José Ma Suárez Díez Universidad Autónoma de Madrid SIMBOLISMO Y FOLKLORE EN EL EMBRUJADO DE VALLE-INCLÁN: EL PARAÍSO PERDIDO Palabras clave: Valle-Inclán, El embrujado, simbolismo 1. Introducción La «conciencia matriarcal» rige allí donde la conciencia todavía no está patriarcalmente desligada de lo inconsciente. E. Neumann Poco, muy poco, se ha interesado la crítica por esta obra de Valle. Si bien es cierto que la faceta dramática del propio Valle es ingente, resulta necesario destacar también que el silencio con que es tratado El embrujado no hace justicia a su calidad literaria. Los acercamientos de la crítica han sido ciertamente tímidos, sin ocuparse ninguno de ellos, al menos no centralmente, en el propio drama. Sobejano (1988) nos ofrece una interesante visión de las retóricas valleinclanianas bajo la óptica de una metodología marxista, destacando los reflejos naturalistas y realistas; mientras Herrero (1987) centra sus estudios en aspectos más antropológicos, como la inmersión de los dramas de Valle en la cultura e identidad gallegas. La edición de Rubio Jiménez de Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, obra colectiva que recoge este drama, recopila con acierto los pasos con los que Valle construyó la obra, así como incluye una somera visión crítica acerca de la misma. Aun así, es la obra de Xavier Vila (1994) la única que estudia las innovaciones literarias y dramáticas que supone esta tragedia junto con el resto del Retablo. Esta obra de Valle-Inclán supone una de las cumbres en la literatura de corte popular española. Además de la variedad de registros que alcanza el drama, cabe destacar también la pluralidad de interpretaciones que puede absorber, enriqueciendo textual y dramáticamente la obra Valle. El reflejo de las costumbres gallegas, de la mentalidad y conducta de sus personajes, todo nos conduce a un mundo alejado de la realidad urbana, apartado del carácter milagrero, si se me permite la expresión, típico del mundo castellano. En esta obra, se percibe la comunicación entre uno de los aspectos más denostados por la crítica -el folklore- y la tendencia modernizadora de la sociedad de la época. Recapitulemos así un pequeño apéndice cronológico. El embrujado se escribe en 1913. El panorama literario de la época se sitúa entre el modernismo decadentista, heredero de la literatura simbólica finisecular, y la escuela realista, todavía representada por Benito Pérez Galdós y algunos escritores del 98 como Baroja, Unamuno y Maeztu. Con El embrujado, Valle parece superar con mucho cualquiera de las ideologías de la época, pues las vetas simbólicas y míticas que atraviesan el drama parecen configurar un espacio diferente, un espacio edénico en crisis, un paraíso natural a punto de ser destruido. No en vano afirma Vila que «Valle-Inclán's struggle against theatrical convention forms part of a more general (and visceral) repudiation of the prevailing cultural climate» (1944: 6). Esta lucha, anclada en el panorama cultural de su época, radica en la reclamación de unas formas autóctonas, de una vuelta al drama agrario en la literatura, la auténtica realidad de una Galicia rural. Si, en resumen, esta obra no puede ser clasificada taxativamente dentro de un movimiento concreto y definido, entonces este análisis se alza como una conjunción de miradas. Así, en la descripción de los elementos pertinentes que la componen intentaré explorar las diferentes vetas que van conformando, en último término, la esencia verdadera del drama: su carácter popular basado en el simbolismo. Estas diferentes vetas están estructuradas en una doble relación: mediante un nivel simbólico superficial, connotado por la tragedia y por los personajes, cuya constelación arquetípica se mueve entre la realidad y el deseo; y mediante un segundo nivel simbólico profundo, que abarca el mundo de la tierra y de la sangre, de la fertilidad y la esterilidad, así como la imagen, recurrente en el drama, de la bestia/perro. Estos dos niveles proceden de la capacidad del texto para hablarnos de sí mismo, tanto de las relaciones evidentes explícitas en él, como del carácter implícito que adquieren estas relaciones, es decir, el propio background1 del drama. Esta expresión de origen y tendencia oral tiene una raíz básica, la cultura gallega. Pero podemos hablar, incluso, de cierta influencia de la cultura celta, como bien nos explica Miravalles: «¿Tendrá alguna explicación el origen de tanta leyenda que se reparte por toda Galicia? Tal vez la imaginación sobre todo porque es uno de los elementos más entrañables que Galicia ha heredado de los celtas» (1999: 196). Estas cuestiones de sustrato cultural son siempre difíciles tanto de demostrar como de refutar. Los múltiples puntos de contacto, tanto históricos como estéticos, son más que evidentes. Ahora bien, hablaré de residuo o resto cultural en un aspecto que se produce en todo el norte hispánico, y es en el notable carácter matriarcal que presenta el drama gallego. Todos aquellos elementos tradicionales que podemos considerar como de origen celta presentan este carácter matriarcal, y así lo indica Gilbert Durand: «Como en toda Weltanschauung que se centra en los ritmos de la naturaleza, en la fecundidad de las savias y en el parentesco de la sangre, es evidente que la sensibilidad mítica celta va a magnificar a la mujer» (2004: 111). No sorprende así, por ejemplo, la cantidad de personajes femeninos del drama2, polarizados sobre todo en torno a Rosa Galana e Isoldina, o la febril insistencia, marcadamente feudal, de Pedro Bolaño en la sangre. Como digo, estos elementos comunes de la sangre, la feminidad e incluso ese centralismo en el símbolo de la tierra nos conducen a una cultura y a una tradición gallega de claro signo matriarcal, y esta tradición es la principal fuente de la que bebe el simbolismo gallego. 1 Véase tanto el concepto de background propio del género teatral como en su sentido crítico establecido por Auer-bach en la traducción inglesa de Mimesis, Garden City: New York, 1957. 2 Podemos pensar que precisamente esa cantidad de personajes femeninos se presentan para satisfacer los papeles de las actrices de la compañía de actores de Matilde Moreno, a quien Valle pretendía conceder la representación del drama. Pero en la Introducción de la edición de Rubio Jiménez (1996), se recoge una carta donde Valle declina la posibilidad de representar su obra, prefiriendo dejarla como novela. 2. Nivel simbólico superficial Lo popular tiene unas formas retóricas de expresión que, en el caso de lo rural, tienden hacia el sentimiento trágico3. Si la urbe es símbolo de la llamada contracultura, es decir, de la transgresión, será en el espacio de la villa donde el lenguaje mítico -el menos transgresor- obtenga su máxima conformación y perpetuación. Que lo rural esté relacionado en cierto modo con lo trágico tiene su base en la concepción, tan diferente de la urbana, acerca de la violencia y de la erótica, emblemas claros de la tragedia. La visión folklórica otorga un sentido a la naturaleza caracterizando sus estaciones en pasos rituales. La ritualización típica del campo se pone en consonancia con los grandes ciclos heroicos, de nacimiento en primavera y de muerte en otoño. Así, la vivencia de unas expresiones literarias (como formas culturales) se adapta a la experiencia de unas formas naturales4. Como digo, la tragedia es uno de los temas folklóricos y populares por excelencia. Su arraigo en los conflictos de la tierra y de la sangre, violentos y eróticos por definición, favorece la puesta en escena precisamente de la tragedia. Pero esta obra de Valle presenta una serie de problemáticas en este sentido. Tenemos una tragedia que pierde parte de su peso trágico al no ser épica, al no tener héroes, pues, como destaca Aristóteles, «la tragedia es mimesis de una acción noble y eminente» (2003: 63). En nuestro drama no existe esa acción noble y eminente, no se produce. Podríamos considerar, quizá, el asesinato de Miguel Bolaño, el hijo de Pedro, como un residuo trágico, pero la perspectiva que Valle nos otorga no nos permite considerarlo como un hecho noble. Aun así, el drama sigue siendo una tragedia debido a lo terrible del asunto, pues toda la estética de la obra se plantea sobre ese hecho, un asesinato, y además, con una referencia básica al asesinato prototípico, «Fue Caín contra Abel» (2002, II: 1139)5. La continua presencia de esta imagen terrible, de este vil asesinato que es retomado continuamente, es la sombra que sobrevuela el drama produciendo esa sensación trágica. Observamos así la primera ruptura entre literatura culta y popular, la tragedia no atañe a héroes, sino a colectividades. La muerte del heredero del cacique descabeza el orden patriarcal, provocando así el enfrentamiento con Rosa Galana. Pero existen además otros elementos que perpetúan lo trágico en esta obra. Northrop Frye (1991) señala que el otoño es la fase natural que se corresponde, arquetípicamente, con la tragedia, y así aparece en la obra en las acotaciones del texto. Esa potencia trágica que denotamos es absorbida por la continua presencia de la muerte y del destino enmascarados por un elemento profético. Tanto el ciego de Gondar en la primera jornada como Ánxelo en la segunda desvelan ese mismo elemento basado en el símbolo oracular. Pero encontramos otros personajes, de origen claramente popular, que demuestran la existencia de lo maravilloso y terrible en el drama. Las hilanderas, que recuerdan simbólicamente a las Moiras griegas y al coro 3 Elemento que podemos ver en casi todas las manifestaciones literarias de lo rural en el siglo XX, con Bodas de Sangre, de Federico García Lorca, con La familia de Pascual Duarte, de Cela, o con Los santos inocentes de Delibes. 4 Vid. Reckert: «Symbols are remnants of the primal unity of experience in the human mind, when discursive reason had not yet made a gulf between material objects and our apprehension of them» (1970: 32-33). 5 Para la anotación de las citas utilizo la edición Obra Completa (2002); a partir de ahora, sólo anoto la página. presente en el teatro clásico; las ancianas Andrea Navora y Juana de Juno, principales portadoras de la sabiduría popular; Rosa Galana, en el papel de bruja. Lo trágico, en este drama, no depende de un héroe o de una acción noble, sino de un tiempo pasado, de un crimen y de una serie de personajes que escenifican esas mismas fuerzas trágicas. Otro elemento propio de la literatura popular reside en la temporalidad. Los géneros del cuento o de la leyenda, principales muestras literarias de lo pretextual, no tienen un tiempo establecido. Se remontan in illo tempore. De la misma forma, una de las características en nuestra obra es la ausencia de tiempo. El escenario y los personajes son imágenes de la tradición gallega y no de un momento histórico concreto. La obra conserva esa pátina y sabor a cuento primitivo, tanto en el recuerdo de narraciones bíblicas como en las referencias a símbolos y figuras mágicas. Así, como en el drama mítico, toda la trama girará en torno al pasado. Como digo, la obra se mantiene continuamente en la mirada al recuerdo, el tiempo se detiene en el momento mismo de la muerte de Miguelito -«¡Aquella risa tan liberal para pobres y ricos, la enterró con el hijo que le mataron!» (1136). El drama se traslada, desde ese mismo momento, a una intemporalidad que es muy significativa pues su retórica, sumada a este aspecto cronológico, tiende hacia la narración mítica. Mircea Eliade nos lo describe del siguiente modo: «las sociedades primitivas [...] imaginan la existencia temporal del hombre no sólo como una repetición ad infinitum de determinados arquetipos y gestos ejemplares, sino también como un eterno volver a empezar» (1979: 78). Estas palabras expresan tanto la carencia de tiempo humano como la repetición del crimen, la profética condena a muerte que sobrevendrá al niño, un personaje sin nombre, pues lo importante no es su identidad sino su papel de cordero sacrificado. Sea como fuere, la historia del drama, su terribilidad y su tiempo interno, caminan sobre la sangre de los personajes. Valle nos describe un escenario otoñal donde, al igual que muere la vegetación, también va muriendo el pueblo. En la estructuración de los personajes y su representación simbólica se fragua la tragedia del drama, pues su complejidad es mayor que la mera distribución y división entre ricos y pobres. En la primera jornada nos encontramos con un planteamiento tradicional: la relación diairética, antitética, entre Pedro Bolaño y Rosa Galana. Ambos representan, uno el valor político y social, la distribución y poder de la tierra en un medio de producción organicista; mientras Rosa representa el valor mágico y seductor, la fertilidad salvaje de la naturaleza. El mismo nombre del personaje, Pedro, hace referencia no sólo a ese valor de cabeza religiosa y política que fue San Pedro sino también a la piedra, al valor del estatismo y de la decisión inamovible. Al igual que el nombre de Rosa perfila la conjunción entre belleza y dolor, la recreación en el espacio vegetal, de la misma forma, Pedro Bolaño representa una unidad con el tópos mineral, su casa, el espacio (y la piedra) angular del drama. Curiosamente, un personaje parejo al de Pedro Bolaño es Andrea de Navora, parejo en solemnidad y patetismo expresivo. Y digo curiosamente porque, en la tradición católica, San Andrés era el hermano de San Pedro. Si el drama presenta un relieve religioso es algo que sólo postulo sobre la base de estas coincidencias. Pero quiero destacar que, al igual que Rosa vence a Pedro, quizá en una imagen de lo profano venciendo a lo sagrado, se produce la misma asimilación en la figura de Ánxelo asesinando a Miguelito. Recuerde el lector que, al contrario que en nuestro texto, el arcángel San Miguel fue quien derrotó a Lucifer, el primer ángel de las huestes divinas. En esta obra, el ya destacado nivel religioso parece estar invertido. Donde al principio vencía la cristiandad, mediante San Pedro como cabeza de la Iglesia y San Miguel como nuevo general de los ejércitos divinos, son ahora las imágenes demoníacas las que consiguen traer el caos al espacio narrativo. El drama parece poner de relieve en la figura de Pedro Bolaño tanto la caída de un orden social como la caída de un orden religioso abrumado por la presencia de lo mágico. Los nombres de otros personajes como Juana de Juno o Isoldina parecen tener una recurrencia semántica más elocuente y clara que los anteriores. Juno es, como aclara Gri-mal (2008), la antigua diosa romana del matrimonio, a cuya advocación se encuentran, además de los esponsales, los nacimientos. Mientras que el nombre de Isoldina es fácilmente asimilable a la protagonista del antiguo drama bretón y celta, Tristán e Isolda. En esta antigua historia, escrita por Chrétien de Troyes, Isolda representa el papel de dama frustrada en asuntos de amor. El espíritu trágico de la obra radica en ese amor imposible supeditado a la voluntad de una entidad masculina superior, el duque de Cornualles. Ciertamente, El embrujado parece beber en muchos aspectos de esta obra. Isoldina cumple perfectamente este patrón clásico de mujer trágicamente frustrada, incluso así se lo recrimina Pedro Bolaño, «Muchacha, deja los modos de libro impreso» (1141). Isoldina es el referente de las historias amorosas tradicionales, del amor cortés y trágico. Ambos personajes, Juana e Isoldina, nos adentran en un mundo simbólico donde los poderes restauradores de la fertilidad y el amor están subvertidos, como ocurría con las figuras religiosas de Pedro y Andrea. La obra, de manera involuntaria, está haciendo una continua referencia a símbolos de clara ascendencia femenina, como la tierra y la sangre (en Pedro y Rosa), y también en la fertilidad, el matrimonio y el amor (en Juana e Isoldina). Como decía al principio, la primera jornada nos presenta ya una relación antagónica entre Pedro y Rosa, pero a esta relación le subyace otra, el presunto triángulo amoroso entre Isoldina/Miguelito/Rosa. Perfilado así el conflicto entre las figuras principales, observamos el desarrollo del planteamiento amoroso mientras, a un lado y a otro, los personajes van escogiendo su lugar. Aparece el ciego de Gondar, quien nos deja entender que ha sido mandado por Rosa Galana; aparecen Juana de Juno y Andrea Navora, que se postulan abiertamente del lado de Pedro Bolaño. Valle parece desplegar ante nosotros un ajedrez de figuras ciertamente patéticas y dramáticas. La única motivación del ciego es que «tiénenme prometida una licencia para pedir en el Convento de Santa Clara» (1139), aunque Juana de Juno nos advierte de sus pretensiones reales con un detalle de su prehistoria: «Ahora de antes echó una prosa con más veneno que un verde alacrán» (1135). El ciego no es un pobre inocente, sino un superviviente, cauto y astuto. Y así, él se mantiene en su juramento de no delatar a la traidora: «¡La lengua se me caiga!» (1139). Y he aquí otro de los elementos terribles y maravillosos en el drama: los personajes confabulados parecen tener la lengua atada. El ciego de Gondar, Ánxelo, todos saben más de lo que dicen, pero no pueden comunicarlo, algo se lo impide, por ello sólo pueden comunicarse mediante enigmas. Es muy conocido en la antigua Europa -sobre todo en las culturas celtas y germánicas y que ha pervivido en ciertas poblaciones de norte hispánico- un bebedizo destinado a atar las lenguas y que proviene de una antigua concepción indoaria basada en los dioses/demonios atadores. Dumézil (1971), Frazer (1975) o Eliade (1979) nos hablan de este conjuro asociado a la casta sacerdotal, una de las tres funciones en las sociedades indoeuropeas. Precisamente, esta imagen de Rosa como bruja/sacerdotisa cuadra a la perfección. Vamos observando cómo se conforma un esquema arquetípico basado en símbolos relacionados con la imagen de la cuerda y del nudo. Para empezar, fue el mismo encantamiento de atar las lenguas el que sirvió para crear la figura de la hilandera, la que ata el destino del hombre, y como referencia a la capacidad de engañar con las palabras, de enredar. Y de forma simbólica nos encontramos con que al enviado de Rosa, el ciego de Gondar, le dice la Navora «¡Anda, gran enredador!» (1135). Esta imagen se apoya, además, en la costumbre de la muerte ritual por ahorcamiento (cuyo significado se relaciona con la advocación al dios celto-germánico Odhinn, «dios de la cuerda») que ya aparece en la profecía de Ánxelo, «¡Mi palabra, palabra será que hile el cáñamo de un dogal» (1169), y en las advertencias de Mauriña, «te pones al cuello el dogal» (1150), y sobre todo teniendo en cuenta que, desde 1832, la costumbre más extendida de ejecución local era el garrote vil y no la horca. Sumado a todos estos aspectos se alzan por fin las profecías y los enigmas del ciego, que atan sin duda alguna los destinos de los personajes. Todas estas muestras simbólicas nos conducen a un sentido donde predomina la imagen de la cuerda y del nudo, la capacidad de liberar o de condenar a través del símbolo de la atadura. Pero continuemos con el análisis de los personajes y su estructuración. Ya en la segunda jornada, el anterior triángulo amoroso, heredero de los antiguos códigos de amor cortés, es sustituido por el que parece el auténtico origen de la trama, Rosa/Ánxelo/Mau-riña. La incógnita que introducía el romance del ciego sobre la sangre del niño aparece ahora resuelta mediante las palabras de Mauriña a Ánxelo, «Por ese hijo que tuviste con ella nos vendrá la hartura» (1150). Pero él reconoce su culpa y los remordimientos lo atormentan -«¡Repara mis manos, manchadas de sangre!» (1150)-. Ánxelo representa el papel de barquero, como Caronte, ya de por sí bastante sugerente, pero además es un hombre que parece hablar con los muertos, «Ánima en pena con sudario de llamas, ¡no me atormentes!» (1158). Ánxelo es el único personaje que busca la redención, que se ve torturado por un crimen que todos conocen y que únicamente él quiere revelar. Rosa Galana aparece ahora como la gran conspiradora de todo el asunto, pues Ánxelo la acusa de haberlo embrujado con un bebedizo: «Bebe un sorbo de resolio para echar fuera el ramo de fiebre que te entra puesto el sol [...] ¡De haber bebido viene mi cadena!» (1158). La personalidad de Rosa está ciertamente muy desarrollada en el texto como la mujer que condena, pues incluso hay quien le dice «No infiernes, Rosa» (1158). Vemos su papel de bruja no sólo en las múltiples referencias a su capacidad transmutadora (la historia que cuenta Ánxelo sobre la piedra lanzada al perro es quizá la más significativa) y en el bebedizo que ofrece a su amante, sino también en ese sello silenciador que parece imprimir en los labios del ciego y de Ánxelo, quienes sólo pueden referirse a lo sucedido mediante enigmas. El lector puede atisbar cierta relación de causa y efecto en las acciones de los personajes, un sentido -no una lógica de proposiciones- que, mediante la intuición, va hilando y desentrañando la madeja de la trama. Parece subyacer un destino que liga cada acción a la siguiente, pues, si la prosa del ciego desencadena la negativa de Bolaño a quedarse con el niño, será la Galana quien anuncie el siguiente paso. Nada más aparecer en la segunda jornada, adelanta ya la fatal prolepsis, «Vengo todo el camino con la zozobra de que me roben al hijo» (1156). El rapto se produce sin dilación, se escucha un grito de Mauriña y suenan los disparos. Pero las relaciones metatextuales no se quedan ahí. Ya en la tercera y última jornada, en el diálogo que mantienen Isoldina y Don Pedro, observamos de nuevo esa coherencia basada en la intuición que parece hilar el texto: ¿A ti no te anuncia nada el corazón, sobrina? [.] ¿Y ahora no sientes alguna voz, secreta? [...] ¡Yo, sí [creo en la voz secreta]! En todos los sucesos graves de mi vida el corazón me anunció lo que estaba oculto [.] Y de los disgustos y de los afanes que ese huérfano había de ocasionarme también tuve presentimientos. (1162-1163) Tal y como expresa la nota inicial de Neumann, lo inconsciente e intuitivo forma parte esencial del drama como una demostración de su carácter matriarcal. Ya ni siquiera hablaré de aspectos formales sino del modo en que se conciben los personajes y su manera de pensar, pues la intuición es un sentido más con el que aparecen dotados los personajes de la obra. El carácter racional y lógico que predomina en las sociedades patriarcales se ve invertido aquí por la tendencia a valorar lo inconsciente. Pero existen otros aspectos relacionados con este carácter matriarcal. Por ejemplo, nos dice Franz K. Mayr (1989) que el matriarcado aparece marcado por una adoración a las diosas ctónico-dionisíacas, a las divinidades de la naturaleza y del inframundo y la fecundidad-fertilidad de la Gran Madre. Podemos relacionar todos estos aspectos con el personaje de la Galana, quien sin duda alguna representa ese papel de Gran Madre naturaleza, dotada de fertilidad (contrariamente al resto de mujeres del drama) y cuya patria parece ser el infierno. Pero otro elemento que destaca Mayr en las culturas matriarcales es que orientan su esperanza, no hacia el futuro sino hacia el pasado, hacia el origen y la Gran Madre. De nuevo observamos aquí también que la tónica general de nuestro drama se orienta hacia el pasado y el recuerdo, hacia el origen del pecado original que quiebra y fractura el escenario edénico, y digo Edén porque al principio había un equilibrio perfecto de espacios. Todas las culturas, en su andadura mítica, comienzan con esa lucha fratricida entre Caín y Abel, como nos señala Piganiol (1917), que consagra el comienzo histórico, ya no mítico, del tiempo humano. Esta lucha fratricida, que ya describe el mismo texto, denota la caída de un orden y el surgimiento de otro. 3. Nivel simbólico profundo Buscar el tema fundamental de esta obra no es fácil. Además de las problemáticas amorosas que sostienen el nudo argumental, también se desarrollan una serie de cuestio- nes, como la sucesión o descendencia de una dinastía hegemónica y su enfrentamiento a las clases dominadas; o la plasmación simbólica de la bestialidad. La significación de la fertilidad, como subtema, carga el texto de una semanticidad trágica, pues hunde sus raíces tanto en las condiciones de paternidad que se discuten, la dinastía y el padre del niño, como en los orígenes y en el futuro del pueblo. Hablar de la sangre en la tragedia popular implica a su vez comentar una serie de elementos que también aparecen en nuestro drama. El primero de ellos es el de la endogamia. Recordemos que Isoldina es la prima de Miguelito, la sobrina de Pedro Bolaño. La estirpe de Pedro Bolaño se alza así como la típica estructura rural dominante donde las líneas de sangre parecen haberse mezclado durante siglos. Las relaciones endogámicas, aún siendo fatales sobretodo para la población de las localidades rurales, eran un recurso muy utilizado para perpetuar la estirpe, como nos muestra Caro Baroja (1984). En la obra observamos esta negativa a la exogamia con las continuas negaciones de Don Pedro Bolaño a mezclar la sangre con Rosa Galana, una mentalidad clara del organicismo feudal, «¡O todo sangre mía, o todo sangre tuya!» (1145). Así y con todo, asistimos en el drama al fin de una estirpe, de una línea de sangre, que parecía ahogarse. El otro elemento al que nos remite el concepto de sanguinidad es el de la estirilidad. En la obra, el concepto de fertilidad parece estar invertido y encadenado a los personajes ctónicos, uranianos. Es Rosa Galana, en su papel de bruja y de representación de Gran Madre, quien tiene un hijo, y no Isoldina. Es Ánxelo el padre del niño, y no Miguelito. Las imágenes de lo fértil aparecen relacionadas íntimamente con los símbolos de la inversión. Los personajes que supuestamente encarnan el bien están asociados a la esterilidad, ya sea por la vejez (como Pedro Bolaño), ya por su futura conversión en monja (como Isoldina). Quizá como resultado de esta polarización entre lo fértil y lo estéril, en El embrujado se produce una división tajante entre el mundo natural y un mundo incipientemente urbano, representado por la casa de piedra de Bolaño. Son dos escenarios con una organización muy diferente. En el primero vemos el absoluto poder que tiene la Galana, un poder social tácito que atrae irresistiblemente a los personajes secundarios del drama, incluso contra su voluntad. En el segundo escenario, vemos el poder, ya en decadencia, de Bolaño. A su alrededor también se conjugan tanto la vida rural cotidiana como personajes secundarios, pero él ya no puede mantener el control sobre ellos, incluso un ciego es capaz de burlarle con unas prosas y quedar impune. Es precisamente la imposibilidad de superponer ambos espacios donde nace la discordia, pues Don Pedro es incapaz de concederle rentas a la Galana. La tragedia se origina en estos dos mundos, tan característicos ambos de la realidad gallega, en los que conviven conciencias muy diferentes. Los valores de la sangre encarnan ahora, no ya la descendencia y la perpetuación, sino un mundo de la violencia y de la sexualidad muy alejado de su concepción tradicional. El motor que parece mover la trama es la de estos dos espacios, como representación quizá de un paraíso original, un Edén, que entran en crisis cuando choca el carácter matriarcal de una cultura con la conciencia patriarcal de un orden dominante. La sanguinidad es un factor de máxima importancia para el desarrollo de la obra, pues, al implicar la relación endogámica y la inversión de los valores de la fertilidad, la entera concepción del espacio, representado en ese escenario de Pedro Bolaño, se ve condenada a la extinción. En el otro extremo, aparece en nuestro drama la imagen de la tierra asociada a conceptos como el de la raíz y el de la prosperidad, pero ambos supeditados al significado de maternidad y paternidad. El símbolo de la tierra se concibe en esta obra, por un lado, como una imagen de la maternidad, pues todos los personajes parecen huérfanos. Las figuras principales están carentes o bien de madre, o bien ésta no cumple su auténtica función. Por ejemplo, la diosa de la maternidad y del matrimonio, Juana de Juno, aparece como una vieja, incluso la ofrenda que hace al principio a la muchacha pobre, mordida por el can, resulta ser maíz ajado, envejecido y estéril: «¿Quién cosechó maíz tan cativo?» (1164). Su poder parece tornarse inútil. La tierra se alza así en estas relaciones como la madre del pueblo, la madre del niño pequeño, o al menos un símbolo de su orfandad, pues así lo confirma Don Pedro Bolaño, «¡Sal de mi casa con ese hijo de la tierra!» (1146). Uno de los significados que adopta el concepto tierra en el drama es el de humus, es decir, el espacio arquetípico y metafísico que permite la germinación de la vida, material y simbólica. El símbolo de la tierra vacila entre esta imagen de humus, matriarcal y maternal, y el significado patriarcal y paternal de valor material, de propiedad o posesión personal. Podríamos decir que, con la muerte del niño, muere también la tierra, primero porque ya no existe moneda de cambio entre Don Pedro y Rosa, el valor de la tierra como propiedad se devalúa; y segundo porque muere la descendencia de la tierra en esa imagen del retoño huérfano. El significado que pretende transmitir el símbolo de la tierra es el de la continuidad y la prosperidad, pero ambos conceptos sujetos a la idea de tierra como espacio fértil, como lugar de referencia contra la convulsión de la naturaleza y de la sociedad. Si la tierra queda estéril, imagen que comprobamos en ese maíz seco, si no es capaz de generar vida (en su sentido natural como generadora de la naturaleza y en su sentido social como terreno habitable y como valor de cambio), entonces la sociedad aparece condenada al fracaso. La imagen de la tierra baldía y yerma nos remite a un significado apolíneo que se opone y a la vez complementa a los símbolos de la sanguinidad. Las ideas sobre el cruce de líneas de sangre o de la fertilidad invertida obtienen su correspondencia en esta tierra seca y estéril que no puede ofrecer el espacio necesario para ser fertilizado por la sangre. Quizá por eso la tierra pida un precio en sangre para poder regenerarse, aquel oráculo terrible de Ánxelo, «¡Mi palabra, palabra será que hile el cáñamo de un dogal!» (1158). Hablaré, ya por último, de las imágenes de la bestialidad que atraviesan el texto. Es debido quizá a estas imágenes por lo que podemos entrever ciertos aspectos naturalistas en nuestra obra, pues nos ofrecen el impacto propio de la violencia en estado natural, la violencia salvaje basada en el símbolo del perro/lobo. Es importante destacar que, tanto el perro como el lobo, son símbolos fundamentales tanto en su aspecto social como folklórico, pues ambos alimentan de cuentos y leyendas el acervo popular. El perro es el principal guardián de la tierra y del ganado, de las posesiones, como bien nos recuerda Fernández-Escalante (1984); mientras el lobo es la principal figura amenazadora para el espacio rural. Pero, volviendo al tema de la violencia salvaje y natural, pocas referencias pueden ser más sugerentes que el inicio del drama: una pastora pide limosna porque un can le ha mordido la cara. Este comienzo denota ya el carácter terrible y grotesco que irá adquiriendo la obra a medida que avancemos, pues esta bestialidad va adoptando una serie de significados simbólicos muy interesantes. Así, tras la aparición del ciego de Gondar, dice la Navora acerca del ciego de Flavio: «Como un lobo va por los caminos» (1133), rescatando el significado terrible y amenazador que cumple la figura del lobo en la mentalidad rural. Y siguiendo con esta lectura, aparece Malvín, de quien nos dice el mismo Valle en la acotación: «Veinte años de comer el mismo pan le han dado la lealtad de un mastín» (1135). Incluso la misma figura del joven Malvín está animalizada: un torpe gañán medio desnudo, que nació en un pajar y se crió guardando cabras (el perro mastín es el encargado de guardar el ganado). Tenemos así una primera estructura bimembre en esta simbo-logía: la del lobo, imagen terrible y amenazadora, y la del perro, imagen también terrible, pero ahora protectora. De todas formas, esta estructura mantiene un significante común, el del miedo devorador que provoca en sus víctimas, un miedo que aquí se enlaza con el mito de la serpiente genésica -justificando así mi visión del drama como una expulsión del Paraíso- y con el mito del licántropo. Tras la aparición de Malvín en la escena, dice Juana de Juno: «Suéltale el perro, que le roa los calcaños» (1135). Esta expresión resulta un punto de unión entre el drama y la serpiente del Edén. Así le dice Dios a la serpiente: «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu raza y la descendencia suya: ella quebrantará tu cabeza, y tú andarás acechando a su calcañar» (Génesis, III-15, la cursiva es mía). Podemos advertir así esa confluencia, fundamentada en el léxico (calcañar), entre el perro mordedor, devorador, y la serpiente condenatoria. Es la representación de una imagen doble, la cual se repite con la Galana. En el dicho de Juana de Juno, el perro realiza las funciones de la serpiente luciferina, morder, tentar a la mujer. Pero el ciego de Gondar, cuando se acerca Isoldina, esgrime su profecía contra sus atacantes: «En una rama está retorcida la serpiente [...] ¡Salte de aquí, Demonio Cabrón!» (1139). El ciego de Gondar está recordando un pasaje de la Biblia, según el cual, la serpiente, al principio de los tiempos, no se arrastraba por la tierra sino que habitaba entre las ramas de los árboles. Será después, al tentar a Eva, cuando sea condenada a arrastrarse sobre su vientre6. Si la Galana ocupa el espacio simbólico de la serpiente, entonces ella será quien tiente a su víctima, Pedro, con la promesa de un descendiente. Ya hemos destacado la expresión de la Navora para referirse al ciego de Flavia, «como un lobo va» (1133), pero aparece repetida en boca de Don Pedro haciendo referencia al ciego de Gondar, «¡Eres como los lobos, Electus!» (1138). Del mismo modo, para referirse a la familia de Bolaño, dice una de las cinco mocinas, «¡Los hermanos como lobos, el uno arregañado con el otro!» (1142). Las expresiones de este tipo, que abundan en toda la obra, conducen siempre a un sentido peyorativo y trágico, culminando, por fin, en la figura de Rosa Galana, el personaje que hace referencia al otro mito significativo, la licantropía. 6 Gén., II-14, «Por cuanto hiciste esto, maldita tú eres o seas entre todos los animales y bestias de la tierra: andarás arrastrando sobre tu pecho, y tierra comerás todos los días de tu vida». En la primera jornada, antes de conocer nada de la personalidad y poderes de Rosa Galana, nos dice Malvín «¡Qué andar de perra ladronera!» (1147), y a esta afirmación, contesta uno de los foráneos: «No sabes más cuánta verdad hay en esa que hablas al modo de ventolera. Es monstruo y, como tal, desenvuelve una parte de bestia» (1147). Esta es la primera noticia que tenemos de su poder de transfiguración. Pero este poder, que tiñe aún más su personaje con un aire de maldad, se descubre de nuevo cuando, antes de su aparición, un perro aúlla («¡Aúlla el can! ¡Aúlla el can!» [1159]) y ella hace acto de presencia, incluso la acotación dice que la Galana «Ladra con furia de perro» (1156). Estos aspectos se ven además redimensionados ante las palabras de Malvín, «un can blanco vino tras de mí, [.] el can de la muerte, y si ha de roerte los huesos en la sepultura.» (1168). Y por fin, la última referencia se hace ya en la tercera jornada, cuando, tras llegar Rosa a casa de Pedro y enterarse de la muerte del niño, se quedan «tres perros blancos que ladran en la puerta» (1171). El tema de la licantropía obtiene un gran desarrollo en el drama, además de generar todo un motor maravilloso que define, en parte, la cultura gallega. La magia, como poder condenatorio, es un instrumento que remite a la bestialidad y la violencia que se produce entre los personajes. El símbolo del perro/lobo recoge toda una tradición folklórica que estalla en el personaje de Rosa Galana, representante de todos los valores contrarios al orden moderno patriarcal y castellano, incluido el valor de la naturaleza salvaje que esgrime su poder contra las estructuras sociales y religiosas, es decir, contra el hombre. 4. Conclusión El magnífico drama de Valle-Inclán, El embrujado, se convierte así en el último grito de un Paraíso a punto de sucumbir. Ya sea por una necesaria lucha de clases, que pasa por la concienciación de los personajes, o bien por la incapacidad regeneradora de la tierra, en su sentido literal y en su sentido simbólico, la decadencia y convulsión de un paraíso se nos muestra en toda su grandeza patética. BIBLIOGRAFÍA Aristóteles (2003): Artes poéticas. Madrid: Visor. Auerbach, E. (1957): Mimesis. Garden City: New York. Caro Baroja, J. (1984): El estío festivo. (Fiestas populares del verano). Madrid: Taurus. Dumézil, G. 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Avtor opisuje tudi sklope, v katere se združujejo ti simboli in tvorijo konstelacije, ki osvetljujejo in pregibajo pomenske ravni. Simbolika, ki je prisotna v tem delu, nanovo kodificira besedilo - iz ljudskega besedila se preusmeri proti kmečki drami, ki spominja na izgubljeni raj. Prispevek pa se ne posveča rabi simbolov posameznih metodologij.