de ausencias (1938), sin entender que este último libro no hubiera sido posible sin los otros, que lo preceden sólo circunstancialmente, pues son ya, los tres, productos únicos y acabados de un solo y único tiempo; y que, junto con El rayo que no cesa (1935-1936), son el indiscutible fruto de una misma inspiración y un mismo aliento poético, resultado último de una evolución personal e ideológica que comienza con el encuentro de la ciudad moderna -el Madrid republicano, en este caso-; y que se deslizó, en apenas tres años -de 1934 a 1936-, de un tiempo paralizado y cerrado en sí mismo -el de Orihuela, el del canónigo Almarcha, y el de su amigo Sijé, esto es, el de un catolicismo ultramontano y un pasado literario marcado por el clasicismo barroco-, a un tiempo «abierto al deseo» y al presente -con Maruja Mallo-, y, por fin, a un tiempo definitivamente histórico -con Neruda, Bergamín, Aleixandre y sus compañeros del 27; o con su experiencia en las misiones pedagógicas y con su irreversible compromiso con el esfuerzo modernizador y transformador de la Segunda República, y, por fin, con el pueblo español en armas-. Porque, en efecto, en la obra y en la vida de Miguel Hernández, tan cortas, pero tan intensas hay como «tres tiempos»; un tiempo paralizado y suspendido en el pasado, un tiempo de descubrimiento y de culminación del deseo y del presente, y un tiempo dinámico y colectivo, de inmersión en la Historia, volcado hacia el futuro (contra y a pesar de todo; y ese sería el significado profundo de, por ejemplo, su famosa Nana de la cebolla). En su artículo El tiempo amarillo, Luis García Montero afirma lo siguiente: «... no tuvo suerte literaria Miguel Hernández. La mitología lo convirtió en el poeta de la Guerra Civil, y sus poemas de guerra están limitados [...] por eso conviene defender la altísima calidad y la originalidad de sus dos obras maestras: El rayo que no cesa y Cancionero y romancero de ausencias. Miguel Hernández escribió mejor en la culpa y la necesidad que en el himno y la certeza. El desvalimiento sexual y la miseria afectiva consolidan la [su] maestría formal...» (García Montero, 2010a). Afirmaciones ante las que es lógico hacerse algunas preguntas: ¿es la mitología realmente la que hizo de Miguel Hernández el «poeta del pueblo» y de la Guerra Civil?; ¿es que su propia decisión y su propia escritura no tuvieron nada que ver en ello? ¿Por qué Viento del pueblo, o El hombre acecha, es una poesía limitada?; ¿es que la experiencia de la guerra, una de las experiencias más hondas y estremecedoras del ser humano, es limitadora? ¿De verdad que no hay más experiencias humanas que el sexo y el amor como entidades susceptibles de convertirse en materia poética? A estas preguntas, habría que añadir otra, no menos fundamental, que muchos nos hacemos: ¿por qué la escritura y los símbolos relacionados con la vida real y con la historia material de los pueblos, o con esa misma experiencia del tiempo histórico vivido por los artistas, resulta poéticamente despreciable e inaceptable? Siempre me intrigó por qué el ladrido quejumbroso de un perro, por ejemplo, o un árbol solitario en medio del páramo valen más como metáforas de la soledad de un hombre que el espectáculo cotidiano y repetido de la soledad sufriente de otros seres humanos encadenados de por vida al aislamiento de una vieja cadena de producción, o a la tediosa tarea de reponer productos agotados o caducados en una superficie comercial, o a la atormentada y alienante repetición de las interminables idas y vueltas, en los atestados vagones de los trenes de cercanía, por millones de trabajadores, cada día. La causa no es otra que la costumbre y el hábito, esto es, la tradición; y la tradición, es decir, las costumbres y los hábitos sociales y culturales que controlan nuestros gustos y moldean nuestra percepción y sensibilidad, son, como sabemos, hace ya tiempo, construcciones ideológicas acordes con las necesidades de las clases que ejercen el dominio social y controlan las relaciones de producción (es un tiempo, en última instancia, de parálisis: muy adecuado para los manuales escolares, para los concursos televisivos y las aulas universitarias, pero engañoso y alienador). Y esas clases que controlan la tradición de los discursos poéticos, desde la Baja Edad Media, desde el siglo XII, con la poesía trovadoresca, y el XIII, con los stilnovistas, y el XIV y XV, con el universo petrarquista, nunca han tenido, por razones obvias, a la realidad material del pueblo y a sus experiencias reales como fundamento simbólico de la poesía. O, si lo han hecho, ha sido mediante una estilización idealista (e idealizante) sesgada y alienadora: baste recordar el género de la pastorela y de las serranillas, o la trasposición de las relaciones de servidumbre feudal al lenguaje del amor; o el costumbrismo literario y el sainete zarzuelero madrileñista de una buena parte de los siglos diecinueve y veinte; e incluso, para sorpresa de no pocos, una buena parte de la obra poética lorquiana ruralizante o agitanada. Miguel Hernández logró desembarazarse, sin embargo, a medida que transcurría su animoso y repetido encuentro con la ciudad moderna (y, en ella, con el deseo y el «presente histórico»), de esos prejuicios y automatismos fundados por la tradición poética y las costumbres líricas, en los que se crió, y que lo mantenían atado al pasado... Una tarea nada sencilla, pues los prejuicios de la tradición literaria -ya sea extraescolar o académica- están, por lo general, más arraigados aún que los prejuicios propios de la tradición religiosa, ya que aquellos constituyen una red de automatismos simbólicos mucho más sutiles y enmascarados que los de la religión militante o la mera religiosidad. Este desligamiento progresivo de ambas tradiciones, la religiosa y la poética, debido al contacto con el Madrid de la Segunda República, y con los conflictos sociales, políticos y culturales -o estrictamente literarios- que tenían lugar en sus calles, en sus salones, en sus cafés y en sus despachos, pueden jalonarse con algunos acontecimientos, relaciones y momentos puntuales de la vida del poeta en esos años; como son, primero, su encuentro y relación con Maruja Mallo, que le descubre el «tiempo del deseo»; luego, su viaje a Salamanca, con las Misiones Pedagógicas de Azcoaga y Cosío, y su amistad con Pablo Neruda, que le descubren el «tiempo de la Historia»; que da en el enfriamiento de sus relaciones con Josefina y el paulatino distanciamiento y la ruptura definitiva con Ramón Sijé y el universo ultra-católico tradicionalista y pueblerino que este representaba (solicitada por el propio Neruda y sugerida por Bergamín), y que se visualiza con su intervención en el primer número de Caballo verde para la poesía (editada por el propio Neruda, en octubre del 35, y en el que va el famosos manifiesto «Sobre una poesía sin pureza»). Y, finalmente, su detención en San Fernando de Henares -junto con Maruja Mallo, precisamente-, el día de Reyes del 36, que se convierte en un asunto público y político inmediatamente (e ideológico para el propio Hernández); y su definitiva vinculación al Partido Comunista, ya antes del triunfo del Frente Popular, en febrero de 1936. Es decir, que es el contacto con estos dos dinamismos -diferentes, pero convergentes-, el del deseo y el del «presente histórico»; y la consiguiente superación de aquel primer tiempo estancado e inmóvil por el peso de las dos tradiciones -la religiosa y la poética-, ancladas en el Barroco católico de los así llamados «siglos de oro» (que representarían Orihuela, Almarcha, Sijé y Josefina), lo que posibilita una nueva expresión del mundo interior y de la propia tradición poética como realidades, ahora sí, interconectadas con la realidad exterior: presente, material e histórica; que hizo de Miguel Hernández el poeta que fue y que ha llegado hasta nosotros. Es entonces cuando sus lecturas de Garcilaso, de San Juan de la Cruz, de Góngora y de los clásicos de nuestro Barroco se integran y renacen en una expresión viva, eficaz y moderna, alejada de la pura arqueología poética de sus primeras obras. Veamos cómo sucede ese cambio, ese tránsito por los tres tiempos; hagamos algunas catas en ese proceso que lo llevó, a él y a su obra, de la parálisis y del pasado, al presente dinámico y conflictivo de la Historia (junto a su pueblo). [primera cata] Lo primero que encontramos en la obra del poeta oriolano es un gongorismo manierista, a/crónico y anacrónico -si tenemos en cuenta lo que se lleva publicado ya por el Grupo del 27, a esas alturas-, del que sería un estupendo ejemplo esta Octava XVIII de Perito en lunas (1933): Minera, ¿viva? luna ¿muerta? en ronda sin cantos; cuando en vilo esté, no tanto, cuando se eleve al cubo, viva al canto, y halla un mano que le corresponda. Dentro de esa interior torre redonda, subterráneo quinqué, cañón de canto; el punto, ¿no?, del río, sin acento, reloj parado, pide cuerda, viento. Y, junto a ella, una poesía amorosa concebida -a pesar de la innegable pericia del poeta- en términos muy tradicionales, ya sobrepasados; reconcentrada en la expresión circular, estilizada y matizada de un «yo», sin tiempo (atemporal en sentido estricto), del que es una buena muestra este Soneto de El silbo vulnerado (1934): Tengo estos huesos hechos a las penas y a las cavilaciones estas sienes: pena que vas, cavilación que vienes como el mar de la playa a las arenas. Como el mar de la playa a las arenas, voy en este naufragio de vaivenes, por una noche oscura de sartenes redondas, pobres, tristes y morenas. Nadie me salvará de este naufragio si no es tu amor, la tabla que procuro, si no es tu voz, el norte que pretendo. Eludiendo por eso el mal presagio de que ni en ti siquiera habré seguro, voy entre pena y pena sonriendo. [segunda cata] Y, de súbito, la aparición de ese que hemos denominado «tiempo del deseo», y su expresión directa y explícita, mucho más moderna y acompasada con los tiempos. Es Maruja Mallo, es la ciudad, es la influencia de la «nueva poesía» (de Neruda y de Aleixandre, especialmente); es la tradición, pero tamizada por la modernidad. Es un «yo» abierto a un nuevo tiempo. Del que podemos extraer este Soneto de El rayo que no cesa (1934-1935, publicado en 1936): Ya se desembaraza y se desmembra el angélico lirio de la cumbre, y al desembarazarse da un relumbre que de un puro relámpago me siembra. Es el tiempo del macho y de la hembra, y una necesidad, no una costumbre, besar, amar en medio de esta lumbre que el destino decide de la siembra. Toda la creación busca pareja: se persiguen los picos y los huesos, hacen la vida par todas las cosas. En una soledad impar que aqueja, yo entre esquilas sonantes como besos y corderas atentas como esposas. [tercera cata] Y, casi al mismo tiempo, la elaboración de una expresión poética adecuada a un tiempo que ya no es individual, sino compartido; esto es, un tiempo radicalmente histórico: que le permite, primero, una redefinición de la belleza, y, luego, una ampliación del concepto mismo de hermosura (en los términos en que Juan Ramón Jiménez y el Modernismo usaron este término, para designar la belleza de naturaleza poética), que los socavan y los conmueven, desde su misma base constitutiva. Un tiempo colectivo en el que la propia identidad ya no es un «yo» aislado, sino plural, que convertido en un nosotros (de «iguales») deviene potencia y capacidad transformadora. Y del que puede ser un excelente ejemplo este poema extraído de Viento del pueblo (1937), titulado «El sudor»: En el mar halla el agua su paraíso ansiado y el sudor su horizonte, su fragor, su plumaje. El sudor es un árbol desbordante y salado, un voraz oleaje. Llega desde la edad del mundo más remota a ofrecer a la tierra su copa sacudida, a sustentar la sed y la sal gota a gota, a iluminar la vida. Hijo del movimiento, primo del sol, hermano de la lágrima, deja rodando por las eras, del abril al octubre, del invierno al verano, áureas enredaderas. [...] Vestidura de oro de los trabajadores, adorno de las manos como de las pupilas. Por la atmósfera esparce sus fecundos olores una lluvia de axilas. [...] Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos en el ocio sin brazos, sin música, sin poros, no usaréis la corona de los poros abiertos ni el poder de los toros. Viviréis maloliendo, moriréis apagados: la encendida hermosura reside en los talones de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados como constelaciones. Entregad al trabajo, compañeros, las frentes: que el sudor, con su espada de sabrosos cristales, con sus lentos diluvios, os hará transparentes, venturosos, iguales. O este otro poema, extraordinario por muchos motivos, titulado «El tren de los heridos», de El hombre acecha (1939): Silencio que naufraga en el silencio de las bocas cerradas de la noche. No cesa de callar ni atravesado. Habla el lenguaje ahogado de los muertos. Silencio. Abre caminos de algodón profundo, amordaza las ruedas, los relojes, detén la voz del mar, de la paloma: emociona la noche de los sueños. Silencio. El tren lluvioso de la sangre suelta, el frágil tren de los que se desangran, el silencioso, el doloroso, el pálido, el tren callado de los sufrimientos. Silencio. Tren de la palidez mortal que asciende: la palidez reviste las cabezas, el ¡ay! la voz, el corazón la tierra, el corazón de los que malhirieron. Silencio. Van derramando piernas, brazos, ojos, van arrojando por el tren pedazos. Pasan dejando rastros de amargura, otra vía láctea de estelares miembros. Silencio. Ronco tren desmayado, enrojecido: agoniza el carbón, suspira el humo y, maternal la máquina suspira, avanza como un largo desaliento. Silencio. Detenerse quisiera bajo un túnel la larga madre, sollozar tendida. No hay estaciones donde detenerse, si no es el hospital, si no es el pecho. Para vivir, con un pedazo basta: en un rincón de carne cabe un hombre. Un dedo solo, un solo trozo de ala alza el vuelo total de todo un cuerpo. Silencio. Detened ese tren agonizante que nunca acaba de cruzar la noche. Y se queda descalzo hasta el caballo, y enarena los cascos y el aliento. [cuarta (y última) cata] Hasta la final y no menos extraordinaria síntesis de los tiempos «del deseo» y «de la Historia»; mediante la cual, la tradición poética se materializa —más allá de la pura exhibición de saber arqueológico poético—, en expresión vigorosa y eficiente de la entera realidad y de la entera experiencia del sujeto; síntesis sorprendente por la que el mundo interior y la realidad exterior del poeta se funden y se incardinan definitivamente en su poesía; en un tiempo dinámico y abierto, que cambia y nos cambia. Veamos este «Tus ojos», de Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941): Tus ojos parecen agua removida. ¿Qué son? Tus ojos parecen el agua más turbia de tu corazón. ¿Qué fueron? ¿Qué son? O este «Beso soy», de la sección «Antes del odio», del mismo Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941): Beso soy, sombra por sombra. Beso, dolor con dolor, por haberme enamorado, corazón sin corazón, de las cosas, del aliento sin sombra de la creación. Sed con agua en la distancia, pero sed alrededor. Corazón en una copa donde me lo bebo yo y no se lo bebe nadie, nadie sabe su sabor. Odio, vida: ¡cuánto odio sólo por amor! No es posible acariciarte con las manos que me dio el fuego de más deseo, el ansia de más ardor. Varias alas, varios vuelos abaten en ellas hoy hierros que cercan las venas y las muerden con rencor. Por amor, vida, abatido, pájaro sin remisión. Sólo por amor odiado, sólo por amor. Amor, tu bóveda arriba y yo abajo siempre, amor, sin otra luz que estas ansias, sin otra iluminación. Mírame aquí encadenado, escupido, sin calor a los pies de la tiniebla más súbita, más feroz comiendo pan y cuchillo como buen trabajador y a veces cuchillo solo, sólo por amor. Todo lo que significa golondrinas, ascensión, claridad, anchura, aire, decidido espacio, sol, horizonte aleteante, sepultado en un rincón. Espesura, mar, desierto, sangre, monte rodador, libertades de mi alma clamorosas de pasión, desfilando por mi cuerpo, donde no se quedan, no, pero donde se despliegan, sólo por amor. Porque dentro de la triste guirnalda del eslabón, del sabor a carcelero constante y a paredón, y a precipicio en acecho, alto, alegre, libre soy. Alto, alegre, libre, libre, sólo por amor. No, no hay cárcel para el hombre. No podrán atarme, no. Este mundo de cadenas me es pequeño y exterior. ¿Quién encierra una sonrisa? ¿Quién amuralla una voz? A lo lejos tú, más sola que la muerte, la una y yo. A lo lejos tú, sintiendo en tus brazos mi prisión en tus brazos donde late la libertad de los dos. Libre soy, siénteme libre. Sólo por amor. O este «Vuelo», de los considerados «últimos poemas» (1938-1941): Sólo quien ama vuela. Pero ¿quién ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo? Hundiendo va este odio reinante todo cuanto quisiera remontarse directamente vivo. Amar... Pero ¿quién ama? Volar... Pero ¿quién vuela? Conquistaré el azul ávido de plumaje, pero el amor, abajo siempre, se desconsuela de no encontrar las alas que da cierto coraje... Y comprobaremos cómo en ese «tiempo final», un tiempo personal e histórico, ya indisolublemente vinculado y único, el amor ha dejado de expresarse como una «experiencia circular», y se expresa y se concibe ya como «experiencia dialéctica», histórica y transformadora (liberadora en todos los sentidos); y abierta al mundo. Bibliografía Alicia Bajo Cero, Colectivo (1997): Poesía y poder. Valencia: Ediciones Bajo Cero. Becerra, D., Antón, A. J. (2010): Miguel Hernández: La voz de la herida. Córdoba: El Páramo. Barthes, R. (2003): Ensayos críticos. Buenos Aires: Seix Barral. Escalera Cordero, M. (2007): «Juan Ruiz, arcipreste de Hita, y don Juan Manuel, infante de Castilla: dos miradas para un mundo en crisis; o la literatura como herramienta». En: Verba Hispanica, 15a, 35-44. Escalera Cordero, M. 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In other words, what we seek to discuss is the question of how the "aesthetic value" of a work - provided that such a critical category can be established - is determined or affected by the writer's ideology, bearing in mind that ideologies, and historical junctures, fundamentally influence texts and art objects as they are created. In the case of the work and life of Miguel Hernández, which was as intense as it was short, it is necessary to take into account and to thoroughly understand the notion of "three times": a paralyzed time, which is suspended in the past and characterized by the Catholic and the Baroque poetic traditions; a time of discovery and culmination of desire, i. e. the time of (historical) present, which preserves tradition, but also adopts modernity; and a dynamic and collective time, which is immersed into History, but is a signal of change and is therefore turned towards the future. The last two times merge into a powerful and convincing expression of a perfect reality and of an accomplished personal experience, i. e. into a dynamic and open "definite time", which changes and makes us change. Matías Escalera Cordero Alcalá de Henares Trije časi Miguela Hernándeza: pisanjeinideologija Ključne besede: Miguel Hernández, književnost, ideologija, zgodovinski čas Avtor v prispevku ne obravnava samo nevarnosti, ki jo pomeni namerno ali nenamerno neupoštevanje natančne zgodovinske umeščenosti književnih besedil in odvzem njihove časovnosti, temveč tudi nujni odnos, ki se vzpostavlja med pisanjem in ideologijo: pisec članka proučuje, kako ideologija določenega pisatelja ali umetnika - kakor tudi bralca - pogojuje razvoj, obzorje in naravo njegovega načina pisanja, njegovega dela - ali branja in njune recepcije; in kako se ta odnos udejanja na praktičen, materialen in kritiško preverljiv način. Povedano drugače, kako je »estetska vrednost« določenega dela - če bi bilo mogoče določiti takšen parameter - povezana z avtorjevo ideologijo ali kako ta vpliva nanjo, če upoštevamo, da navsezadnje prav ideologije - in zgodovinske konjunkture - pišejo ter ustvarjajo besedila in umetniške predmete. In v primeru dela in življenja Miguela Hernándeza, ki sta bila tako kratka in hkrati tako intenzivna, je treba, da bi ju resnično razumeli, upoštevati »tri čase«: paralizirani in v preteklosti lebdeči čas, ki ga zaznamujeta katoliška in baročna pesniška tradicija, čas odkritja in kulminacije želje ali čas (zgodovinske) sedanjosti, ki sicer ohranja tradicijo, toda privzema modernost, ter dinamični in kolektivni čas, to je čas poglobitve v zgodovino, naznanjajoč spremembe, torej usmerjen v prihodnost. Zadnja dva se na koncu zlijeta v močan in učinkovit izraz popolne resničnosti in celostne osebne izkušnje, v dinamičen in odprt »končni čas«, ki spreminja in nas spreminja.